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Pedir limosna en los semáforos es un delito, aunque excarcelable: saldrá en un mes, o dos

Antonio Caballero
16 de diciembre de 2002

Uno, que como es rico tiene carro y paga impuestos de guerra, se detiene en el semáforo en rojo, como los buenos ciudadanos. De inmediato brota por la ventanilla un -¿un qué?- ¿Un terrorista? ¿Un simple atracador? ¿Un desechable a quien todavía no han matado las fuerzas del orden en sus noches de 'limpieza social'? ¿Un concejal a pedir plata? ¿Un desplazado de la violencia del campo que ofrece piñas y mandarinas y tarjetas de teléfono? ¿El alcalde Mockus, regañando? ¿El presidente Uribe, trabajando? No. Un cartonero. Qué alivio.

Claro está que, teniendo carro y siendo rico, uno no debiera parar en los semáforos. Es peligroso. O, en todo caso, sale caro. Flores, mandarinas, tarjetas prepagadas, una lupa de aumento, un mantelito de Navidad: el carro ya va cargado hasta los topes como un carrito de supermercado. Y encima, en los semáforos, los buses que van vacíos eructan bocanadas negras y hediondas que lo llevan a uno derecho a la unidad de neumología de la clínica. ¿Por qué a los buses no les hacen pasar revisión de gases tóxicos, si son tan vehículos particulares como los demás vehículos particulares? Me han dicho que las empresas son de los concejales del Distrito. Ah. Puede ser. ¿Y por qué van siempre vacíos? No: parecen vacíos, pero van cargados de subvenciones. Ah. Con razón.

El cartonero explica que todo el producto del reciclaje de la noche se lo acaban de quitar unos policías, No es una extorsión, sino una multa legal: treinta y siete salarios mínimos. Que si uno le puede dar una plata para comer.

Surcan el cielo dos helicópteros artillados soltando una humareda negra. Allá adelante hay un atasco. Es que nos honra con su visita el secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell. El presidente Uribe, feliz, pone en marcha los chorros de las fuentes del Palacio de Nariño y se compromete a fumigar con veneno todo el campo colombiano: así los desplazados no tendrán fruta para vender en las esquinas, y los ciudadanos de bien habrán recuperado el espacio público. Powell advierte: no quiere promesas, quiere muertos contantes y sonantes. Y extraditables extraditados. Uribe dice que sí, que sí.

(A propósito de lo de las fuentes. Cuentan que cuando la reina Cristina de Suecia honró con su visita la Roma de los Papas, a mediados del siglo XVII, le mostraron las fuentes. Las admiró un buen rato y dijo que muy bien, que muy bonitas, que ya podían apagarlas. Le dijeron que no, que funcionaban siempre. Pero Roma era Roma, oh peregrino?)

A todas estas, el cartonero sigue ahí, esperando junto a la ventanilla, como una alegoría del paciente pueblo colombiano.

Ah, sí: que una plata para comer. Claro, pero ¿por qué los policías le incautaron el recaudo de la noche? Por un lado, por la multa: cartonear es un delito, aunque excarcelable si uno tiene un abogado que presente recurso de hábeas corpus. Por otro lado, es que mi teniente les exige a los agentes cien mil por noche a cada uno. Pero es que a mi teniente también le cobra una contribución voluntaria el coronel, que tampoco es que gane tanto. Y al coronel, para ascenderlo a coronel, le pidieron una carta de recomendación de un senador de la República.

Ah, sí: lo de la meritocracia que anda explicando por ahí el vicepresidente Pachito Santos, meritócrata ejemplar.

Eso mismo. Las recomendaciones de los senadores están prohibidas, pero es que ¿saben ustedes cuánto vale una campaña electoral para el Senado? Entre mil y tres mil millones, de acuerdo con la región. Los votos son caros. La democracia es un honor que cuesta. Claro que después algo se saca de vuelta con los auxilios parlamentarios, que por supuesto también están prohibidos, pero? ¿Pero acaso no está igualmente prohibido reciclar cartones? ¿Y extorsionar a los cartoneros? ¿Y sobrepasar en las campañas el tope de gastos fijado por el Consejo Nacional Electoral? Sí, pero entonces, ¿cómo se ganan las elecciones? Quedarían en manos de la mafia.

Está uno apenas dándole limosna al cartonero, redistribuyendo la riqueza, cuando por la otra ventanilla se asoma otro policía a imponer otra multa: el alcalde ha decretado que uno no puede estar parado en la calle con el semáforo en verde, aunque haya atasco por la honrosa visita del Secretario de Estado. (Además, hay ciclovía). Son ciento treinta y dos salarios mínimos. El carro se va a los patios de la Circulación. (Y no les cuento todo lo que hay que hacer para recuperarlo: la sola enumeración escueta de los trámites se comería el espacio de esta columna. ¿Y mi lupa nueva, y mis mandarinas, y mis tarjetas prepagadas de teléfono? ¿Las declaró? No, no sabía. ¿Las llantas también había que declararlas? Las llantas también. ¿Las cuatro? Mire, si se va a quejar, ponga un denuncio en el CAI de La Calera y llévelo por triplicado a radicarlo en la Procuraduría de Fontibón. Tiene que consignar primero en el Banco del Estado en Bosa, entre las siete y las ocho. ¿Y el pico y placa? Son ciento dieciséis salarios mínimos, no sé cuánto será eso en plata. Es problema suyo). El policía, de pasada, se lleva preso al cartonero. Pedir limosna en los semáforos es un delito, aunque excarcelable: saldrá en un mes, o dos, si consigue con qué pagarle a un abogado lo del hábeas corpus. Quién le manda ser pobre.

Uno coge un taxi. No se puede salir a la calle con menos de quinientos mil pesos en el bolsillo. Powell se va. Los helicópteros surcan el cielo gris de contaminación rumbo a Melgar, a fumigar y fumigar y fumigar.

Así nos tienen.

Pero el otro día me explicó un abogado, que es asesor de un senador, cómo tiene que hacer uno cuando es rico para no pagar impuestos. Ni de guerra, ni de los otros. La plata que uno se ahorra así se invierte entonces en los Estados Unidos, y si es más de un millón de dólares le dan a uno la nacionalidad norteamericana, que garantiza la inmunidad ante la Dian, el Datt y el Tribunal Internacional de La Haya. Parece que Julio Mario la sacó así.

Ah, se me olvidaba: ¡Feliz Navidad!

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