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Las libertades públicas

Nuestros mandatarios locales deberían ser adultos mentales, que entendieran el paso a paso del progreso, sin prisa pero sin pausa

Semana
10 de abril de 2000

La incubación del odio en la gestión pública, como consecuencia de la criminalidad exacerbada de los particulares, ha conseguido que desaparezca la noción de bienestar ciudadano, afincado en las libertades públicas.

Aunque entre nosotros la Constitución del 91 tenga muchos particularismos en punto de libertades, la vieja Carta del 86 era más contundente y sólida en sus grandes

conceptos referentes a los derechos y garantías sociales. Todo ello conducía a un vivir más amable, en que se partía de la base de la buena fe general. Lo contrario, la mala fe, tenía que ser probada con esfuerzo por parte del Estado.

La desatinada institución de la Fiscalía General, que inclusive ha desacreditado a eminentes juristas, a quienes el cargo transforma en auténticos gendarmes de Everfit, trastocó estos principios de libertad ciudadana y de confiabilidad entre el Estado y el particular. Hoy el temor y la desconfianza recíproca hacen tensa y desagradable la vida en común. El Estado ve al ciudadano como un infractor y el ciudadano ve al Estado como un enemigo.

Las libertades públicas (derecho a reunirse, a la expresión, a la locomoción, a no ser molestado en persona y bienes, derechos de enseñanza, empresa y otros tantos) han sido de la esencia del liberalismo, no tanto en cuanto partido político, aunque también, sino como fundamento de la democracia liberal.

De la manera más sutil se ha ido perdiendo esta serenidad de vida que ofrecía un cierto alejamiento del Estado de la personalidad individual. Sosiego, tranquilidad pública, es lo que debe ofrecer antes que nada un funcionario, a cargo de la vida ciudadana. Una ciudad no se civiliza con hormigones y mampuestos, sino con una policía racional y honesta, que cumpla con su función preventiva y en gran medida permisiva de lo que no ofende socialmente. No es un mejor asfalto, ni son las ciclorrutas las que nos darán un mejor vivir urbano y nacional, sino la seguridad, que permita estar a salvo de la delincuencia, pero también de la intromisión de un Estado fiscalizador.

La vida en Colombia se hace cada vez más amarga por la guerra generalizada, guerra sucia por lo demás, llegándose a límites de sevicia y daño humano no antes concebibles. La extrema derecha y la extrema izquierda, ambas belicistas, ambas con alegato de razones para sus acciones de muerte, se lucen extremando la criminalidad. El delito del secuestro es mirado como una forma aceptable de financiación para el sostenimiento de la guerra y políticos hay, reinsertados, que hasta ministros de Estado ya han sido, los cuales trastrabillan cuando tratan de justificar sus anteriores acciones insurgentes, en las que emplearon métodos inhumanos.

Un país bajo el látigo de la guerra interna, y no de cualquier guerra, sino de la más desalmada e inicua, no debería soportar así mismo el endurecimiento de las instituciones civiles, y a tal punto la arbitrariedad de funcionarios, que atropellan la vida urbana, a título de progreso. No es posible vivir. No es ni mucho menos amable discurrir en las ciudades y no se diga en nuestros pueblos menores, donde la cobardía guerrillera o paramilitar asesina y desaloja. En las ciudades el brazo de los comandos secuestra y atemoriza, cuando no es la misma autoridad urbana la que destruye lo poco que queda de calidad de la vida, con cirugías mayores en su sistema vial, practicadas a un mismo tiempo.

Nuestros mandatarios locales deberían ser adultos mentales, que entendieran el paso a paso del progreso —sin prisa pero sin pausa— y que actuaran con inteligencia y con respeto por los habitantes, al acometer las obras necesarias. Esto se dice cuando se está llegando al límite de la tolerancia ciudadana.

Lo mismo se diga en temas nacionales. No es urgiendo con perros como se logran las mayores contribuciones fiscales; no es sancionando con cárcel ignominiosa como se persigue hasta la más leve apariencia de dinero oscuro, tan regado en la trama social y tan disimulado y absuelto en la cima del poder. No es constriñendo, no es prohibiéndolo todo, no es luciéndose como duros e inflexibles. De todos modos, siempre habrá delincuentes libres, cuando ni siquiera hay cerrojos para retenerlos. Pero al menos, no es acosando al particular desprevenido e inerme como se gobierna mejor a una comunidad.

El Estado policivo, el sistema inquisitorial, las fiscalías, tan a distancia de los mansos jueces instructores del antiguo régimen, los alcaldes arbitrarios con rostros paternales, los jefes policiales de coctel que aún tienen en su tropa chafarotes y chantajistas, la justicia vengativa (que merece otro capítulo, pues es tema internacional de moda). Todo esto configura el injusto panorama de hoy en torno de las libertades públicas, reliquia del pasado.

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