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Leyes para quemar de años viejos

El absurdo acuerdo distrital que obliga escribir todos y todas no es la única norma que debería derogarse. Propongo de entrada, tres electorales.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
15 de diciembre de 2017

En uso de sus “atribuciones legales y constitucionales”, el 30 de junio de 2009 el honorable Concejo de Bogotá D. C. ordenó la utilización del lenguaje incluyente en todas las comunicaciones oficiales. Y para evitar interpretaciones equivocadas, explicó que abarca “el uso de expresiones lingüísticas que incluyan tanto al género femenino como al masculino, cuando se requiera hacer referencia a ambos y no el uso exclusivo del género masculino”.

Como bogotano, siempre me motiva saber que nuestros concejales y alcaldes (era Samuel Moreno) tengan como prioridad el buen uso del idioma (aunque para la próxima recuerden que junio se escribe con minúscula y no como reza en el texto del acuerdo).

Esta norma recuerda al comandante rebelde de la película clásica de Woody Allen, Bananas, quien, en su primer discurso como presidente decretó que el idioma oficial de su república ficticia de San Marcos fuera el sueco. Y remató diciendo que todos los niños menores de 16 años, a partir de la fecha tendrían 16 años.

No sé qué es más inquietante, ¿qué los concejales y funcionarios de la Alcaldía de Bogotá pensaran que con esos cuatro articulitos estaban luchando por la igualdad de las mujeres o que un congresista como Alirio Uribe considerara que era tan fundamental que demandara su cumplimiento por vía judicial?

En Colombia abundan medidas y leyes inocuas; unas por intranscendentes, otras por haber expirado su vida útil y las peores que causan más daño que beneficio.

A pocos meses de las elecciones al Congreso y por presidente hay tres leyes o normas que cumplen en todas o parte con lo anteriormente descrito y que cuya derogación favorecería inmensamente nuestra democracia: el artículo 206 del decreto 2241 de 1986, el 111 del mismo decreto y el artículo segundo de la Ley 1475 de 2011.

La estupidez del 206 la acabamos de padecer el pasado 19 de noviembre por la consulta liberal. No tiene sentido la imposición de la ley seca en todo el territorio nacional para elecciones. Hace unas décadas, de pronto, se justificaba, pero hoy su único impacto es generarles pérdidas a los establecimientos comerciales.

Igualmente anacrónico es el horario electoral, fijado en el artículo 111 del código electoral. Limitar el tiempo de votación a apenas ocho horas va en contravía de combatir la abstención. Tampoco hay que temerle a la luz eléctrica; es posible ejercer el derecho al voto de noche.

Finalmente, confieso que no comprendo la obsesión por evitar el transfuguismo en la política colombiana y que está expresamente prohibido en la ley 1475 de 2011. En Estados Unidos, por ejemplo, es parte esencial de la controversia política. Este año el gobernador demócrata del estado de West Virginia se convirtió al republicanismo. ¿El incentivo? Su electorado adora a Donald Trump. No es traición sino pragmatismo político. Igual ocurrió en 2001 cuando el senador Jim Jeffords de Vermont se volvió demócrata porque no compartía la ideología cada vez más conservadora de su partido. En Francia, Emmanuel Macron fue miembro pleno del partido socialista, antes de fundar su propio movimiento para lanzarse a la presidencia.

Debilita la democracia colombiana que liberales como Viviane Morales, Sofía Gaviria o Juan Manuel Galán no puedan competir bajo otras banderas. O que senadores o congresistas no pudieron lanzarse bajo el partido que más los representara ideológicamente. Hay que ampliar los espacios de participación política, no cerrarlos.

Irónicamente, el acuerdo distrital que tanto defienden Alirio Uribe y sus muchachos (y muchachas) hace exactamente lo mismo al decirle a los funcionarios de la Alcaldía cómo deben hablar y escribir.

La democracia, amigos y amigas, es una oda a la diversificación de opiniones.

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