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Los costos de guardar silencio

Si apoyamos a quienes denuncian, en lugar de silenciarlos, puede ser que vayamos avanzando en construir un mundo en el que lo normal es tratar a todos con la misma consideración y respeto.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
30 de julio de 2020

La semana pasada, la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez pidió la palabra para hablar en la plenaria de la Cámara de Representantes sobre el privilegio. Usó veinte minutos de la hora que le asignaron inicialmente, para hablar de una escena ocurrida en la entrada del Capitolio. Según Ocasio, y nadie la ha desmentido aún, el congresista Ted Yoho, republicano, le puso un dedo en la frente mientras le gritaba que era una persona desagradable, loca y peligrosa. Le dijo que era una Fucking Bitch. Como ella misma explicó, no es la primera vez que recibe un insulto así ni es la primera mujer que es atacada por un colega usando lenguaje desobligante y con amenaza de una agresión física.  Pero precisamente por no ser la primera vez, insistió, no podía dejar pasar el incidente sin decir algo. Guardar silencio, dijo, sería permitir que se siguiera considerando que esta es una forma normal o natural de relacionarse los hombres y las mujeres.

Pero ¿cuál es la importancia real de esta denuncia? ¿no será que, como dicen algunos, lo que se normaliza es la mujer “ofendida” que solo acepta lo “políticamente correcto” y no permite el verdadero debate político? ¿no es un exceso exigir que la escuchen pedir una disculpa? Confieso que cuando empecé a leer sobre el incidente me dio pereza profundizar porque la fiebre de los seguidores de Ocasio vuelve cada gesto suyo una gran hazaña. También presentí que por bueno que fuera su discurso, no lograría hacer cambiar de opinión a sus colegas. Al verlo, pude constatar que las personas en el salón no estaban interesadas en lo más mínimo ni conmovidas por las duras realidades descritas por la congresista. Me parece, sin embargo, que es más alto el costo de permanecer en silencio.  

Pienso que vale la pena recordar al menos tres formas en las que perdemos cuando en lugar de hablar guardamos silencio. La primera, es que al callar autorizamos a quien emite la ofensa a escudarse en su propia percepción de la conducta. En este caso, por ejemplo, el congresista Yoho podría decir que así trata a todos sus oponentes políticos y que no tenía cómo imaginarse que ella esperaba un comportamiento distinto. En los casos de acoso sexual de profesores a alumnas y alumnos en las Universidades, los profesores manifiestan que ellos creían que la alumna pensaba que estaba bien tocarle los hombres, tomarle la mano o incluso saludarla de beso.

La segunda forma en la que perdemos es que autorizamos a las instituciones a no tomar ninguna acción frente a la situación. Poner una queja usando un conducto regular es siempre importante. Construimos esos conductos regulares precisamente para colaborar en la prevención de las conductas lesivas de la convivencia y de la dignidad de quienes hacen parte de la comunidad. Pero esperar a que todo el trabajo lo haga la institución puede ser muchas veces ingenuo.

Puede reforzar la idea de que todos se toman en serio la cuestión cuando en realidad no es así. Poner los hechos “en conocimiento” de públicos más amplios cuando las instituciones están fallando es también importante para cambiar las instituciones. Me ha pasado que, frente a una queja por el comportamiento de un colega, un superior me dice que lo deje pasar, que es simplemente algo de mal gusto pero que para qué me voy a meter en el problema de pedir que lo investiguen. Una vez ese “mal comportamiento” había implicado decir falsamente que mi grupo de investigación no estaba interesado en participar en un proyecto, buscar al financiador a mis espaldas, y lograr que nos excluyeran del todo de la negociación.

No regular los conflictos de intereses o fraudes no va a hacer que desparezcan, como tampoco lo hace decir que es meramente una conducta de mal gusto. La tercera consecuencia negativa de guardar silencio, como lo ha ilustrado magistralmente #MeToo, es que la mujer que se queja es la que aparece como la loca. Al contrario de lo que sugiere una de las preguntas con las que inicia esta reflexión, hablar repetidamente de lo que está mal en nuestras relaciones sociales no institucionaliza al que pone la queja, sino que normaliza su punto de vista. Es decir, entre más sola está la persona que pone la queja, más rara parece. Si son muchas que le creen y muchas las que explican que lo que les han hecho es inaceptable, el reclamo se vuelve “normal” pero en el sentido de que todos aceptamos que quien lo hace tiene derecho a hacerlo y está haciendo bien cuando lo hace. De esta manera, “hablar” adquiere su más clara connotación colectiva; es necesario que se entienda que lo natural frente a ciertas conductas es que se haga un reclamo para que quien hace reclamo no quede solo o sola defendiéndose en su posibilidad de hacerlo.

Claro, celebrar a quien pone estos límites y lo hace frente a una audiencia, no es lo mismo que querer ser el juez de la situación ni autorizar a arruinarle la vida a nadie. Que alguien relate unos hechos en los que fue parte y exprese su percepción de que hay una injusticia allí, no es lo mismo que calificar lo que le ha ocurrido a otro en términos de un delito. No podemos arrebatar a cada uno su posibilidad de narrar los hechos de su vida. De otro lado, no se arruina la vida de alguien cuando se relatan unos hechos en los que esa persona estuvo involucrada para denunciar una injusticia. Si esos hechos resultan calificados como violentos o socialmente negativos, quien arruinó su propia vida fue la persona que incurrió en esos hechos. Sería inaceptable que alguien acusara a Ocasio de relatar cómo fue insultada por su colega porque le daña la imagen; si los hechos son verídicos, quien dañó su imagen fue él al hacer los comentarios.

Finalmente, es importante insistir que, aunque los costos de guardar silencio son altos, los costos de hablar también son altos en muchas ocasiones. El punto es que algunos y algunas podemos soportar mejor esos costos en razón de otras condiciones como la clase, la condición social, la raza o el cargo. Si apoyamos a quienes denuncian, en lugar de silenciarlos, puede ser que vayamos avanzando en construir un mundo en el que lo normal es tratar a todos con la misma consideración y respeto y no asumir que hay unos que no tienen que verse ofendidos o que tienen que aguantarse la ofensa.

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