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LOS "NO" DEL DIFERENDO DEL GOLFO

No hay que caer en el error de pensar que La Haya es la panacea de nuestro diferendo con Venezuela

Semana
28 de septiembre de 1987

Baja la marea en el Golfo de Venezuela. Pero por ahora nadie tiene claro a dónde irán a parar las consecuencias del incidente maritimo que descongeló, tal y como lo deseaba el gobierno, este antiguo diferendo limitrofe, a costa del congelamiento de las relaciones comerciales y políticas con Venezuela.
Por lo pronto, mientras se aclara el rumbo que irán a tomar los acontecimientos, no sobra repasar algunas actitudes que podríamos llamar los "NO" del diferendo colombo-venezolano.
NO hay que decirle Golfo de Coquibacoa al Golfo de Venezuela. Primero, porque este nombre entró en desuso desde el siglo XV. Segundo porque así se llamaba el cabo y no el Golfo, cosas que son confluentes pero distintas: cabo es la porción de tierra que penetra al mar, y golfo es la porción de mar que se interna en la tierra, entre dos cabos. Si lo que se llamaba Coquibacoa era lo primero y no lo segundo, carece de fundamento histórico comenzar a llamar lo segundo con el nombre de lo primero. Y tercero, porque si rebautizamos el Golfo, los venezolanos podrían pensar lo que quieren pensar: que vamos por todo. Y eso endurecerla todavía más su actitud hacia Colombia. El hecho de que el Golfo se llame y continúe llamándose de Venezuela no implica de ninguna manera que nuestros claros derechos sobre una porción de sus aguas puedan ser desconocidos por razones de nomenclatura.
NO hay que confundir las calidades humanas y el gran conocimiento que sobre el tema posee el canciller Londoño, con el manejo que era aconsejable darle al diferendo con el vecino país. Dicho en otras palabras: lo primero no implica lo segundo. Una reciente notícula del periódico El Tiempo (agosto 27) trae un ejemplo palpable de esta confusión: "El canciller Londoño fue, indudablemente, la vedette de la reunión (en Caracas). No por sus declaraciones no por haber fijado ciertas y determinadas políticas con relación al diferendo (sic). Simplemente por su discreción". Comentarios como el anterior, además de que parecen haber sido escritos por un venezolano, implican exactamente eso: que el análisis que los colombianos estamos obligados a hacerle a la forma como sucedieron los recientes acontecimientos del Golfo, no debe terminar donde comienzan las calidades humanas y los conocimientos limítrofes del canciller.
NO hay que concluir, por el patriotismo que se le debe a Colombia en las disputas fronterizas con los países vecinos, que haya que aceptar a ciegas la forma como el gobierno resuelva manejarlos o, para el caso concreto del diferendo en el Golfo, el camino que escogió para descongelarlo.
Tratándose de un tema tan delicado como el de una pelea limítrofe, y más con Venezuela, donde lo único que puede perder o ganarse no son unas cuantas millas de mar sino varios miles de barriles de petróleo, es obvio que alguna información deba mantenerse, por razones de Estado, ajena a la opinión publica. Así lo hemos entendido algunos periodistas, con ciertos documentos que han llegado a nuestras manos y que deliberadamente nos hemos abstenido de publicar. Pero esta razón de Estado no implicaba que a la opinión pública hubiera que mantenérsela en la total desinformación. De haber dependido del manejo "oficial" que los periódicos liberales le dieron a las noticias sobre el incidente, es probable que jamás los colombianos nos hubiéramos enterado de que hubo una incursión de naves de guerra venezolanas en territorio colombiano, que de allí tuvimos que retirar nuestras corbetas y que es incierta la fecha en la que nuestras propias naves podrán volver a asomar la proa por nuestras propias aguas territoriales.
La única respuesta que nuestro gobierno dio a la agresiva incursión venezolana fue enviar al canciller Londoño a Caracas, a participar en la gestión de Contadora, que Barco repudió durante su campaña presidencial. Lo antipatriotico no es criticar esta decisión del presidente Barco sino cohonestarla, con nuestro silencio cómplice.
NO hay que caer en el error de pensar que la Corte de La Haya es la panacea del diferendo colombo-venezolano. Los fallos de derecho internacional carecen de instrumentos coercitivos, y lo máximo que se obtiene con ellos es el reconocimiento inter nacional de un determinado derecho.
Pero aplicar el fallo requiere la aquiescencia de las partes en litigio. Es decir, que los países estén de acuerdo en atener sus diferencias al dictamen del fallo, y a solucionarlas de acuerdo con las directrices que éste señale. Pero para que los países acepten el fallo se requiere que previamente se hayan puesto de acuerdo para acudir a la Corte Internacional.
Si una de las partes es llevada a la fuerza seguramente tendrá que ser obligada a aceptar el fallo a la fuerza. Y esa es precisamente la eventualidad que nace muerta en el papel que La Haya pueda cumplir en la disputa limítrofe con Venezuela.
NO hay que bajar, por último, la guardia frente al tema del diferendo. Es decir, que es necesario seguirle la pista a la forma como el gobierno continuará manejando el litigio, porque si el presente no nos convence, el pasado no nos da garantías. Siendo embajador de Colombia ante Estados Unidos en 1980, y jugando la embajada de Colombia un papel vital en el proceso, el presidente Barco permitió que los venezolanos denunciaran el tratado más útil con que contaba Colombia en su diferendo con Venezuela: el de arbitraje obligatorio de 1929. De haberse impedido esta denuncia y solicitado la inmediata aplicación del tratado, probablemente no estaríamos en las que estamos.
Ahora se ha descongelado el diferendo, decisión del presidente Barco sobre cuyos beneficios los colombianos le abrimos un generoso compás de espera al gobierno. Por lo pronto, el precio ha sido elevado: graves dificultades económicas y hostilidad contra los colombianos de la frontera, inciertas perspectivas de la balanza comercial colombo-venezolana y el alto costo que tendrá que cederle la lucha contra la pobreza absoluta a la necesidad de armar al Ejército. Y a esto ni le quita, ni le pone la admirable discreción del canciller Julio Londoño.