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Desde la frontera

Además del drama de los pimpineros, está el trauma psicológico que deja el cierre de una frontera por la que siempre han transitado familias que tienen parientes de un lado y otro.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
12 de septiembre de 2015

La situación que se vive en Cúcuta, desde que el presidente Maduro decidió cerrar la frontera, me la resumió muy bien un pimpinero que hasta el día de la crisis se ganaba un promedio de 200.000 pesos diarios vendiendo la gasolina que compraba en Venezuela: “No queremos que nos pase lo mismo de Gramalote”.

Es decir, temen que el Estado, tan presente desde que se desató la crisis fronteriza –no exagero al decir que los cucuteños nunca habían visto tantos funcionarios ni tantos ministros en su ciudad-, los abandone a las primeras de cambio, como sucedió con los habitantes de Gramalote, un pueblo arrasado por un desastre natural que el Estado prometió reubicar y construir, pero que luego de casi cinco años sigue siendo una promesa incumplida.

“El gobierno dice que nos va a ayudar a nuestra reconversión laboral y nos promete un censo para saber cuántos somos. Sin embargo, ya hubo un censo en el gobierno de Uribe que no sirvió porque la plata que nos llegó fue muy poca”, dijo otro pimpinero.

Al parecer, tras la crisis en 2007, el gobierno Uribe hizo un censo que no funcionó porque los subsidios para emprendimiento no les llegaron a los pimpineros sino a las mafias que los controlan. Pero además, si el gobierno les cumple esta vez, es casi imposible que se les pueda conseguir un empleo en el que ganen los mismos 200.000 pesos diarios que devengan en el oficio de pimpinero.

Hay datos confiables que aseguran que por lo menos 6.000 familias viven de la venta de gasolina en esta zona de frontera. En su mayoría los pimpineros son adultos mayores que han sido desplazados por el conflicto y vaya paradoja, se ha ido convirtiendo en un trabajo para las madres cabeza de familia. Por cuenta de la inercia de una economía subterránea que en este país tiene un vigor impresionante, muchas mujeres han logrado educar a sus hijos y vivir una vida algo menos indigna. Hoy su drama es monumental: saben que su negocio puede estar llegando al fin si la crisis económica que vive Venezuela sigue agudizándose. Ninguno de ellos pensó que el cierre fuera a durar más de una semana y les ha tocado ingeniárselas para ir a Venezuela a abastecerse de gasolina.

Los que viven de esta economía subterránea le dicen a uno en Cúcuta que a pesar del cierre, el contrabando  sigue entrando. La carne y el arroz se siguen comprando en Venezuela, porque es mucho más barata y los pimpineros tienen que tomar trochas mucho más peligrosas para ir a Venezuela a comprar la gasolina, que está cada vez más escasa.

La de Cúcuta no es precisamente la frontera donde entran los grandes cargamentos de contrabandos, ni por donde se trasiegan los grandes cargamentos de coca. Sin embargo, la frontera por donde circula el contrabando a gran escala, la que linda con el Catatumbo colombiano donde Megateo es el amo y señor y donde el ELN tiene una fuerte presencia, no ha sido cerrada por el gobierno de Maduro.

Además del drama social de los pimpineros, está el trauma psicológico que deja el cierre de una frontera por la que siempre han transitado familias que tienen parientes y hermanos de un lado y del otro. Alterar esas relaciones culturares e históricas es un paso que en Cúcuta no se quiere dar. Con razón varios de los deportados que atravesaron la frontera les respondieron a los periodistas que les preguntaron si eran colombianos o venezolanos, diciéndoles que en realidad eran “colombo-venezolanos”.

A falta del interés por las fronteras, Cúcuta creó una cultura política y económica cuyo referente fue Venezuela –no Bogotá–  y muchos se afincaron en la economía subterránea para poder sobrevivir.   
El otro frente que se le abre al gobierno ya no son los deportados, sino los colombianos que salen de Venezuela ahogados por la situación económica y asustados por el clima anticolombiano que ha ido creciendo en Venezuela. Cada día aumenta el número de los colombianos que atraviesan la frontera por entre trochas infames, esquivando la Guardia y el Ejército venezolano. Vuelven con la cabeza gacha, a recomenzar su vida al país que una vez los expulsó.

Tres cosas quedan claras de esta crisis: la primera es que se necesitó que Maduro cerrara la frontera para que Bogotá por fin pusiera sus ojos en Cúcuta. La segunda, que esta crisis va para largo. Maduro ha descubierto que internamente este anticolombianismo le da oxígeno a su régimen moribundo. Y la tercera, es una verdad: la economía subterránea se apoderó de nuestras fronteras. Y la única manera como el Estado le puede cumplir al pimpinero que aspira a salir de la ilegalidad es rompiendo esos lazos.

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