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No hay ni habrá paz a las malas

En la misma medida que crezcan las imposiciones y maniobras para forzar el acuerdo de paz a la medida y conveniencia de las Farc e insertarlo en la Constitución y la ley, aumentará la polarización entre los colombianos.

Germán Manga, Germán Manga
19 de marzo de 2019

Dijo en sus memorias el jefe paramilitar Carlos Castaño, que su familia fundó las autodefensas para combatir a la guerrilla con sus propios métodos. Durante los difíciles años 70 y 80, en Colombia proliferaron la extorsión, el boleteo, las intimidaciones a comerciantes, ganaderos y agricultores por parte de Tirofijo y sus muchachos, que libraban al mismo tiempo una guerra informal contra el Estado, que puso en inferioridad al ejército y a la policía, cuyo marco de acción, como debe ser, estaba referido a la Constitución y a los derechos humanos. Las Farc -no cabe duda- fueron uno de los principales factores de estímulo para el surgimiento y desarrollo de los grupos paramilitares en Colombia.    

Durante décadas fueron enemigos irreconciliables y con sus frecuentes y salvajes enfrentamientos Antioquia, Norte de Santander, Nariño, Cesar, Córdoba y todas las zonas donde la guerrilla consolidó su presencia, acumularon las peores historias de barbarie y salvajismo, de muerte y de terror del siglo XX y comienzos del XXI. El proceso de desmovilización de las Autodefensas en el Gobierno de Álvaro Uribe y la extradición a Estados Unidos de sus principales jefes, cambió el panorama. Las disidencias paramilitares degeneraron en bandas criminales y de la noche a la mañana, en los mismos escenarios donde durante años libraron la guerra, terminaron de socios con las Farc en proyectos de droga. El cambio y la degradación se produjeron a la vista de todos. Uno y otro grupo se fortalecieron y conocieron sus mejores días económicos de la mano del narcotráfico.

Frente  a su inmenso prontuario de atrocidades y a la interminable lista de atropellos contra la población, es imposible señalar diferencias entre unos y otros: secuestros, asesinatos, atentados, masacres, reclutamiento de menores, violencia sexual contra hombres y mujeres de todas las edades, contrabando, apropiación de rentas públicas, minas antipersonal. Tan criminales y terroristas los unos como los otros. No hay diferencias cualitativas, ni ideológicas, ni éticas entre un don Berna e Iván Márquez. Entre Mancuso y el Paisa. Entre Jorge 40 y Simón Trinidad.

Los equívocos y complicaciones del tortuoso proceso de paz, se fundan en buena parte en la obsesión de las Farc, de su aparato de propaganda nacional e internacional y de los movimientos que los apoyan, en labrar y señalar distancias con los métodos y procedimientos de los paramilitares y en su afán por vestir la historia de la guerrilla con un tinte político. Definir y consagrar esa separación fue uno de los ejes estratégicos de sus negociaciones en La Habana y los delegados del Gobierno les compraron el proyecto, casi completo. De ahí surgieron las espinas: narcotráfico como delito conexo, justicia a la medida, garantías de impunidad para delitos atroces, lasitud en la entrega de bienes y reparación a las víctimas, etc.    

La extensa lista de imposiciones y maniobras que han realizado los amigos del proyecto y los abogados de las Farc para forzar un acuerdo a su conveniencia e insertarlo en la Constitución y la ley, dividió, polarizó y sigue enfrentando rabiosamente a los colombianos. Desde los primeros días, a medida que se comenzaron a divulgar las definiciones en materia de tierras, participación política, drogas ilícitas, víctimas del conflicto, fin del conflicto y demás, surgió el descontento en varios sectores del país y el rechazo parcial o total a lo acordado.

La nueva polémica por la objeción de seis artículos de la ley estatutaria de la JEP refresca en la memoria colectiva que en el plebiscito de octubre de 2016, que buscaba dar legitimidad al proceso mediante el voto popular, ganó el No. Que después de ello el Gobierno de Juan Manuel Santos pasó por encima del resultado, no convocó a los colombianos para construir consensos y lograr un nuevo acuerdo que los reuniera a todos. Optó por imponer el suyo a como diera lugar, con retoques leves realizados a puerta cerrada y lo llevó a refrendación al Congreso donde controlaba las mayorías. De ahí surgió una nueva normatividad que  tuvo un discutible visto bueno “a la venezolana” de la Corte Constitucional. Quedamos con un acuerdo de gobierno y no de Estado, claramente dirigido a acomodar el orden jurídico a los anhelos de las Farc y que es objeto de tantos cuestionamientos y reservas jurídicas, institucionales y políticas, que es incapaz de convocar y reunir a la totalidad de los colombianos.

El narcotráfico y la minería criminal son los principales factores de perturbación que enfrenta el país, como generadores de violencia. Esto unido con el compromiso con las víctimas, con los habitantes de las zonas afectadas por la violencia y con los desmovilizados de las Farc, que con seriedad y buena fe siguen vinculados al proceso, justifican sin duda el compromiso del Gobierno de Iván Duque con la implementación. Pero no son suficientes para olvidar que la voluntad de la mayoría que logró el triunfo del No en 2016, se ratificó en las elecciones presidenciales de 2018 en las cuales Duque obtuvo 10.378.080 votos, la mayor votación de nuestra historia. Su decisión de objetar seis de los 159 artículos de la ley estatutaria de la JEP es coherente con lo que expresara en sus años de senador lo largo del proceso de paz, en la campaña electoral y por supuesto en el Gobierno: paz sin impunidad. Una paz que garantice de manera genuina la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. También lo es la reforma constitucional que propone para reversar la exclusión de los delitos sexuales contra niños, lograr que quien reincida en actividades criminales pierda todos los beneficios que otorga el acuerdo y que los casos de quienes sigan delinquiendo después de su entrada en vigencia sean competencia de la Justicia ordinaria.

Causan inquietud y rechazo frente a ello la reciente reunión de Santos con algunos de los magistrados que colocó en la Corte Constitucional y en general las nuevas salidas de esa corte y del contubernio de quienes, con trucos, maniobras y estratagemas trajeron el proceso hasta aquí. Claramente su preocupación es que no les modifiquen su obra, no consolidar la paz estable e incluyente, con pleno respeto por la Constitución, por la ley, por la voluntad popular y por los derechos de las víctimas, que le conviene al país. Siguen creyendo que será posible la paz a las malas.  

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