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Vox clamantis

En suspenso el estatus terrorista de las FARC, el proceso es legítimo. Esperemos que el resultado también lo sea.

Semana.Com
26 de noviembre de 2015

Los recientes atentados cometidos por grupos islámicos en el Líbano, Egipto, Malí y, por supuesto, Francia, han sido calificados como terroristas. Fueron dirigidos de manera indiscriminada contra la población civil, bien sea para generar terror y, por esa vía, presionar a los gobiernos de los países que los padecen a que adopten determinadas acciones políticas; para castigar simbólicamente ciertos tipos de sociedad que se consideran repudiables o “infieles”. También para vengarse de ofensas al profeta Mahoma o, finalmente, para replicar la intervención militar de países occidentales en los conflictos del Oriente Medio.

Tal calificación concuerda con el concepto de terrorismo adoptado por Naciones Unidas: “actos criminales con fines políticos realizados con la intención de provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en determinadas personas”.

En estos y otros casos semejantes, las autoridades de los países afectados no han considerado la posibilidad de abrir negociaciones con los terroristas; menos aún, les han ofrecido regímenes penales excepcionales; participación en la definición de aspectos centrales de la agenda estatal -el desarrollo rural, por ejemplo-; y asientos en cuerpos colegiados de elección popular, sin que les sea necesario participar en los comicios. Por lo tanto, es inevitable que en Colombia se haya planteado un debate sobre la procedencia de la negociación habanera; o, al menos, de algunas de las concesiones que del hipotético acuerdo provendrían.

Resulta pertinente, entonces, establecer: si las FARC han cometido actos terroristas; la vigencia de su estatus internacional como tales; y las implicaciones de esa calificación para las negociaciones en curso.  

Aunque han sido muchas las atrocidades que la guerrilla fariana ha cometido, no todas pueden considerarse actos terroristas. La voladura de torres de energía, el asesinato de integrantes de la Fuerza Pública en situación de indefensión o la siembra de minas antipersonas, pueden calificarse como crímenes de guerra o de lesa humanidad, lo que es gravísimo, pero no son actos terroristas. Por el contrario, sí lo son el atentado contra el Club El Nogal, el secuestro de los diputados del Valle del Cauca, el asesinato de numerosos concejales y alcaldes, el desplazamiento de poblaciones enteras y un largo etcétera.

Cuentan, pues, con abundantes “méritos” para ser calificadas como organizaciones terroristas, como años atrás lo fueron por la Unión Europea, los Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Perú, entre otros. Supuesto que existe un consenso sólido en cuanto que no se negocia con terroristas, ¿qué implicaciones tiene ese bien ganado estatus frente a las actuales negociaciones?

El proceso de paz nació con los auspicios de la comunidad internacional. Los actos de apertura se realizaron en Oslo. El Acuerdo General que entonces fue divulgado designó a los gobiernos de Noruega y Cuba como garantes, y el territorio de esta como sede de las negociaciones. Venezuela, a su vez, fue nombrada como “facilitador de logística y acompañante” (quizás por aquello de que la “frontera es porosa”).

A lo largo de estos tres años el presidente Juan Manuel Santos ha obtenido el apoyo de muchos gobiernos, incluido el de Estados Unidos, que ha enviado un observador permanente; y asistido varias veces a la Asamblea General de Naciones Unidas para defender, cosechando manifestaciones múltiples de respaldo, su estrategia de paz. El papa Francisco se encuentra en la misma página.

Estos hechos implican, en mi opinión, que el estatus de las FARC como grupo terrorista ha sido declarado en suspenso, sin necesidad de declaraciones formales, por la comunidad internacional. La negociación, por ende, goza de legitimidad externa.

Por lo que se refiere a la dimensión nacional, puede decirse que el resultado de las elecciones presidenciales del 2014 comporta un respaldo político mayoritario al proceso (aunque no necesariamente al resultado). Desde la óptica legal, abundan las normas que autorizan al Gobierno para negociar acuerdos de paz con grupos alzados en armas a los que se reconozca carácter político. Mientras ellas se adelantan, como ahora sucede, quedan en suspenso las órdenes de captura contra los voceros de la subversión que participan en las negociaciones, aunque los procesos penales pueden (y deben) continuar adelantándose, incluidos aquellos que versen sobre actos terroristas. Puede, entonces, concluirse que la negociación tiene, entre nosotros, una base política y legal inobjetable.

Sobre esta plataforma se levantan las opciones políticas que los colombianos tenemos por delante. Para unos, el pasado terrorista de las FARC no tiene perdón o requiere cárcel dilatada y severa; otros dirán que si ese pasado horrendo puede superarse mediante un acuerdo de paz con los enemigos, bien vale la pena aceptar una justicia menos rigurosa.

La resolución de la contienda ciudadana sobre el posible acuerdo hace necesario un plebiscito bien concebido e instrumentado, de modo tal que el veredicto de las urnas goce de amplia aceptación. El proyecto que se discute en el Congreso tiene falencias graves que requieren corrección para evitar que la refrendación de la paz se convierta en un factor de grave división entre los colombianos.

Clamo, pues, porque la votación mínima requerida tenga relación con la votación lograda en las elecciones presidenciales de años recientes –alrededor del 45 % del censo electoral- cifra sustancialmente mayor al 13 % que se propone. Convendría igualmente establecer un diferencial porcentual para que el plebiscito se entienda aprobado; en una materia tan trascendental uno o muy pocos votos no bastan. Y, por último, necesitamos reglas que garanticen equidad entre el Gobierno y la oposición en el uso de recursos y acceso a los medios durante la campaña previa a las votaciones.

jbotero@fasecolda.com