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¿Qué le espera al próximo presidente?

En lugar de tener un sistema de pesos y contrapesos que garantice que cada poder esté controlado, hemos llegado a un sistema de extorsiones cruzadas en que cada quien, para ejercer las competencias y funciones conferidas por la Constitución, necesita del aval condicionado de los demás.

Pedro Medellín Torres, Pedro Medellín Torres
13 de enero de 2018

Aunque ofrezca lo divino y lo humano en la campaña electoral, por más que se comprometa con la salud o la educación, al próximo presidente le va a tocar la tarea más relevante y decisiva: restablecer el orden constitucional que en solo 25 años, un gobierno tras otro, han destrozado.

Y no lo es por las 54 reformas constitucionales que desde el 18 de agosto de 1993 han ido vaciando la Constitución de 1991. El desafío está, sobre todo, en quitar el piso a las prácticas gubernamentales, legislativas y judiciales que, desde los días siguientes a la expedición de la Constitución de 1991, han ido desmantelando el orden constitucional del país.

Me refiero a los centenares de leyes orgánicas y decretos reglamentarios que, desde la Presidencia y el Congreso, se han expedido alterando las reglas del juego constitucional y legal del país. Todo a través de un proceso en que se entregan puestos y contratos a los congresistas a cambio de apoyos a los proyectos de ley presentados por el gobierno ante Senado y Cámara, sin importar si transgredían las normas o no.

Pero lo que parecía ventajoso para ambos, en realidad era el camino a la degradación de la tarea de unos y otros. Para el gobierno, porque lejos de eliminar los obstáculos del proceso legislativo, ha terminado reduciendo el ejercicio de gobernar a una simple labor de administración de intereses de quienes lo apoyan en el Congreso. Y para los congresistas, porque el poder político que le produce la burocracia y el presupuesto de una entidad gubernamental, además de ser temporal, lo ha convertido en un notario de lo que quiere el gobierno.

Es el doble bloqueo que ha distorsionado la elaboración de los presupuestos; inutilizado la planeación del desarrollo; y desconectado el sistema de relaciones entre el gobierno nacional y los gobiernos territoriales. Pero, sobre todo, ha puesto al gobierno en el camino de tener que quebrantar la Constitución y la ley, si es que quiere sacar adelante sus proyectos y compromisos.

Es el drama del poder presidencial. Sus realizaciones dependen cada vez más de las decisiones de los jueces. Y es en esa dependencia, en que aquellos que son independientes e imparciales resultan incómodos e inconvenientes para los gobiernos.

La quiebra del sistema está servida: las decisiones de las altas cortes se han politizado tan rápido como la composición de sus miembros. Las competencias de elección de los magistrados que la Constitución le confiere al Ejecutivo y al Legislativo, antes que asegurar la existencia de un sistema de pesos y contrapesos, se han convertido en un poder político efectivo de unos y otros: para gobernar o para oponerse.

Todo se revela cuando, puesto en la tarea de validar las acciones de quienes lo eligieron, el juez comienza a torcer el cuello de la Constitución y la ley. Es por esa vía que las cortes, para tapar un hueco, tienen que abrir otro más grande, en una espiral de nunca acabar.

Por este camino, el régimen presidencial colombiano se ha fracturado. Para garantizar su gobernabilidad, ha sacrificado el más importante soporte de una democracia: el equilibrio de poderes.

En lugar de tener un sistema de pesos y contrapesos que garantice que cada poder esté controlado, hemos llegado a un sistema de extorsiones cruzadas en que cada quien, para ejercer las competencias y funciones conferidas por la Constitución, necesita del aval condicionado de los demás. Aquí nada es gratis.
Por andar tras la captura de rentas, cada rama del poder público se ha convertido en pequeños lobbies que, como diría Castoriadis, no tienen otra capacidad distinta “de obstaculizar eficazmente toda política contraria a sus intereses reales o imaginarios”. Y no le interesa nada distinto.

Es el régimen que le espera al próximo presidente.

Pero no se trata de prometer acabar con el clientelismo o con el sistema de favores. Eso es irreal e iluso. Tarde o temprano, el próximo gobierno tendrá que asumir la tarea de restablecer las reglas de juego político y constitucional. Las que delimitan el campo en que cada quien debe moverse. Alguien dijo que el próximo debe ser el gobierno de la transición. Y tiene razón, pero es la transición hacia el régimen de la Constitución y las leyes.

*Profesor universitario

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