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Petro, por ahora

Él no vino a la Alcaldía para ejercer el cargo de una manera neutral y aséptica. Vino a hacer política, y, más exactamente, agitación política.

Antonio Caballero
12 de enero de 2013

Al permitir la elección minoritaria de Gustavo Petro a la Alcaldía de Bogotá por no habérsela jugado en serio por uno solo de sus propios candidatos, las clases dominantes esperaron que él, en agradecimiento, gobernaría con buena letra, sin exageraciones: ya les había hecho el favor de dividir al Polo, y creyeron que además se dejaría ayudar, manejar, y tal vez corromper. No esperaban que viniera a hacer la revolución.

Cuando se puso en esas, se escandalizaron: “¡Nos va a arruinar!” (Las revoluciones arruinan, en efecto).

Sin embargo, los proyectos declarados de Petro no eran fácilmente atacables desde la corrección política de centro que impregna la política colombiana a la vuelta del péndulo de los ocho años de uribismo. Ni el agua subvencionada para los estratos bajos, ni la densificación vertical de la ciudad, ni la traba a la urbanización de la Sabana, ni la terminación de los contratos privados leoninos en los servicios públicos. Ni siquiera la proscripción arbitraria de las populares corridas de toros sobre el argumento, falaz y peligroso, de que los placeres de las élites conducen a Auschwitz. Petro, con elocuencia demagógica (casi todas las elocuencias lo son) y populista (ídem), no se presentaba como un alcalde eficaz, sino como el adalid de los pobres. Equidad, justicia social: otro tanto proclaman el presidente Santos y sus ministros de Hacienda. Los recicladores, los pobres caballitos, las niñas y los niños, los toritos muertos, su propia perrita Bacatá recogida de la calle: la política del Amor: ¿quién se va a oponer a tanta belleza? Por eso, ante la más leve crítica, Petro puede mostrarse  como un perseguido político empujado hacia el cadalso. Así, sus enemigos (que los tiene, por supuesto, aunque no lo sean por mafiosos y corruptos, como asegura él) se ven maniatados para atacar su políticas y solo pueden criticar sus métodos. El despotismo: es un tirano. Y la incompetencia: no es un administrador. 

Sobre el despotismo, de acuerdo. Ese es su talante. Quien lo definió como déspota fue uno de la docena de cercanos colaboradores que en solo un año se le han ido: secretarios, consejeros, gerentes de empresas públicas, mientras la ciudad se atasca y se desbarata al grado de sus caprichos de emperador romano: tranvías, metros pesados o livianos, teleféricos, TransMilenios, colegios por concesión o sin ella, basuras, renovación de contratos, improvisaciones, ocurrencias. Y su tendencia a gobernar su grey por Twitter, como el papa Ratzinger, que rezuma desprecio hacia la inteligencia de sus gobernados: en 140 letras no cabe ni siquiera la publicidad.

En cuanto a la incompetencia gubernativa de Petro, hay que reconocer que salta a la vista. Pero él no vino a la Alcaldía para ejercer el cargo de una manera neutral y aséptica, como un ejecutivo eficiente con capacidad gerencial medida en términos de lucro capitalista. Vino a hacer política, y, más exactamente, agitación política. Para eso sus instrumentos son, como dije más atrás, la demagogia y el populismo asistencialista, para excitar con ellos la lucha de clases; o más bien –pues estamos en Bogotá– de estratos: con el estrato cero de los zorreros recicladores de basuras como fuerza de choque, tal como puedo verse la noche de la encerrona en las oficinas del acueducto ante Gina Parody. Petro, apóstol de los humildes y, tal como él mismo se define, “altivo ante los poderosos”, no busca la conciliación ni la colaboración, llevando las contradicciones a su extremo, hasta la ruptura. O al revés,  como en el episodio de las basuras, al “paso atrás” que reconoció cuando tuvo que renegociar los contratos con los mismo operadores privados que había denunciado como mafiosos y abusadores. Pero al paso atrás, en su retórica, le sumó “veinte pasos adelante”: diez veces mejor que Lenin en sus tiempos. Solo que a Petro le falta la herramienta esencial que tuvo Lenin: un partido. Destruyó lo que quedaba del Polo, y su ala de ‘progresistas’ es una pequeña montonera. 

Es posible que esos dos instrumentos de la demagogia y el populismo, financiados por los contribuyentes bogotanos, terminen por darle a Petro la base política necesaria para lanzarse a la Presidencia, como muchos temen: los mismos que le critican el no ser un alcalde serio sino un alcalde populista y demagogo. Pero eso es lo que él desea, y esos son los instrumentos que ha escogido. Por eso, vista desde su propio ángulo, la búsqueda de firmas para una revocatoria que se ha emprendido contra él no puede sino favorecerlo: lo señala de nuevo como la víctima de las oligarquías (o, ya que estamos en Bogotá, de los estratos cinco y seis).

Y si por algún milagro triunfa la revocatoria, o por algún enredo la Procuraduría decide destituirlo, Petro podrá decir como su amigo Hugo Chávez después de su tentativa fallida de golpe contra Carlos Andrés Pérez: que es un paso atrás “solo por ahora”.                                      

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