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Póquer sangriento

Santos está obligado a disolver la llamada Unidad Nacional, a redefinir sus aliados y a profundizar las reformas sociales.

León Valencia
30 de junio de 2012

Se vino al suelo la coalición de gobierno y se está viniendo al suelo la reelección de Juan Manuel Santos. Y para nadie es un secreto que Álvaro Uribe, con gran influencia en la opinión y con un poder nada despreciable en las regiones, está al acecho y es implacable. Si Santos quiere sobrevivir, está obligado a actuar con rapidez, con audacia y con energía en los dos frentes: en la reforma de su gobierno y en asegurar que a Uribe le cobren en las encuestas la cadena de escándalos que rodean a su familia y a su gestión.

Santos puso en marcha la Unidad Nacional y montó una mesa de partidos con la buena intención de transformar la política y de asegurar la gobernabilidad como el bien más preciado de las democracias en estos momentos de gran inestabilidad política en el mundo. Le oí la explicación en un evento internacional que convocó el gobierno para celebrar el primer año de la coalición y para discutir sobre este tipo de experiencias en América Latina.

Tuvo la ilusión de que podría concertar en la mesa nacional de los partidos la agenda legislativa y las estrategias de gobierno. Que podría desarrollar un acuerdo programático –con consecuencias burocráticas, claro está– para sacar al país de la agenda de seguridad y meterlo en la agenda de prosperidad. Es decir, modernizar el Estado, aprovechar los enormes recursos de la minería y el petróleo para dar un salto económico, impulsar reformas sociales y conquistar un liderazgo internacional.

No sirvió para eso la mesa de unidad. Como se vio de manera dramática en la reforma a la Justicia, los voceros de los partidos no tienen mando sobre las bancadas. Hasta el punto de que el presidente del partido de La U votó en contra la conciliación y la mayoría de sus copartidarios votaron a favor. Y en el Partido Liberal los conciliadores pactaron las fórmulas a espaldas de su jefe y este ni siquiera las leyó. Otras iniciativas como la Ley de Víctimas y el marco legal para la paz salieron mediante largas transacciones, no exentas de gabelas, entre los parlamentarios y los ministros. Pero la farsa mayor ha sido la presencia en la coalición de los parlamentarios ligados a Uribe. Mientras su jefe desarrolla una feroz oposición, ellos declaran públicamente su pertenencia al gobierno y socavan de manera soterrada sus iniciativas.

Santos, desde luego, no es nada inocente. Ha transado a conciencia. Creyó que sus dotes de jugador frío y calculador le permitirían negociar con unos y con otros, aislar a Uribe y realizar un gobierno tranquilo. Se estrelló contra las mañas centenarias de una clase política difícil de redimir o de controlar. Ha quedado al desnudo ante la opinión pública. Esta, parapetada en las redes sociales y ayudada por los medios de comunicación, se levantó primero contra la reforma a la Justicia y ahora le cobra en las encuestas el rumbo errático de la llamada Unidad Nacional.

La solución temporal del presidente se asemeja al final de la partida en un póquer sangriento. Con la carta tapada de las objeciones enfrentó al Congreso y logró el hundimiento de la reforma. Pero la crisis está lejos de resolverse. Santos está obligado a disolver la llamada Unidad Nacional; a redefinir sus aliados, apoyándose en las fracciones políticas verdaderamente solidarias con su proyecto; a tramitar sus relaciones con el Congreso de modo directo, y a profundizar las reformas sociales y la política de reconciliación y paz. Así y solo así logrará instalar en el imaginario nacional una agenda distinta a la de seguridad.

Pero hay otra tarea ineludible. Santos tiene que contribuir a la realización de un severo juicio político al gobierno de Uribe en puntos claves como la corrupción y las graves afrentas a la democracia, a los derechos humanos y a la integración regional. No hay otra manera de impedir que las fuerzas uribistas se aprovechen de las debilidades, los tropiezos y los errores del mandato en curso para regresar al poder. La impunidad política y social de Uribe es la tumba de Santos, pero también es el dique de contención de la izquierda civilista y democrática.

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