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'Post coitum, Laetitia'

Como casarse con una modelo era demasiado, el príncipe heredero tuvo que optar por una presentadora de televisión

Semana
23 de mayo de 2004

Para cuando este artículo salga el príncipe heredero y su novia, Letizia Ortiz, ya se habrán casado. Por supuesto les deseo que tengan muchos hijos, que sean felices y que coman perdices. Lo que me parece triste de todo esto es que ese asunto privado del matrimonio entre dos jóvenes de allá se haya convertido en un reality de tanta importancia mediática en las repúblicas de acá. Y quiero subrayar la palabra república, que no es una palabra neutra, sino que indica, precisamente, un tipo de gobierno que surgió en oposición al sistema monárquico, del cual estas nupcias son un residuo más o menos caricaturesco, pero residuo en todo caso.

A los monárquicos a la antigua -tipo Álvaro Mutis, que esta vez no asiste- no les gustan las bodas entre un príncipe y una plebeya. Al fin y al cabo ellos creen que mi Dios escogió a algunas familias de la tierra para que por derecho divino y de sucesión lineal (preferiblemente masculina) nos gobernaran a todos los demás. Entonces una mujer que no es de sangre azul, divorciada, con buenos genes de clase media asturiana y no con las degeneraciones endogámicas -idiotez, hemofilia, daltonismo, bobada- de la realeza europea, les parece muy poco digna de llegar a reina. No así a las personas comunes y corrientes, que ven este espectáculo (en el que los poderosos de toda Hispanoamérica desfilan disfrazados de caballeros y damas antiguas) como el ascenso feliz de la nieta de un taxista al título de casi reina de España. Algo a mitad de camino entre la telenovela y el reinado de belleza.

Esto es lo mejor de este matrimonio que los medios nos han metido por ojos, nariz y boca, y quizá lo único que se puede celebrar: que Letizia sea bonita y no sea tonta, que le calle la boca al príncipe delante de la prensa, que haya vivido sola en un apartamento de 80 metros cuadrados, que haya trabajado duro y que se haya casado antes por lo civil con un profesor de literatura y después haya cohabitado con un colega. Que una mujer libre, típica hija del destape español, logre cazar a un príncipe es mucha gracia en una península todavía parcialmente anclada a un catolicismo mojigato de corte decimonónico. Y su belleza, mandíbula y estatura promedio les convendrá mucho, como contrapeso, a los genes Borbones, prognatas desde los tiempos de Velázquez.

Claro que ya los ceremoniosos jefes de etiqueta han conseguido en parte desbaratar la imagen anterior de la novia, y le quieren cambiar hasta la ropa. Después de ponerse vestidos lanzados -como copiados de su tocaya modelo Laetitia Casta- que realzaban sus atributos, ahora los asesores de imagen le han recetado unos sastrecitos grises de supernumeraria del Opus Dei, de esos que a duras penas dejan ver una parte de la pantorrilla, y el escote, antes muy hondo, ahora le termina donde los hombres tenemos la manzana de Adán. Sólo le quedan unos tacones con agujas de 15 centímetros, pero eso es solamente para que no se vea enana en la foto, al lado del gigante.

¿Y por qué un republicano al que le parecen ridículas estas cosas sabe tantos detalles del matrimonio del príncipe? Por motivos profesionales: una emisora me pidió que analizara el fenómeno sociológico de la trascendencia que se les da a estas tonterías en Latinoamérica. Me tocó estudiar frivolidades. Recordar que siempre nos han gustado incluso los entierros de los grandes y ricos (recuerden el de Lady Di). Y en las revistas rosa aprendí que el príncipe de Asturias sentía desde siempre más predilección por las modelos que por las nobles de Europa, con lo cual queda claro que heredó el gusto de su padre, ojialegre como pocos.

Pero como casarse con una modelo era ya demasiado, el príncipe heredero tuvo que optar por una presentadora de televisión, lo cual es algo así como una modelo más presentable. Lo interesante de esto es constatar que hasta en aquellos que se creen distintos por herencia lo que sigue mandando es un instinto oscuro y antiguo de reproducción, y poco más. Doña Letizia pasará de su cabaña de 80 metros a un palacete de cuatro millones de euros pagado con los impuestos de los sumisos súbditos españoles. Y allí el matrimonio, se supone, se consumará; sin transmisión en directo esta vez. Lo único que podemos imaginar es que al final el príncipe ya no dirá, como los padres de la Iglesia, "Post coitum, tristitia", sino que exclamará todo lo contrario, exaltado: "¡Post coitum, Laetitia!". Espero que les dure la felicidad.

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