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Cortarle la cabeza a la paloma

Hay que preguntarse si un sistema económico que beneficia los intereses políticos de un capitalismo arrasador podrá sacar a varios millones de colombianos de la pobreza.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
11 de abril de 2018

La paz no puede definirse a partir del silencio de los fusiles. La paz es, desde lo estrictamente lingüístico, un concepto abstracto. En su primera acepción, el DRAE hace referencia a ese “estado en el que no hay guerra ni luchas entre dos o más partes”. Siempre he creído que a esta definición le falta algo, pues mientras exista desigualdad, inequidad y hambre será casi imposible hablar de paz. No importa si la guerrilla desaparece hoy de la faz de la Tierra y la economía del país se dispara como una bala. No importa porque ser rico en medio de una enorme población hundida hasta el cuello en la pobreza no nos hace superiores sino imbéciles con plata. Lo anterior lo explica de la manera más directa posible el profesor David S. Landes en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones (2000), en el que afirma que ningún país del mundo, a lo largo de la historia, ha alcanzado su desarrollo pleno sin antes haber superado el problema del hambre.

El hambre es, pues, el centro de cualquier debate sobre el desarrollo de una nación. Los abuelos solían decir que “saco vacío no para” y “estómago ansioso, ruge”. Ningún modelo económico que no se comprometa con ponerle fin a esos grandes problemas sociales que matan generaciones de niños y jóvenes por negligencia estatal, puede calificarse de exitoso. Las razones: la muerte y la miseria no entran en el estándar social de lo que un Estado en desarrollo y sus administradores podrían calificar de una acción sobresaliente, que es al final el contenido semántico de la expresión éxito.

Este no radica entonces en que las exportaciones del país alcancen récords inigualables en un trimestre, o que el capital extranjero llegue a suelo colombiano en altos porcentaje en un año si 30 millones de ciudadanos, de los casi 50 que cubren la geografía nacional, viven en la pobreza, y más de la mitad sobrevive con un salario de miseria. Recordar esta realidad tangible que parece insuperable no tiene nada de populismo, y no lo tiene porque hasta ahora el país ha sido gobernado por la misma elite política desde que nos convertimos en república independiente. Insultar con palabras soeces a quienes intentamos mostrar esa otra realidad que, por lo general, se busca ocultar desde los centros de poder, es distorsionar las razones del atraso, es hacernos ver como el país de la felicidad cuando la verdad es que vivimos en la nación de la perversidad, del político mafioso, del atracador de cuello blanco, de las fuerzas oscuras que asesinan a todo el que se les opone y del sarcástico lema “el vivo vive del bobo”. En otras palabras, el país de los camanduleros, de la godarria que va todos los domingos a misa pero que le importa un carajo las necesidades del que se sienta a su lado en la homilía.

No hay peor ciego que aquel que no quiere ver, reza un adagio. Pero es mucho peor el que, pudiendo ver, solo alcanza a vislumbrar el sucio en el ojo del vecino e ignora la viga que atraviesa el suyo. Es esa argucia la que nos permite criticar a algunos países de la región como si el nuestro fuera el paraíso, un paraíso donde extensas zonas del territorio nacional viven al garete, sin la presencia de un Estado que los represente, como dice la Constitución Política Nacional, sin un centro de salud donde se puedan recibir los primeros auxilios en caso de necesitarlos, sin un sistema de agua potable ni mucho menos de alcantarillado, con carreteras que parecen trochas y sin muros de contención que eviten ser arrastrados por la caudalosa corriente del río, o del arroyo, en la eventualidad de que las torrenciales lluvias lo desborden.

Hay una frase que se le adjudica a monsieur Flaubert y que Vargas Llosa rescata en alguno de sus ensayos y que define el ostracismo mental de algunos pueblos: “Solo los idiotas son felices”. Quizá porque la felicidad no es un patrón universal como tampoco lo es el éxito. Es la excepción de la regla, “la pasión no correspondida”, la razón por la cual “desarrollo y pobreza” son incompatibles, como lo define Landes, así como el erotismo solo es posible ante la belleza, según Bataille.

Es sabido que los argumentos no se debaten con insultos sino con otros argumentos. Es sabido que los prejuicios suelen ser, en muchos casos, más fuertes que las razones de los argumentos, pero la gente suele seguir golpeando el metal frío con la esperanza de doblegarlo. Dudo mucho que un sistema económico y político neoliberal, que beneficia los intereses del capitalismo salvaje, pueda sacar de la pobreza a 30 millones de colombianos, ya que este es garante de la teoría de la acumulación, y considera que invertir en los pobres es, como lo afirmó un diputado antioqueño, “echarle perfume a un bollo”. Es decir, una mala inversión, o una plata perdida.

Quizá esto explique por qué nuestro país es el segundo, según un informe del Banco Mundial, más desigual de América Latina, y el tercero del mundo, según otro informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), superado solo por países como Haití y Angola, cuyos PIB son 17 veces inferior al nuestro.

Ese golpeteo sobre el hierro frío ha empezado a calentar el metal. La gravedad del asunto no radica en que un organismo del Estado, o un alto funcionario del mismo, publique un informe o salga ante los medios de comunicación a asegurar que un ciudadano que reciba un salario de 300.000 pesos mensuales no es pobre. La gravedad del asunto es encontrar a un grupo de colombianos que se crea semejante falacia.

El circo es bueno por momentos. Pero si pasamos mucho tiempo en este, terminaremos creyendo que el circo es la vida y no un momento excepcional de esta. Y solo así es posible creerse el cuento de que este país de católicos recalcitrantes, políticos tramoyeros, de expresidentes cuyos hijos se hacen multimillonarios exportando manillas de colores, va a volverse socialista de un día para otro. Pero peor es creerse la fábula de que un acuerdo de paz con una guerrilla obsoleta vaya a ser motivo para entregarle las instituciones del país. Primero, les recuerdo, hay que quitárselo a las 40 familias que lo administran desde hace muchísimo tiempo y que lo tienen sumido en esa profunda pobreza que todos conocemos.

Twitter: @joaquinroblesza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Magíster en comunicación

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