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A tumba abierta

Como todo caudillo, bueno y malo, (y eso es cuestión de gustos y de puntos de vista), Chávez no deja tras su desaparición una obra sólida, sino un gran desorden.

Antonio Caballero
19 de enero de 2013

Ahora que se muere el comandante Hugo Chávez, a pesar de los ocultamientos, vale la pena sacar una vez más del cajón, como lo hizo el propio Chávez tanto simbólica como literalmente, a Simón Bolívar.


En este continente todos han querido ser Simón Bolívar. En primer lugar sus sucesores inmediatos, que procedieron a destruir su obra: Páez en Venezuela, Santander en Colombia, Flores en el Ecuador. Y a continuación, una o dos docenas: hasta el mediocre Gustavo Rojas Pinilla se hizo llamar en Colombia durante su dictadura “nuestro segundo libertador y padre”. Pero todos han sido solo una caricatura de Bolívar: es decir, caudillos sin ambición distinta de la de parecerse a Bolívar. Y que no entendieron que la ambición que a él lo movía no era la de parecerse a alguien más –a Napoleón, por ejemplo- sino la de ser más grande que sí mismo: la de ponerse él al servicio de una causa que sobrepasaba a su persona, y que era la libertad de América. 

(Escribió el general De Gaulle, hablando, en su caso, de otra cosa, que “ser grande es abrazar una gran causa”).

Venezuela ha sido desde la independencia (la de Bolívar) un país de caudillos y de incesantes cuartelazos y golpes de Estado. Con Chávez ha habido dos, e incluso tres: uno abortado, el que intentó él contra Carlos Andrés Pérez ; otro fallido a los dos días, que dieron contra él en 2002; y este tercero que está en curso durante su agonía en La Habana y se da sigilosamente, fingiendo que no existe falta absoluta del presidente para que no sean convocadas elecciones. Un país, digo, de caudillos. Pero ninguno, ni Páez, ni Guzmán Blanco, ni Juan Vicente Gómez, tuvo nunca la ambición necesaria para intentar ser más grande que sí mismo; para usar el poder para algo distinto del mero uso del poder. Con excepción de dos: a mediados del siglo XX Rómulo Betancourt, y a principios del siglo XXI Hugo Chávez. Son los dos únicos hombres de Estado de dimensiones históricas que ha dado Venezuela desde... –sí: desde Bolívar. Y no porque se parezcan en nada sus respectivas visiones políticas, sino porque son visiones : lo que ve quien puede ver más allá de su narices. En el caso de Betancourt, la instauración real de la democracia en Venezuela (y en América). En el de Chávez, la construcción de lo que él llamó “socialismo del siglo XX” y, para ampliarlo también al continente, apellidó “Bolivariano”. En los tres casos – Bolívar incluído– la pretensión de cambiar de verdad el estado de las cosas.

Lo cual no es fácil. Ya señalé más arriba que la Gran Colombia soñada por Bolívar se deshizo sin gloria en las manos de quienes él mismo, premonitoriamente llamó “tiranuelos imperceptibles de todos los colores”. Y en los casi dos siglos transcurridos desde entonces no se puede decir que la libertad de América, sometida a otros imperios sucesivos, haya sido un éxito. La democracia por la que luchó toda su vida Rómulo Betancourt –y aquí habría que empezar por definir con alguna precisión esa vaga palabra de ‘democracia’, casi tan vaga como la de ‘libertad’ – se corrompió prontamente entre los negociados y los escándalos de los grandes partidos de Venezuela, adecos y copeyanos. Y de la exasperación social ( y militar) resultante surgió el chavismo, inspirado en la palabra más vaga todavía de ‘socialismo’: tras la palabra, de nuevo, el recurso al caudillo. Y sin esperar siquiera el anuncio de la muerte física de Chávez ya ese chavismo se está diluyendo por dentro.

Como todo caudillo, bueno o malo ( y eso es cuestión de gustos o de puntos de vista), Hugo Chávez no deja tras su desaparición una obra sólida, sino un gran desorden. Para empezar deja la desunión de sus herederos, que solo mantienen un frente común al amparo de la ficción cada día menos creíble de la supervivencia milagrosa de su jefe. Pero también en esto vale la pena esculcar el cajón de muerto de Simón Bolívar, quien dejó escrito en su última proclama que su deseo final era el de que su muerte “contribuyera a la unión”.

Como es sabido, ese deseo tampoco se cumplió. Había dicho Bolívar:
–Aré en el mar... 

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