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UN INTRUSO EN EL PARAISO

Semana
18 de julio de 1983

Nos gusta pasarnos todos los días un rato por la Galería Quintana (a pocos metros de las oficinas de SEMANA) y quedarnos ahí parados mirando alrededor nuestro ese caleidoscopio vivo y mágico que son las obras expuestas de Obregón "Sensualidad milagrosa que desemboca, por momentos en un chisporroteo que es puro júbilo" como dijera Juan Gustavo Cobo, es, en realidad, lo que llena ese lugar. Se nos van los ojos en ciertos rincones de esos cuadros, y siempre discutimos cuál es el más fascinante de los remolinos de plumas, palos, espinas, gusanos de luz, pétalos y partículas, mágicamente amontonados y sorpresivamente disparados en alguna dirección. Especulamos sobre cuál de ellos es el ombligo de cada cuadro, el eje inicial que dió lugar a los demás. Nos gusta pensar si el pintor, al poner en cierto lugar una mancha de violeta intenso, o de azul eléctrico, sabria, que era justamente con esa que iba a lograr hipnotizarnos, si también él opinaría que es esa y no otra la clave del resto del cuadro el trazo que queda resonando en el cerebro.
Nos gusta pensar en el autor de todo eso como en un creador arrebatado que se inventa los mejores animales y las plantas más extrañas para ponerlas en su paraiso. Peces que estallan de luz, enormes toros de sombras, pajarrácos inverosímiles.
Hay algo, sin embargo, que inquieta y produce desazón. Es ese extraño que a veces se entromete, esa criatura estereotipada e inmóvil, medio desdibujada y tristemente irrelevante que es la figura humana de los cuadros de Obregón. Hay algo particularmente molesto en los arcángeles (se salvan sus alas, que si son gloriosas), en las "ángelas", en los conquistadores, en la India Catalina y en todos los demás. Su triviliadad es ajena a ese mundo dinámico e intenso. Parecen más apropiados para cuaderno de estudiante de colegio femenino, y tienen una horrible semejanza con esas "monas" de ojazos tristes, pestañas crespas y nariz respingada que pintan obsesivamente las adolescentes durante las clases más aburridas. Los muñequitos falsos y sin energía de Obregón parecen prestados cada vez que se atreven a asomarse por sus cuadros.
A nosotros nos alegra pensar que cualquiera de las mojarras o de las plantas trepadoras de los come vivos, y ver el desprecio con que los miran los cóndores. Pero ellos ni cuenta parecen darse, y los ángeles siguen poniendo mirada lánguida y las ángelas dando brinquitos ilusos en medio de esas fieras magnificas que los ignoran porque los saben superpuestos y prescindibles en su paraíso.
Al salir, nos golpea la realidad por desteñida. De regreso a la oficina hablamos de lo conveniente de que algún ángel bíblico expulse a los deficientes seres humanos que se han colado en esos cuadros, o de que Obregón se anime por fin a sacudirlos con un soplo de vida

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