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Viviendo con el enemigo

Así como estamos pensando en nuevas maneras de resolver problemas como los de alimentación y vivienda de las poblaciones más vulnerables, necesitamos pensar también en nuevas maneras de abordar la violencia íntima.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
27 de marzo de 2020

Una de las tareas más importantes de las feministas en estos días de cuarentena ha sido recordarnos de la magnitud del problema de la violencia de pareja e intrafamiliar para que incluyamos esta preocupación entre las muchas que merecen nuestra atención durante la cuarentena. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Demografía y Salud de 2015, el 31,9% de las mujeres casadas o en unión han sido víctimas de violencia física por parte de sus parejas; lo que sabemos desde principios de marzo, es que en China se triplicaron las llamadas denunciando violencia doméstica durante el período de cuarentena.

La reacción inicial en Colombia frente a este llamado de atención ha sido  fortalecer los sistemas por los que se reciben denuncias para que no colapsen cuando las mujeres empiecen a llamar. Se ha insistido de varias maneras que se anime a las personas para que llamen a denunciar a sus agresores.

Tengo que decir que por lo que sé de este tipo de violencia, llamar a denunciarla no es una medida adecuada. Lo que importa es lo que viene después de la llamada; las medidas que se pueden adoptar para ayudar a la víctima o víctimas. Lo otro que sé, es que hemos confiado más de lo que deberíamos en resolver el problema con medidas de alejamiento: llevar a las víctimas a albergues o llevar a los agresores a cárceles.

En momentos en los que tenemos importantes limitaciones en las capacidades de las viviendas y las cárceles ya no sólo esta hacinadas sino amotinadas ante la amenaza del coronavirus, ¿Qué podemos ofrecerles a las personas que van a estar sometidas al estrés de vivir con su enemigo?

Así como estamos pensando en nuevas maneras de resolver problemas como los de alimentación y vivienda de las poblaciones más vulnerables, necesitamos pensar también en nuevas maneras de abordar la violencia íntima. Porque no es que Colombia esté atrasada en su aproximación legal a la violencia; en una revisión de la legislación de más de 20 países representativos de diferentes aproximaciones, culturas jurídicas y niveles de desarrollo, encontramos que hay una receta de medidas que se replica globalmente con pequeñas adaptaciones locales. Se impone un fortalecimiento de los poderes de policía, el enfoque centrado en la protección de la víctima, y medidas de alejamiento del agresor.

En algunos países se han creado funcionarios especializados, de policía, como en Colombia, o judiciales, como en Brasil. En unos países se permite imponer penas de arresto a los agresores sin que se dé una decisión judicial, en otros países se ofrece a las víctimas asistencia para que participen en el proceso penal.

En general, sin embargo, se sigue contando con que la policía logrará mantener alejado al agresor y que pondrá especial atención a los llamados de la víctima. El alejamiento del agresor se logra o bien ubicando a las mujeres en albergues o refugios o bien imponiendo una pena de cárcel al agresor.

Ayer en una conversación con una amiga le mencioné que tal vez deberíamos pensar en enviar a los agresores a hoteles ante la crisis carcelaria. Hoy me encontré que en Australia un gobierno local decidió invertir una parte del presupuesto asignado a refugios y albergues para mujeres y niños en pilotear un programa que provee vivienda a los agresores y les ofrece programas relacionados con el manejo de sus emociones y cambios de comportamiento.

Esta alternativa se defendía frente a las críticas que han recibido las medidas centradas en las víctimas por el impacto en sus ingresos y en sus redes familiares y sociales. Ciertamente no deberíamos recompensar a los agresores en tiempos de crisis, pero si vamos a insistir en el alejamiento, y las cárceles no son una opción, no deberíamos seguir pensando que son las víctimas las que tienen que asumir los costos.

Otra solución en la que pensé es en la de buscar a las víctimas de violencia en lugar de esperar a que sean ellas las que llamen. Hay varias maneras en las que esto se hace en otros países. En Inglaterra, por ejemplo, se ha invertido una cantidad en entrenar a los médicos y otros profesionales que actúan como “primeros respondientes”, los profesores de los niños en los colegios son un ejemplo, para identificar las señales del maltrato y registrarlas para hacer un seguimiento más cercano de estos casos.

Las guías sobre violencia doméstica son claras en establecer que todos estos profesionales deben seguir cuidadosamente protocolos de confidencialidad de la información y entender los riesgos de divulgar indebidamente la información, pero también deben proporcionar información acertada sobre rutas de ayuda y recursos de apoyo.

En una situación como estas tal vez podríamos acudir a estos primeros respondientes para que también puedan alertar a las autoridades sobre estudiantes, pacientes o usuarios (en el caso de las Comisarías de Familia) que podrían estar en peligro. En Colombia los sistemas de registro de información son precarios y están fragmentados, pero aún así la información está ahí y podría servir que los terceros que la tienen a su alcance puedan hacerla llegar a las autoridades correspondientes.

Finalmente, sería importante detectar si alguna porción de los agresores tiene trastornos mentales no diagnosticados o no tratados y proceder a realizar los diagnósticos y tratamientos. Encontré que existe una gran controversia sobre los efectos de medicamentos sobre la agresión; particularmente un estudio del Centro Nórdico Cochrane mostraba que los estudios sobre la relación entre antidepresivos y agresión apoyan la idea de que estos medicamentos pueden disparar agresiones en pacientes diagnosticados con depresión. Más bien, en línea con la estrategia anterior, en España se ha sugerido poner atención a la relación entre mujeres víctimas de violencia doméstica y uso de antidepresivos.

En este país, se encontró que alrededor de la mitad de las mujeres que sufren violencia doméstica toman antidepresivos y se ha sugerido que los médicos que tratan esta enfermedad tengan presente esta condición como potencial indicador de una situación de violencia. Conclusiones similares presentaron algunos médicos chilenos frente a las cifras de la Encuesta Nacional de Salud de 2019 que mostraron que el 25,7% de las mujeres chilenas manifiestan signos de depresión, frente a solamente un 8,5% de los hombres chilenos.

Me parece que la información disponible sobre respuestas a la violencia nos muestra que no hay mucho que se haya ensayado que pueda dar resultados en situaciones como la que estamos. Pero al igual que con otros problemas que hemos aplazado resolver, este necesita que urgentemente ensayemos nuevas estrategias para abordarlo. Ni podemos confiarnos en que lo que tenemos funciona, ni podemos resignarnos a que no hay nada que pueda hacerse.

 

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