Home

Columnas

Artículo

OPINIÓN

Deseo, política y Almodóvar: una columna de Pedro Adrián Zuluaga

“Renuevo mi gratitud con Almodóvar; de sus películas aprendimos que la mayor libertad moral es la de elegir según el deseo”.

Revista Arcadia, Pedro Adrián Zuluaga, Sara Malagón Llano
29 de octubre de 2019

Este artículo forma parte de la edición 168 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista

Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales y las trans nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínas, ya había reivindicado el derecho a inventarnos a nosotras mismas”. Con estas palabras, pronunciadas en español y en medio de sollozos, Lucrecia Martel celebró en el pasado Festival de Cine de Venecia el legado de Pedro Almodóvar. El discursi (como lo llamó el escritor Juan Cárdenas) de Martel, en la entrega del León de Oro honorífico al cineasta español, sacudió mis cimientos; yo también lloré. La elocuente cursilería de la cineasta argentina fue la condición para reconocer mi historia como espectador de un cine que habló con atrevimiento en mi lengua, y que osó nombrar sin vergüenza un deseo, el mío, que creía reservado para la oscuridad de las catacumbas.

En la década de los ochenta y los primeros años noventa, cuando empezamos a ver el cine de Almodóvar, los gais colombianos reptábamos en un lenguaje encriptado, mezcla de disimulos y sobreentendidos. De esos corsés sus películas nos liberaron. Gracias a su genio, quienes no pertenecíamos a las élites emancipadas encontramos un repertorio cultural distinto a la lectura en clave maricona de los melodramas televisivos, el star-system cinematográfico o las canciones de Juan Gabriel y Miguel Bosé. Ya no precisábamos de un escenario para que lo gay se expresara. Podíamos existir más allá de la rebeldía provisional –y delegada en otros– del espectáculo, y ocupar la realidad. Contrario a las lecturas solitarias de Proust o Genet, tan lejanos culturalmente, las primeras y sucias peliculitas de Almodóvar eran una alegría que se podía compartir socialmente; nos susurraban una dulce promesa: la muerte y la soledad no eran nuestro fatal destino.

Cuando en 1985 apareció la adaptación de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, ya teníamos herramientas para considerarla una mojigata. La luminosa libertad del homosexual Miranda, Sherezade moderna imaginada por Puig, que se recrea contándole películas al militante de izquierda que es su compañero de celda, palidece en el filme del brasileño Héctor Babenco. Fue el precio que la película tuvo que pagar para conquistar Cannes y los Oscar, que premiaron a William Hurt como mejor intérprete masculino. En 1993, Fresa y chocolate repitió el motivo narrativo de la amistad entre un homosexual y un militante político (que luego va a modelar también la novela Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel). La película, adaptada de una novela corta de Senel Paz, se estrenó en medio de la crisis económica e ideológica de Cuba –el Periodo Especial–, en plena debacle del bloque soviético, y fue recibida como la valiente autocrítica a la revolución por parte de uno de sus mayores artistas: Tomás Gutiérrez Alea.

Si en los años noventa Fresa y chocolate resultó tímida como representación de la homosexualidad cubana, a los ojos de hoy es aún más insatisfactoria. “Yo pienso en machos cuando hay que pensar en machos”, le dice Diego a David, el joven militante comunista que cuestiona la obsesión de los gais con el sexo. Pero no es el sexo de Diego el que le importa a Gutiérrez Alea. La desinhibición moral e ideológica del homosexual es solo el medio por el cual David supera su rigidez y conservadurismo. El homosexual nunca folla, pero, en cambio, la película abre y cierra con los actos sexuales de David. Diego, entre tanto, abandona la isla. Ni su arte ni su deseo se ganan un lugar. La película menciona la crueldad del régimen con los homosexuales, aunque la presenta como errores aislados que se deben corregir, algún día, y no como lo que fue: una homofobia estructural que deslegitimó a la revolución.

Una mujer fantástica (2017), del chileno Sebastián Lelio, también cosechó premios y consenso, entregando el protagonismo a una trans bella, culta, controlada y autónoma, que ha incorporado los valores de la feminidad ideal. El realizador Andrés Ardila manifestó en una proyección reciente de Fresa y chocolate en la Cinemateca de Bogotá: “Parece que la única forma de que los homosexuales existamos [y seamos aceptados] es siendo excepcionales. Buenos hijos, buenos hombres [o mujeres fantásticas], excelentes artistas”. Es, claro, una sutil y nueva forma de opresión. Por eso renuevo mi gratitud con Almodóvar; de sus películas aprendimos que la mayor libertad moral es la de elegir según el deseo. En su discurso en Venecia dijo que su cine era un producto de la democracia española. Así fue, elevó el deseo a categoría política.

Lea todas las columnas de Pedro Adrián Zuluaga en ARCADIA haciendo clic aquí