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Cristina Bendek, columnista de Arcadia.

The Searchlight

Medidas de caos

Estoy en Berlín, son las cuatro de la tarde de un domingo y, en una actitud que aquí es muy atípica, un vecino ha decidido escuchar música a todo volumen, una música horrible...

Cristina Bendek
29 de octubre de 2020

Estoy en Berlín, son las cuatro de la tarde de un domingo y, en una actitud que aquí es muy atípica, un vecino ha decidido escuchar música a todo volumen, una música horrible. Está lloviendo, y este está lejos de ser uno de esos días de verano en que llegué, cuando dolía quedarse en casa y la pandemia aquí parecía un eco, un fantasma obsesionado con otras latitudes, un problema casi ya eminentemente americano.

El viernes, sin embargo, se registró un pico de siete mil trescientos casos nuevos, en este país de ochenta millones de habitantes que nunca había visto esta cifra, ni siquiera en el estallido inicial de la primavera. La semana pasada tuve que cancelar algunos planes de viaje, porque Berlín es, según el Robert Koch, el instituto del gobierno federal para el control de enfermedades, una zona de riesgo.

En Alemania una zona roja registra al menos cincuenta casos por cien mil habitantes en los últimos siete días. Eso es riesgo aquí. Nos parece poco, siendo de Colombia, donde el riesgo se establece en razón de los mil contagios sobre cien mil personas. Aquí la estrategia ha sido rastrear y romper cadenas de contagio, pero ahora el virus, según palabras de Angela Merkel, parece estar fuera de control. Reviso, y los titulares repiten la palabra caos.

La semana pasada estuvo llena de preguntas que, para una lectora colombiana-sanandresana, pueden parecer exageradas, fuera de contexto, casi directamente amarillistas. Yo me fui de Colombia cuando rozábamos los once mil casos diarios. ¿Hay caos en Alemania por las nuevas restricciones? Aquí ya no se pueden reunir más de diez personas en reuniones privadas, se permiten reuniones de personas de máximo dos hogares distintos, hay toque de queda para bares y restaurantes a partir de las once de la noche, y no puede haber grupos en las calles. ¿Se entienden esas medidas? ¿Sirven para algo si nadie puede vigilarlas?

En una pandemia la regla es el caos. Y en esa isla de donde yo soy el caos es viejo conocido. La isla tiene vacíos de poder, inundaciones constantes en esta temporada de huracanes que todavía no ha terminado, y depende de un solo hospital, que oscila entre la miseria del desabastecimiento y la decencia ocasional, cuya estabilidad administrativa como empresa social del estado no se ha dilucidado bien. Está a sus anchas entonces la sindemia, esa nueva entidad —pandemia en sinergia— que revela que hemos estado viviendo esta capa de la historia hace tiempo, con las enfermedades coronarias, la diabetes, la hipertensión, y que eso, sobre San Andrés, al virus nuevo le fascina.

Tal vez piense en todo esto porque esta mañana me despertó un sueño angustiante. Estaba en una casa donde vivía, pero no sabía cómo salir de ahí. Había pequeñas habitaciones desordenadas y armarios con puertas escondidas, puertas que parecían principales y puertas traseras, que se abrían desde espacios que eran pasillos o cocinas desprolijas —mi peor pesadilla—, y que llevaban a otras habitaciones que no eran mías. Un laberinto. Cuando logré regresar a mi lugar, la tranquilidad duró el instante que me demoré en darme cuenta de que no había entendido cómo era el maní. Otra vez no tenía idea de cómo salir.

Sigue pareciéndome anormal que en este lugar silencioso, en la calle arbolada de tilos, arces y castañas que da a la verja de un palacio prusiano, siga sonando este techno tan detestable a las cinco de la tarde; que vuelva a encontrarme sola, por cosas de la vida, en un pico de contagio y quizás en un nuevo confinamiento, ah, y en otra capital cuyo nombre tiene seis letras y empieza con B. Lo de ahora es, habiendo salido de la duda a la seguridad, entrar de nuevo en la habitación de la incertidumbre.

Eso es lo que he hecho, andar de un pico al otro, persiguiendo el futuro en el mal menor, y, ahora, paralizarme, tratar de determinar el diagrama de flujo para seguir tomando decisiones. ¿Cuál de las puertas volver a abrir? ¿Adónde me lleva? ¿Podré salir, entrar, volver? ¿Para qué volver? Y pienso, ¿vale la pena decidir en lo absoluto?

En la isla, con todo nuestro desastre y ocho meses después, la gente habla estas semanas, sobre todo, de dos candidatas disputándose el cupo para un reinado de belleza. Y con eso pienso que quizá sea mi isleñidad el mejor recurso de supervivencia que tengo, y entonces será mejor no escoger nada y no renunciar a nada, no planear nada, es más, es mejor no pensar en eso, sino solo moverme, sin importar cuál sea la siguiente habitación. Quizás ese caos sea el contenedor de la esperanza, y tal vez ese sea el único consuelo posible. Y saber que no estoy sola. Entonces bueno, ¡qué suene la música!