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EL EDITORIAL

Las alcaldías pasan, Rock al Parque queda

Vale la pena ver al festival gratuito al aire libre más grande de Hispanoamérica como lo que también es: una política publica cultural que ha sobrevivido a las pugnas y las agendas por 25 años.

24 de julio de 2019

Este artículo forma parte de la edición 165 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista. 

Pasada la edición número veinticinco de Rock al Parque, pasados sus setenta y dos conciertos, sus doce conversatorios y talleres y el entusiasmo de la mayoría de sus trescientos cuarenta mil asistentes, vale la pena ver y resaltar al festival gratuito al aire libre más grande de Hispanoamérica como lo que también es: una política pública cultural orientada a fortalecer la convivencia y defender la diversidad que persiste desde hace un cuarto de siglo, y que ha sobrevivido a las pugnas y a las agendas, a los egos y a la mezquindad que suelen caracterizar el ejercicio de lo público en Colombia.

Rock al Parque nació en 1994 en la alcaldía de Jaime Castro, cuando Gloria Triana estaba al frente del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. Motivados por la iniciativa del cantante de La Derecha, Mario Duarte, y el empresario Julio Correal, los funcionarios distritales llevaron a cabo una pequeña primera versión en el Estadio Olaya Herrera, que pasó desapercibida en los medios. Pero el éxito fue tal que un año después la segunda versión (vean ustedes el afiche) convocó a más de ciento veinte agrupaciones de todos los barrios de la ciudad; se extendió a la Media Torta, la Plaza de Toros y el Parque Simón Bolívar, y reunió a más de ochenta mil personas. Más allá de la sofisticación curatorial y técnica de hoy, ya entonces el festival lograba aquello que lo hace tan especial: desnudar a Bogotá y revelar como fundamental su diversidad cultural y social. 

Esta particularidad es quizás el rasgo central de la política pública que dio a luz a Rock al Parque y que lo mantiene vigente y vigoroso hasta la fecha. Bajo la primera alcaldía de Antanas Mockus, el festival quedó anclado en el plan de desarrollo “Formar Ciudad”, que buscaba hacer posible “un conjunto de costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas que generen sentido de pertenencia, faciliten la convivencia urbana y conduzcan al respeto de lo común y al reconocimiento de los derechos y deberes ciudadanos”. Muchas cosas han cambiado desde entonces en la naturaleza de Rock al Parque, pero esas premisas se mantienen, y no porque se haya forzado al público, que inicialmente conformaba la mayoría, a cambiar o a adaptarse, sino porque se hizo precisamente lo contrario: enaltecerlo. Así, quienes en años recientes se han venido sumando al evento han debido abrir su comprensión de vivir en ciudadanía, y cambiar.

Aquí ha sido determinante el rol de sus planificadores, entre quienes sobresalen los curadores, que sin desnaturalizarlo supieron hacer evolucionar el festival de rockeros, metaleros y punketos a uno musical y artísticamente mucho más amplio. Para la edición que terminó el pasado primero de julio con un concierto de la Orquesta Filarmónica de Bogotá en compañía de nueve artistas solistas, Chucky García, programador artístico desde 2014, logró sacar adelante una agenda de calidad, apuntalada en una visión armoniosa del rock en América Latina, pero fiel a la raíz. Valga mencionar que se hizo con un presupuesto muy limitado.

Buena parte de esta historia de éxito se debe, puede ser, a lo que hace veinticinco años estableció la política pública sobre la cual se erigió el festival, y a las posibilidades que vieron ahí sectores sociales y culturales marginalizados de la ciudad para encontrarse, expresarse y verse reconocidos. Y también a que nació una oportunidad para el talento, pues Rock al Parque ha contribuido a enriquecer los circuitos (aún demasiado pequeños) de circulación de música en la ciudad y, así, a sacudir la industria. Ir a Rock al Parque es visitar un ejemplo de una multiplicidad de cosas que muy poco se ve en Colombia, en lo que concierne no solo al obvio –y admirable– hecho de la continuidad del festival, sino también a la relación de las personas con lo público: con un bien público que es inmaterial y cultural. Los políticos, los ingenieros de políticas públicas y los redactores de mensajes políticos que suelen llenar discursos de ideas sobre la necesidad de apropiación ciudadana harían bien en estudiar lo que ha sucedido con Rock al Parque, y quizás incluso en ver precisamente en la forma como las personas se han apropiado de él una explicación de su permanencia y su vitalidad.

“Las alcaldías pasan, la gente pasa, pero el festival sigue –dijo el argentino Gustavo Santaolalla durante su presentación en Rock al Parque este año–. Así que es por ustedes”.