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La persistencia

Hugo Acero, subsecretario de seguridad de Bogotá, ha sido una figura clave detrás del milagroso descenso de la violencia en la capital.

7 de marzo de 2003

Muchos aun no entienden cómo es que mientras en Colombia arrecia la guerra demencial Bogotá baja y baja sus índices de violencia año tras año. Pues bien, hay un hombre que ha tenido bastante que ver con este milagro. Se llama Hugo Acero Velásquez, un bogotano nacido y criado en el 20 de Julio, quinto hijo de un farmaceuta y educado en una ordenada y maravillosa escuela pública. Claro está que por encima de él han estado los alcaldes Mockus, en sus dos períodos, y Peñalosa, con su firme voluntad de apersonarse de la seguridad de la ciudad. Pero Acero ha sido el gerente del tema en la capital; ha sido el obsesivo que ha medido la evolución de los crímenes, que ha trabajado hombro a hombro con los comandantes de la Policía, persistiendo en fortalecer su labor, la de la justicia y la de la convivencia ciudadana. Ha sido clave para darle continuidad y coherencia a unas políticas con resultados admirables. Cuando Acero, subsecretario de seguridad, llegó al gobierno de Bogotá en 1995 hubo 3.800 homicidios. En 2002 bajaron a 1.902. En el último año los delitos de todo orden cayeron 16 por ciento en promedio.

¿Cómo se logró la hazaña? Algunas cifras dan en parte la respuesta. Hace siete años la ciudad tenía más o menos el mismo número de policías que hoy, unos 10.500. Sin embargo el gobierno bogotano apenas aportaba 10.000 millones de pesos para su funcionamiento, tenían 180 carros, muchos varados, 240 motos viejas y andaban sin radios. En 2002 recibieron 114.000 millones, tienen 500 carros funcionando, 1.000 motos nuevas y no hay patrulla ni grupo policial sin equipo de comunicación. Acero se sabe estas cifras de memoria y cita con orgullo todos los demás avances: los 177 conciliadores, la nueva cárcel, las 20 comisarías de familia, etcétera.

Muy pronto Acero descubrió que sólo haría en la vida lo que le produjera pasión. De estudiante de bachillerato nocturno trabajó de carpintero y de marquetero. De estudiante de sociología en la Nacional, ya en pareja y con su primer hijo a bordo, se sostuvo como vendedor de libros del Círculo de Lectores. Los leía y recomendaba con conocimiento y causa. Después fue mesero en pizzerías y vendedor de cerveza en los bares donde, por supuesto, también rumbeaba parejo.

En los últimos semestres fue asistente en una investigación sobre el proceso de colonización de La Macarena cuando se disputaban su dominio paras y guerrillas. Se volvió el vaquiano de los investigadores que hicieron el censo de la zona. Más tarde el profesor Jorge Hernán Cárdenas lo llevó a la Consejería de Modernización del Estado, donde hizo el curso de administrador público. Pero el tema de la guerra y la paz ya lo había enganchado y se pasó a la Consejería de Paz. Allí trabajó con los jóvenes milicianos de Medellín y aprendió dos lecciones: que hay que darles más alternativas a los jóvenes que cárcel o muerte y que es un error convertir a los delincuentes en interlocutores de su comunidad.

De allí se enfiló al tema de seguridad urbana al irse a la consejería de seguridad de Samper. Luego lo llamó Mockus, a quien había conocido en la Nacional. Hugo siguió el plan trazado por Alvaro Camacho, su antecesor, y sostiene que ha probado ser una estrategia tan lúcida que él sólo le ha ido adicionando proyectos. No le gusta presumir y quienes lo conocen le admiran la alegría espontánea, sencilla, con que encara los problemas. Quizás a eso se deba que su contribución a la seguridad bogotana haya sido tan eficaz como inadvertida.