El músico Prince, en vivo, el 9 de mayo de 1987. Foto: Rob Verhorst.

LA SUERTE DEL SIETE

Sesenta, setenta, ochenta: tres décadas de música fundamental

Leer y escribir sobre rock es un asunto caprichoso. Sin embargo, no hay duda de que en 1967, 1977 y 1987 algo pasó: The Beatles, Velvet Underground, Sex Pistols, Television, Prince y U2 sacaron discos que sacudieron al mundo.

Umberto Pérez * Bogotá
24 de marzo de 2017

Cuando se piensa en la mitología del rock and roll la memoria evoca nombres, hazañas creativas e historias asombrosas que han ayudado a que conserve el brillo de rebeldía y desparpajo que aún lo identifica. Pero ante todo el rock es música, y su mito se ha cimentado en las canciones y en los discos, en la visión de artistas que correspondieron a su época y retrataron mejor que nadie el tiempo que atravesaban, dejando como testimonio obras de ruptura que trascendieron reflejando ese momento en el que fueron concebidas sin saber que les deparaba la inmortalidad.

Por azar, o como parte de esa idea cíclica del tiempo, discos esenciales en la historia del rock fueron editados cada diez años a partir de 1967, y le inyectaron una energía renovadora. Décadas más tarde, esos álbumes siguen alumbrando como faros enormes, señalando el camino del riesgo como la única vía posible para evitar el naufragio en un mar de obviedades.

Ácido en terciopelo (1967)

El verano de 1967 hervía iridiscente a ambos lados del Atlántico cuando The Beatles lanzaron el disco de rock más importante de todos los tiempos: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Hastiados de los conciertos y de la parafernalia mediática alrededor de su figura, habían optado por el silencio mientras daban forma a su nueva obra. “Estábamos hartos de ser The Beatles”, dijo más tarde Paul McCartney, que encontró la solución inventando una suerte de alter ego que les permitió crear de formas diferentes.

Desde su llegada al mundo del pop, los Beatles reflejaron la transformación de la juventud, pero Sgt. Pepper encarnaba, directamente, los anhelos y sentimientos de ese proceso: libertad, esperanza, miedo y una nueva relación con el mundo, más desafiante, impulsada por la comunión en torno a valores abiertamente integradores. En ese disco fueron más arriesgados: su carácter innovador traspasó las fronteras sonoras y se extendió hasta una portada que invitaba a ser parte de esa banda de corazones solitarios que evocaba la grandilocuencia victoriana salpicada con la exuberancia de la música de cámara, el desenfado del circo y el cabaré y el recogimiento de la música india; todo ello al calor de una profunda experimentación con las drogas.

La otra cara de la moneda psicodélica era oscura. Aunque en Inglaterra el movimiento contracultural no representó una amenaza real para las instituciones, sí alarmó a la sociedad que puso en su mira a los protagonistas del cambio. La fantasía creada por The Beatles en Sgt. Pepper era insostenible; tratándose de una trama debía llegar a su final, como bien apuntó McCartney: “Eso resultó liberador. Pero después, uno sentía que no podía continuar como esa otra banda. Había que poner los pies sobre la tierra”.

El hedonismo vibrante de Inglaterra contrastaba con Estados Unidos en donde el panorama social y político involucraba a todos. Los movimientos de protesta encontraron un cómplice en el rock and roll, que ayudó a acentuar la conciencia generacional.

Menos romántico que la utopía hippie que agitaba a San Francisco, el movimiento de vanguardia que orbitaba en torno a Andy Warhol, en Nueva York, tuvo en The Velvet Underground su expresión sonora. La voracidad creativa del artista halló en ellos el sonido preciso para sus experimentos: en una suerte de shows multimedia bautizados como Exploding Plastic Inevitable, la banda tocaba invadida por la proyección de cortos cinematográficos. Pero la Velvet no era un experimento ni un invento de Warhol; sus creadores, Lou Reed y John Cale, vieron en él una oportunidad que capitalizaron en la producción de The Velvet Underground & Nico, su álbum de debut.

Lanzado en marzo, tres meses antes que Sgt. Pepper, el disco presenta una mirada nihilista, cruda y salvaje, contraria a la ensoñación lisérgica como reconoció Cale más tarde: “la escena hippie no era para nosotros. Ellos eran sucios, desaliñados”. En once canciones, la Velvet junto a la cantante alemana Nico, abordaron de forma minimalista e implacable el bajo mundo neoyorquino violento, sucio y atormentado. A través de las palabras directas y sencillas de Reed, no exentas de belleza, circulan trepidantes el sadomasoquismo, las drogas duras, la desolación y la muerte en canciones como Venus in Furs, All Tomorrow’s Parties, The Black Angel’s Death Song, I’m Waiting for the Man o Heroin. En su momento muy pocos se percataron del alto gramaje creativo que contenía su debut, pero cuenta la leyenda que los pocos que compraron el disco fundaron su propia banda; lo cierto es que su espíritu decadente y su sonoridad ruidosa anunciaron la llegada del punk y del rock alternativo varias décadas más tarde, convirtiéndolo en un álbum de influencia inestimable.

The Velvet Underground durante el rodaje de la película ‘Venus in Furs‘. Foto: Adam Ritchie.

Marquesina mugrienta (1977)

Diez años después el rock había vuelto a mutar y a fragmentarse y aunque facturaba millones de dólares se resistía a ser corporativizado. Los efluvios sonoros de la psicodelia se hallaban en estilos más sofisticados –como el rock progresivo y el heavy metal– pero menos desbordantes. La respuesta provino de un puñado de bandas jóvenes e impetuosas que fijaron su interés en la sencillez primaria del rock and roll y respondieron con un sonido salvaje y lapidario: el punk.

En la misma zona del bajo Manhattan que consolidó a la Velvet, un local de música en vivo le abría las puertas a bandas nuevas que no tenían en dónde tocar sus propias canciones. Regentado por Hilly Kristal, el CBGB’s se convirtió en epicentro del punk; por su escenario desfilaron Talking Heads, Ramones, Blondie y Patti Smith Group, pero fue Television la primera en llamar la atención. Aunque pasaron tres años entre su debut en CBGB’s a finales de marzo de 1974 y Marque moon, su estreno discográfico el 8 de febrero, Television redefinió en ese disco los alcances del punk.

La banda Television. De izquierda a derecha: Fred Smith, Billy Ficca, Tom Verlaine y Richard Lloyd. Foto: Michael Putland.

En Marquee moon, Television armó una filigrana eléctrica perpetua a través de las guitarras de Richard Lloyd y Tom Verlaine, autor de letras crípticas que sugerían una Nueva York desastrada que ya no existe, expandiendo y trascendiendo la simpleza del punk hasta límites insospechados, llegando a flirtear con el jazz sin que perdiera frescura, dotando al rock alternativo de un patrón mercurial y desesperado.

La convulsión creativa alrededor del punk se potenció en Londres. Inglaterra naufragaba en una crisis general: el desempleo y la inflación aumentaban, la clase obrera se fragmentaba, el laborismo perdía toda credibilidad y el caos era protagonista de las calles y las manifestaciones. La falta de oportunidades había sumido en el desencanto a una juventud abandonada y escéptica que encontró en el punk un refugio en donde hacer catarsis y en los Sex Pistols a sus voceros. La vida de Sex Pistols fue breve y rabiosa. Les bastaron 26 meses para minar a la sociedad británica e iniciar un potente salto cultural activado por su único disco de estudio: Never mind the bollocks here’s the Sex Pistols, editado en octubre del mismo año del jubileo de plata de la reina Isabel II. En esos dos años incendiaron todo lo que encontraron a su paso, incluyéndose.

Canciones como Anarchy in the UK y God Save the Queen desafiaron al establecimiento y le expresaron su desprecio, lo que los convirtió en enemigos públicos: al rechazo de los medios, la finalización unilateral de contratos discográficos –los sellos EMI y A&R prefirieron pagarles que mantenerlos en su catálogo– y el miedo de los empresarios a contratarlos, siguió la censura. La difusión radial de God Save the Queen y la exhibición del disco en las tiendas fue prohibida por el gobierno; “No escribes God Save the Queen porque odies a los ingleses, la escribes porque los quieres y estás harto de que los maltraten”, le expresó Rotten al documentalista Julien Temple. La vida turbulenta de Sex Pistols acabó un año después de la edición del disco, todos sus integrantes tenían menos de 23 años; Sid Vicious, el bajista, hijo de una hippie perdida, falleció a las pocas semanas a causa de una sobredosis de heroína suministrada por su madre, la descripción del periodista John Leland para la revista Rolling Stone es demoledora: “Era la viva imagen de los ideales de la generación del sesenta, cuanto más fallara, mejor”.

Tiempos sin nombre (1987)

La estela de la desaparición de Sex Pistols coincidió con la llegada al poder de la derecha en Gran Bretaña y Estados Unidos en cabeza de Margaret Thatcher y Ronald Reagan; los dos desmontaron el Estado de Bienestar e introdujeron reformas económicas que le abrieron el camino al neoliberalismo. Los primeros años de los ochenta advertían un tiempo oscuro e incierto, y aunque el rock había sido integrado a las dinámicas voraces del sistema, en sus entrañas aún conservaba un espíritu transformador.

Si hay un artista que simboliza esa batalla contra la industria discográfica es Prince. En 1987 se dio de bruces contra su casa discográfica que se negó a editarle un disco triple por considerarlo excesivo. Impotente entonces decidió capturar el espíritu de la época en un nuevo álbum –doble, por cierto– a partir de su genio creativo. El 18 de febrero, Sign ‘o’ the Times, el sencillo homónimo del disco, anticipó la noción de un álbum imaginado como un retrato de la decadencia del modo de vida estadounidense: una pareja muerta a causa del sida, pandillas de niños armadas y adictas al crack, una madre que asesina a su hijo porque no puede alimentarlo, catástrofes naturales y espaciales, la heroína, la derrota frente al avance tecnológico y militar… el final de los tiempos enunciado como titulares de noticiero pero sin levantar alarmas; una caja de ritmos precisa y minimalista le bastó para sostener tanta pena.

Prince en Coachella, 2008. Vía WikiCommons.

En Sign ‘o’ the Times, Prince no tuvo ambiciones conceptuales pero sí atravesó el corpus sonoro de toda su obra. Con excepción de poquísimas colaboraciones, Prince compuso, arregló, grabó y produjo todas las canciones de un disco ecléctico y exuberante que evapora rock rabioso, funk, soul, pop sintetizado, R&B y experimentación mientras resume de forma siniestra la década que corría y abre una ventana de alivio que conduce a una pista de baile.

Al otro lado del Atlántico, los irlandeses U2, luego de afirmarse como una de las bandas más emocionantes en vivo, se reunieron en Dublín para grabar The Joshua Tree, su quinto trabajo de estudio. El romance de la banda con Estados Unidos, fruto de las giras, los llevó a crear un disco raro para una época en la que reinaban el pop sintetizado y el hard rock más frívolo. Con el propósito de contar las dos caras de ese país que se encontraron en las carreteras –uno fundamentalista que depositó su confianza en Reagan y otro entendido como una tierra de oportunidades–, U2 junto a los productores Daniel Lanois y Brian Eno condensaron, de forma casi cinematográfica, diferentes estados de ánimo y experimentación sonora para evocar ese lugar que simbolizaron en la portada del disco, que los muestra en el Parque Nacional de Árboles de Josué.

The Joshua Tree arrojaba una mirada foránea a Estados Unidos pero el peso espiritual del disco provenía de situaciones desgarradoras: la hambruna de Etiopía, los desaparecidos por las dictaduras sudamericanas, las víctimas de los escuadrones de la muerte en El Salvador, las huelgas mineras en Inglaterra y la epidemia de la heroína en Irlanda; con la atención del mundo sobre ellos, U2 destiló y divulgó todo ese dolor en canciones como Where the Streets have no Name, Mothers of the Disappeared, Bullet the Blue Sky, Red Hill Mining Town, Running to Stand Still y I Still Haven’t Found What I’m Looking For. Unos meses después del lanzamiento, The Edge no escatimaría palabras sobre el disco frente al periodista Anthony DeCurtis: “Hay una tradición en la que la gente del rock ponía un espejo frente a las personas para que vieran lo que estaba pasando en su entorno; haciendo preguntas incómodas y señalando los problemas. Supongo que The Joshua Tree hace parte de esa tradición”.

Tradición que empezó a irse al traste con la extinción del formato elepé en la década siguiente y la capitulación del rock frente a la industria discográfica. Son contados los discos que volvieron a sacudir los cimientos de su época más allá de lo puramente estético, pero eso tampoco es algo menor, simplemente diferente.

*Periodista musical.

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