Foto: Carlos Miguel Varona

EL PACÍFICO Y EL MATRIARCADO

Las redes silentes

#ColombiaEsNegra | ARCADIA le pidió a una escritora del Pacífico que describiera lo que representa la mujer en su cultura. Allí, dice ella, tiene un liderazgo particular, pero a la vez es territorio de guerra.

Yijhan Rentería*
24 de julio de 2018

Este artículo forma parte de la edición 154 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

La guía, la sanadora, la maestra, la sabia, la dadora de vida. La mujer del Pacífico es una y mil. Lleva sobre sus hombros el devenir de una región sobrerrepresentada y silenciada por la inacción estatal y una guerra que, como en ningún otro territorio, se disputa sobre el cuerpo femenino y lo ha convertido en su botín. Ante las caídas se levanta siempre para seguir sosteniendo lo que tanto se ha esforzado por construir y escasamente le es reconocido.

La vida de cada mujer de esta región está necesariamente cruzada por la influencia de otras mujeres de su familia estricta y la extensa (esa que también ellas mantienen unida). Es femenina la red que asegura las mejores oportunidades en medio de condiciones tan adversas que están marcadas por un machismo que se respira en el aire. No se trata de una fuerza menor. Miles de mujeres hacen el trabajo rudo en la cotidianidad y sus simplezas: parir a los hijos y criarlos, relacionarlos con los parientes, cohesionar a la familia, tomar las decisiones determinantes, aprobar y mantener en pie las uniones de sus hijos adultos, transmitir los saberes tradicionales. Esas habilidades se pulen al calor del intercambio entre mujeres, gracias al consejo oportuno y a la experiencia de esas otras que son una.  

Criar a los hijos sin la compañía y el apoyo del padre es una de las principales batallas que deben librar, y también una de sus principales victorias, pues a pesar de todo los educan. Lo hacen siempre juntas. Todas son tías de los hijos de las otras; dan posada, apoyo y sermón; resuelven conflictos, curan mal de amores y remiendan espíritus quebrantados. Todo porque se tienen; tienen estas redes silentes para soportarse entre ellas, más allá de los clichés de moda que acaban dando un nombre a todo.

Casi ninguna habla de la tan gastada sororidad, pero se apoyan en lo esencial, en lo del alma. Lideran sus vidas, y eso ya es mucho. El escenario cotidiano no agota sus capacidades. Son decididas y tenaces en sus trabajos, aunque los laureles no sean para sus cabezas. Muchas trabajan sin pausa dándoles forma a empresas e instituciones, en ocasiones a la sombra de jefes a quienes incluso escriben los libretos para sus reuniones importantes.

Es afortunado el hecho de que esto ocurra cada vez menos y hoy podamos ver a tantas mujeres jalonando procesos políticos para autorreconocerse y empoderarse. A diferencia de nuestras madres y abuelas, que se congregaron para elegir a un hombre como dirigente, nuestra generación ha podido verlas ocupando cargos de elección popular en los últimos quince años. Las hemos admirado por su desempeño al frente de la institucionalidad. Ahora lideran sus propias iniciativas de emprendimiento, mientras reivindican el valor de sus saberes ancestrales.

Y es que en varias tradiciones de nuestra cultura la mujer tiene todavía un rol determinante. Es ella la figura que domina los rituales de nacimiento, salud y muerte. Madres, abuelas y tías preparan a la embarazada para su alumbramiento, acompañan o asisten el nacimiento, moldean el cuerpo del bebé con untos, sobijos y oraciones, lo protegen contra las malas energías y lo sanan cuando enferma. Cuando alguien muere la figura de la cantora se erige en medio del dolor de la pérdida, ella se funde con otras mujeres en un canto responsorial estremecedor con el que dan los adioses al difunto. El alabao es un espacio de poder femenino que se reinventa para atender la necesidad de las mujeres de ser escuchadas. Hoy, como nunca antes, componen rimas en protesta ante las injusticias y las cantan con dejos de alabaos que van tejiendo la memoria de los pueblos. Cada 2 de mayo, por ejemplo, son mujeres las que entonan composiciones propias para recordar la masacre de Bojayá, las que piden justicia y otorgan perdones. En esta región, el equilibrio mismo de la vida descansa en las manos de las mujeres.

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Hasta aquí parece un cuento de hadas, la configuración de lo perfecto en el curso de la historia y un avance sin tacha hacia una sociedad más justa. Sin embargo, las condiciones adversas existen y hacen peso muerto. La exclusión, la invisibilización de los logros en todas las esferas, la guerra, la injusta guerra de este país, se ha peleado en los cuerpos de la mujer del Pacífico colombiano como en ningún otro territorio. Miles han sido violentadas de innumerables formas y viven el terror en su propia piel. Aun así miran la vida con una gratitud soberbia. ¿Acaso se puede hacer algo más que ir hacia adelante cuando lo que se deja atrás es tan doloroso?

Esas mujeres que mantienen a su pueblo en pie son las mismas que han hecho maletas cuantas veces lo ha impuesto el tropel de la guerra y rearman sus vidas junto a sus familias. Las que se van viudas o acompañadas a rehacerlo todo, las que acunaron antes para llorar a los muertos luego, las que no se pueden dar el lujo de romperse porque su cuerpo haya sido sexualmente violentado, pues si ellas paran se para el mundo que conocen, un mundo donde siempre se mantiene la esperanza feliz de quien no sabe que lucha en contra de las probabilidades. Cada día, y en muchos casos sin saberlo, lidian con el peso de ser colombianas, del Pacífico, pobres, negras y mujeres. Tantos márgenes que parece que han entrado al juego con el marcador definido.

Según los resultados de la “Encuesta de prevalencia de violencia sexual en contra de las mujeres en el contexto del conflicto armado colombiano 2010-2015”, realizada por el movimiento Ruta Pacífica por las Mujeres, son las mujeres pobres, negras y jóvenes las más afectadas por la violencia sexual en el marco del conflicto armado, tres características para tomar en serio.

Las mujeres de la Costa Pacífica han experimentado la brutalidad indecible de los ilegales, de la fuerza pública y del Estado, que por tanta ausencia dejó de ser garante para convertirse en contraventor de derechos. Ellas han padecido la violencia sexual utilizada como arma por todos los actores. La sufrieron en silencio por tantos años que, cuando la promesa de la paz parece tan cercana, encuentran en la palabra el modo de expulsar tanto dolor invisible. Se cuentan a sí mismas todos sus tormentos porque, a pesar de lo adverso, no conocen de determinismos y se muestran resueltas a hacerse valer, a recomponerse, a sacudirse el polvo y caminar sendas nuevas.

Aunque el conflicto como lo conocemos parecería ser cosa del pasado, las nuevas formas de violencia organizada en bandas criminales, grupos y combos han aprendido bien la lección: violar a las mujeres es una conducta que se enquistó en nuestra sociedad. Los casos de violencia sexual contra las mujeres asociada al crimen organizado son abrumadores, pero contra las mismas víctimas los hemos venido naturalizando. La violación de seis hombres cometieron a una mujer en Quibdó hace poco menos de un año mostró el estupor, pero sembró profundas reflexiones en toda la comunidad, no solo por la brutalidad del acto sino por la entereza de la víctima que depuso su dolor. Frente a las cámaras contó lo que le ocurrió y fue vehemente: “No quiero que a más nadie le pase”.

Cuando leo los informes de tantas organizaciones o escucho los testimonios sanadores de las víctimas, afloran mis propios temores e inevitablemente regreso a mis viajes de hace pocos años por varias regiones del Pacífico. Recuerdo las caras recias, la dulzura y el poder encarnado en tantas mujeres que cohesionaban la vida de sus comunidades y las defendían con una determinación de bordes suaves, propia de quien sabe que debe mantenerse vivo porque seguramente hará falta si se va. Ellas no ocultaban su miedo, ese mismo que sentía yo y que encaraba desde el puerto seguro de una metamorfosis: dejaba los aretes, vestía pantalones y camisas sueltas, me peinaba poco, cancelaba el maquillaje y lucía tan asexuada como me fuera posible. Dejaba de izar la bandera de “lo femenino” para aminorar el peligro. Lo justificaba con el poco tiempo para arreglarme cuando me concentraba en el trabajo de campo.

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En estos andares por territorios dominados por paramilitares en el Chocó y ríos sujetos al accionar guerrillero en otros rincones del Pacífico, mi único miedo siempre fue ser mujer. Cualquier hombre podía ser “uno de ellos”. Siempre temí en aquel tiempo tener que escuchar lo que otras tantas mujeres escucharon por estas tierras: “Quiero a esta”, “Me dijeron que la llevara”, “Mi jefe quiere verla”. Ninguna mujer debería sentir eso.

Para mi fortuna, siempre fueron otras mujeres las que me resguardaron, desde las niñas que me sugerían con la vaguedad de las palabras (“Mejor se mete por otro lado”, “No pase frente a la casa de...”, “No hable con...”, “Ese camino es maluco”), hasta las mujeres casi ancianas que guardaban ese tipo de silencio en que nos encontramos unas con otras y podemos entendernos solo con mirarnos.

Aun con todo el horror y la barbarie a la que han sobrevivido, y a pesar de las estadísticas, las mujeres del Pacífico siguen reafirmándose en los espacios que les han pertenecido: siguen ejerciendo la partería y se organizan para mantener viva esta práctica; siguen siendo madres y matriarcas incansables; siguen viviendo y dignificando el campo, siendo maestras, cantoras de la vida; siguen siendo cocineras en sus fogones de siempre, con sus sabores intactos y avanzando en la conquista de otros muchos espacios que les eran restringidos: se reconocen desde su herencia ancestral africana, participan del debate público, gobiernan sus cuerpos y los reafirman con cada gesto, emprenden a riesgo de fracaso, materializan esos sueños que parecieron descabellados a tantos, son las voces de organizaciones, entidades e instituciones, y consiguen con cada paso ser reconocidas como grandes mujeres que se posicionan donde quieran y no forzosamente detrás de algún gran hombre.

Hoy, más que nunca, el Pacífico está lleno de mujeres que lo comprenden y potencia en su particularidad, que dimensionan su riqueza y se rearman ellas mismas tras el daño, entre otras cosas porque se saben importantes y necesarias como nunca antes, siempre juntas, siempre catapultándose unas a otras. Desde semejante escenario, el futuro es promesa de mejores circunstancias en este territorio, y cobran sentido todas esas cosas que hoy se dicen tan fácil: soy porque somos, nos tenemos, nos queremos vivas.

* Escritora chocoana y profesora universitaria

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