MIL PALABRAS POR UNA IMAGEN

Lo poco que queda: una columna de Antonio Caballero

Nuestro columnista Antonio Caballero reflexiona sobre el fenómeno de la deforestación en Colombia y lo que denominaba su padre, Eduardo Caballero, "el odio del hombre colombiano por el árbol".

Antonio Caballero
22 de octubre de 2018

Llevamos siglos acabando con nuestros bosques en Colombia. Nos dicen que los indios aborígenes no lo hacían, ni los que quedan lo hacen hoy, y a lo mejor es cierto: en todo caso, eran menos numerosos hace cinco siglos que nosotros ahora, y en consecuencia menos destructores. Llegada la Conquista, sin embargo, y con ella la costumbre hispánica de la tierra arrasada en la guerra contra los moros, vino la tala: una finca rural no está limpia si le queda un solo árbol. Y sin ir tan lejos, desde hace más de medio siglo vengo oyendo denunciar la tala criminal de los árboles en este país, tanto en las regiones densamente selváticas como la Amazonía o el Chocó como en las que se abrieron a la llamada civilización por la fuerza del hacha, tal como está homenajeada por un monumento en Armenia, corazón de la colonización antioqueña del siglo XIX: clavada con orgullo en el ancho tocón de un árbol derribado, el hacha.

Se talaban árboles hasta en los desiertos: yo los he visto en La Guajira y en el desierto de la Candelaria. Y en la mitad de las ciudades: hace pocos años talaron un parque público entero en Cúcuta. Mi padre, el escritor Eduardo Caballero Calderón, escribió centenares de artículos en los periódicos y una docena de libros sobre lo que él llamaba “el odio del hombre colombiano por el árbol”, que consideraba una de las características preponderantes de la nacionalidad.

Un odio que hoy seguimos viendo vivo en personas como el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, que manda a los técnicos del Jardín Botánico a limpiar de árboles las avenidas de la capital, que es su finca, para que quepan los buses articulados y las bicicletas; y también, aún más gravemente y con consecuencias inmensas, en los madereros de empresas multinacionales, los ganaderos en expansión, los acaparadores de tierras baldías, los narcotraficantes cocaleros, los pequeños colonos impulsados por la miseria que en los últimos cinco años han talado entre todos, según informa la revista Semana, 412.000 hectáreas de bosque virgen en la Amazonía colombiana.

A principios de octubre publicó Semana un aterrador informe especial denunciando el crimen “de lesa naturaleza” contra la selva amazónica, del cual está tomada la foto que ilustra este artículo. En el informe hay unas cuantas más, casi todas aéreas, a cual más impresionante. Las firma Rodrigo Botero, director del FCDS (Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible). Bosques quemados sembrados de troncos calcinados como chamizos negros; carreteras que se abren paso como culebras amarillas, como ríos, por las sabanas bordeadas de árboles caídos, o caminos tan rectos como las famosas líneas del desierto peruano de Nazca que cruzan campos de ceniza. Grandes calveros negros, carbonizados, rodeados por la masa verde de la selva aún intacta. Pero las quemas, según informa la revista, cubrieron en el primer trimestre de este año nueve mil hectáreas de selva solo en el departamento del Guaviare. Y así es en el Caquetá y en el Meta, en el Putumayo, en el Amazonas, en el Vaupés y en el Guainía. Los que antes de convertirse en departamentos hechos y derechos fueron llamados “territorios nacionales”, olvidados por todos los gobiernos. Tras la retirada de la guerrilla de las Farc como resultado de los acuerdos de La Habana, todo ese medio país sin Estado quedó abierto sin defensa a la explotación maderera, a la minería ilegal, a la siembra extensiva de soja o de palma africana, a la expansión incontrolada de los cultivos de coca y a la ganadería extensiva que no solo destruye los bosques para despejar potreros, sino que también a continuación destruye los potreros por el apisonamiento esterilizante de las tierras bajo las pezuñas de las vacas.

Eso es lo que muestra la foto de este artículo, en apariencia tan bucólica, hecha de verdes tiernos, variados y jugosos: verde biche en los potreros recién abiertos, oscuro verde selva en lo que queda de la selva, rayada verticalmente de largos y delgados troncos blancos y perforada de hoyos de negrura donde sin duda se esconden los animales selváticos en proceso de extinción: las dantas negras y los jaguares pintados, las verdes y cabezonas ranitas arborícolas y los monos titíes de barba roja. Por un camino de tierra amarilla pasa una larga punta de ganado: cien o doscientas vacas blancas y negras o castañas algunas, arreadas al filo de la selva por cuatro o cinco vaqueros a caballo. Abajo ya verdean los potreros de pasto, tan nuevos que todavía les han quedado un par de troncos caídos sin trozar, y una erguida palma solitaria. Y al otro lado del camino, hacia arriba, acaban de caer más troncos medio quemados sobre el rastrojo gris, señalando el rumbo de la expansión de la finca.

No se sabe de quién es esa finca. Se encuentra en plena zona protegida: en el Parque Nacional Natural de la Serranía de La Macarena, en los límites del Meta y el Guaviare, reserva de la Humanidad. O eso dicen.

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