Fernando Vallejo en su casa en Medellín. Fotos: Pilar Mejía.

UN ANÁLISIS DE MEMORIAS DE UN HIJUEPUTA

Vallejo, el maldecidor

Un análisis de ‘Memorias de un hijueputa’, novela con que Fernando Vallejo lleva su literatura al 'summum' de la invectiva y la profanación.

Pedro Adrían Zuluaga*
15 de abril de 2019

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El protagonista de la monumental obra literaria de Fernando Vallejo es él mismo. Pero a la vez, y sin que esto entrañe una contradicción, es otro, uno con más derechos y menos deberes que el Fernando Vallejo civil; el personaje literario es soberano de sí mismo, rey de su reino propio. Hemos acompañado a este personaje, en su existencia literaria, a darle muerte a un gringuito que, dice el yo narrador, “despeñé por un acantilado en las afueras de Granada” y a “una concierge de París, mala, pero lo que se dice mala, que cianuré”.

Esta entidad iracunda que es pero no es Fernando Vallejo, que ha escrito en libros deslumbrantes una y otra vez los mismos recuerdos y repetido mil veces sus malquerencias, ¿podía desembocar en otra cosa que en un dictador? El Vallejo más reciente es una rabia empozada que le dicta sus memorias a un atolondrado amanuense de nombre Peñaranda. Y estas memorias, ¿de qué más se habrían de ocupar sino de componer una lista de muertos? La enumeración es la gran materia de la cantaleta vallejiana –y de toda cantaleta– que el escritor eleva, no siempre pero con mucha frecuencia, a la estatura de gran arte.

El dictador de una nación que es sin lugar a dudas Colombia va anotando en una libretica imaginaria –y no real como la de El don de la vida– a esos políticos de los que el país, por obra y gracia suya, se va librando. La lista, que promete ser innumerable, la encabezan cuatro expresidentes: Gaviria, Pastrana, Uribe, Santos. ¿Y cómo se libra Colombia de ellos? Pues porque el dictador les dicta la muerte. Ese hombre omnipotente que es Vallejo (porque, por ejemplo, comparte apellido con ese poeta peruano que quería morirse en un París con aguacero) tiene un paisano que se llama Fernando Vallejo, que ha escrito muchos libros, entre ellos La puta de Babilonia. “El autor ya murió, me quedé sin conocerlo”, dice el narrador.

Así de proteico y escurridizo es el narrador/dictador de Memorias de un hijueputa. Con la picardía de un niño mezcla y confunde las pistas y los datos, por la sola malicia de dificultar el trabajo de sus futuros biógrafos; es que él (¿quién? ¿Vallejo o el dictador narrador?), antes, ya ha padecido de la dificultad de contar vidas ajenas con precisión, y de la imprecisión de todo relato. Por eso prefiere hablar en primera persona, aunque como se ve, esta tampoco es confiable como lugar de una verdad única. Las fisuras asedian al yo por todos lados.

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El dictador vallejiano insulta con “plenitud rabiosa”, pero en algo sustancial se diferencia del personaje literario hasta ahora conocido: aquí, en estas memorias, pasa de la imprecación a los hechos y se entrega con furor incontrolable a matar todo aquello que le parece despreciable. Vallejo lleva así su literatura al summum de la invectiva y la profanación, libre de todos los límites que imponen las leyes, la corrección política o el contrato social.

El objeto de su condena –y de su desmesura asesina– son los colombianos todos: “Atropelladores, paridores, carnívoros, cristianos”. Las Memorias de un hijueputa son una acusación que genera, acto seguido, su respectivo castigo, que no puede ser otro que la muerte. “No son solo los gobernantes, es la sociedad entera la que atropella, la que abusa, la que traiciona, la que engaña, la que estafa, la que miente, la podrida, la corrupta”. Por eso, luego de los expresidentes, el país se libra, a manos del dictador, de otra legión de indeseables: curas, periodistas, conductores de motos, matarifes, militares...

Con estas memorias, el dictador de Vallejo pide permiso para entrar en esa tradición de letrados que asumen, con mano implacable, la conducción de sus descarriados países. En Colombia, esta tradición es tan vieja como el José Fernández de la novela De sobremesa, de José Asunción Silva, el poeta que Vallejo reverencia y a quien dedicó una extenuante biografía. Fernández –como El Hijueputa–, “se sentía capaz de hacerlo todo, de reformar al país”. Rafael Gutiérrez Girardot vio en este personaje de Silva una versión actualizada y suramericana del rey filósofo de Platón, dado a soñar con un ambicioso plan de gobierno dirigido por un “partido de civilizados que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea”, pero liderado por un hombre fuerte: él mismo. A principios del siglo XX, Baldomero Sanín Cano, gran amigo de Silva, recibió una carta del uruguayo José Enrique Rodó, en la que este le decía: “Quizá no es usted ajeno a esta fatalidad de la vida sudamericana que nos empuja a la política a todos los que tenemos una pluma en la mano”.

Pero en el dictador de Vallejo, que es Vallejo mismo y a la vez es otro, no hay el “dandismo heroico” o la voluntad de practicar ese “sacerdocio laico” que embriagó a los intelectuales de las nuevas repúblicas latinoamericanas. El ambicioso plan de reformas de los letrados autoritarios del pasado se reduce en el presente a la pura arbitrariedad de un poder autosuficiente que no tiene otro fin que el poder en sí. Claro, el dictador proclama su ética, que es bastante simple, en tanto reduce el crimen que quiere castigar a dos variantes: el daño al otro y el daño a lo público. Pero para imponer su ética va contra lo uno y contra lo otro; así, como sin querer queriendo, Memorias de un hijueputa revela la sinsalida del poder.

¿Qué puede significar la acentuación de la hybris vallejiana si no una toma de posición personal frente al vértigo y el abismo que nos rodea? Vallejo aquí se desborda; arremete contra el acuerdo de paz, la prescripción del delito, las cortes internacionales, y contra toda noción de justicia que no sea venganza. Se apodera del narrador la sola razón del sujeto, que no es otra que el despligue de su ira. La rabia reclama sus dominios y se instala como una ley más antigua y eficaz que toda racionalidad anterior. En otras palabras, el personaje literario vallejiano ya no se reprime, y lleva lo que piensa hasta sus últimas consecuencias. Hay una sincronía posible, pero nada simple, con un contexto político contemporáneo de caudillos más allá de todo pudor, que gobiernan a nombre de sus propias pulsiones porque creen encarnar las de sus gobernados.

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“Yo no soy el que digo, yo soy lo que hago”

En estas memorias, Vallejo es deliciosa y perversamente provocador, y asume sin reparo otra tradición: la de los maldecidores. Como ya ocurría en Casablanca la bella o en ¡Llegaron!, el Vallejo de los discursos y las entrevistas incendiarias se encuentra con el novelista del tiempo perdido y recobrado, y se vuelven una unidad inextricable. Los maldecidores son una familia distinguible y distinguida; Vallejo ha sido comparado antes con muchos de ellos (por ejemplo con Céline). Más allá de cualquier corrección política, la maldición o la malquerencia públicamente expresadas cumplen una función catártica en el espacio social. La invectiva vallejiana roza el fascismo elemental u ordinario que se ha apoderado de los colombianos –por no decir del resto del mundo–; las víctimas de su desprecio van desde los pobres hasta los indígenas, pasando por todo tipo de sujetos sociales, incluidos algunos vulnerables y maltratados históricamente. Propone, a cambio, el retorno a una emotividad primordial siempre averiada por la muerte; esos afectos básicos y reparadores, en su literatura anterior, y también en estas memorias, son representados por la abuela o los animales.

Memorias de un hijueputa, y la obra entera de Vallejo, son imposibles de ser reducidas al fascismo o instrumentalizadas por este. Porque el fascismo ideológicamente sostiene un orden, así termine en su propia destrucción. La literatura de Vallejo y su crujir de ideas fascistoides –o en apariencia sincronizadas con las de la extrema derecha– proponen en cambio sospechar de cualquier orden. Y lo hace con una prosa que reivindica el poder de la palabra para nombrar bellamente la destrucción, la independencia del arte que no es otra que la de decir bien o, en este caso, maldecir bien. En suma, Vallejo dinamita todo. Incluso su propio fascismo, lo destruye desde adentro.

En una escena de La virgen de los sicarios, Fernando, el escritor que ha regresado a malmorir o malvivir en Medellín, le explica a uno de sus jóvenes amantes el funcionamiento del proverbo. “Dijo que lo iba a matar y lo hizo. Este ‘hizo’ que está en lugar de ‘matar’ es el proverbo”, le dice. Interesa aquí menos la disquisición gramatical y más la conexión o la distancia entre el lenguaje y los hechos. En su saga literaria anterior, el escritor expresó su furia incontenible a través de una prosa maldecidora que le permitía hacer su propio viaje hacia los afectos y hacia la muerte como afección final. Aquí, en esa misma prosa, el personaje pasa a los hechos. La rabia ejecuta su designio. El personaje literario encuentra un destino que antes estaba en potencia, contenido. Por eso, en estas memorias, puede decir: “Yo no soy el que digo, yo soy lo que hago”.

*Crítico, periodista, profesor. Columnista de ARCADIA.

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