“Esos paras tumbaban los postes de luz para que no tuviéramos electricidad, y pudieran entrar a las casas rompiendo puertas y ventanas”, dice Macheche. | Foto: Charlie Cordero

Colosó (Ricaurte), Sucre

Víctimas de Colosó: relatos de la guerra que casi desaparece a un pueblo

A través de los testimonios de tres personas, una periodista reconstruye la historia del conflicto que vivió en carne propia cuando apenas tenía 8 años, en un pueblo en el medio de los Montes de María

9 de abril de 2018

El día en que el ELN entró en mi casa, aun no sabía que reconocería el miedo sin conocer la guerra. Era una noche de cielo despejado de 1998, cuando los dos campanazos de la iglesia que anunciaban las seis de la tarde recién habían sonado. Desde el taburete que salí a recoger observaba a un grupo de cinco hombres de negro acercarse sin reservas hacia mí. Fue la primera vez que vi tan cerca un arma de fuego. Algún impulso inexplicable me hizo correr hacia adentro, unos segundos después, mi abuelo, Antonio García Arrieta, quedó retenido entre sus propias paredes de madera.

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La iglesia apagó su habitual música nocturna. Y entre el sonido de los disparos que no veía, los sollozos de mi hermano de 4 años y la respiración acelerada de mi madre, obvié las casi cuatro horas en las que estuvimos de pie dentro del baño trasero, el único espacio de la casa recubierto de cemento en lugar de madera, que hacía las veces de escudo contra las balas. De esos momentos de angustia, el único rastro que quedó a la mañana siguiente fue el número del frente del ELN –que no recuerdo– pintado con aerosol rojo en las paredes por fuera y por dentro de la casa. Pasaron 19 años para regresar allí y entender lo que nunca me explicaron a los 8, cuando lo viví. Esa noche los guerrilleros estaban celebrando un aniversario, por lo que decidieron no brindar con sangre; fue lo único que supe. Lo recordé sentada en el mismo lugar frente a la plaza principal de Colosó, en otro taburete cubierto de cuero de vaca.

– Ellos se dedicaban era a robar– comenta el vecino de al lado.

– Sí. Eran todos los malandros de por aquí. Eso y que ideología ni qué na’– contesta un mototaxista.

– Pero las Farc los sacaron y se quedaron con el poder– responde otro vecino. –Cuando todavía no hacían nada–. Nadie le refuta.

Colosó no volverá a ser el mismo de antes de la guerra, la gente lo sabe, y así se siente al volver. Aunque volví como siempre, apretada a bordo de un Jeep generación 1980, entre bultos de papa, arroz y quien sabe qué más encargos. Un viaje de 45 minutos separa a este municipio de Sincelejo, la capital de Sucre. Está ubicado en todo el centro de los Montes de María. Sabes que llegas cuando aparecen las casas de madera de estilo europeo con grandes puertas abiertas de par en par y, en su interior, viejos sentados en mecedoras.

En ese regreso conocí a Luis Alberto, a Macheche y a Wilfrido Luna, tres caras de las víctimas de los principales actores armados del conflicto colombiano: la guerrilla, los paramilitares y el Ejército. Con ellos entendí el porqué de los toques de queda, las ráfagas de luz en las montañas y el falso respeto que le tenía la gente a los hombres armados que, al llegar al pueblo, nos preguntaban quiénes éramos, en un lugar que era más nuestro que de ellos. Y también entendí cómo llegó la violencia en forma de burro-bomba.

Colosó, resistir para no ser un pueblo fantasma | Historias

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1. LUIS ALBERTO

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“En ese tiempo uno ni sabía qué era la guerrilla. Hasta el día del burro”. Sentado entre sus cultivos de ahuyama –en la calle principal y frente a la Estación de Policía­–, Luis Alberto Salas Contreras habla sosegado, como si su cuerpo no hubiera recibido nueve balas en tres atentados distintos. Rememora el 12 marzo de 1996, el frente 35 de las Farc explotó un burro-bomba con 60 kilogramos de dinamita frente a la Estación de Policía de Chalán, a 9 kilómetros de Colosó (unos 15 minutos en moto), y acabó con la vida de 11 uniformados. El atentado cambió para siempre el destino de los colosoanos. En los días siguientes, la Fuerza Pública abandonó los pueblos aledaños para dejar a sus habitantes a merced de los violentos.

“Ahí conocimos lo que era la guerra”. Y en eso Luis coincide con el pueblo que quedó, donde viven poco más de 6.000 habitantes, mucho menos de los 10.000 que ocuparon sus lomas alguna vez. Las primeras masacres dejaron 18, 23 y 21 víctimas, respectivamente. Las correndillas para refugiarse en medio del fuego cruzado, los incendios provocados y las explosiones nocturnas, muchas veces, precedieron los dos campanazos de la iglesia que anunciaban el toque de queda diario a las seis de la tarde. El silencio llegaba antes de que las luces se apagaran a las 10 de la noche. Con el alba llegaba el olor a sangre seca de los cuerpos tesos que yacían fríos en cualquier esquina, dando la bienvenida al día.

“La vida era sobre lo imposible. Uno no estaba seguro ni dentro de la casa, si iban a hacer daño lo hacían donde fuera, eso no tenían que ver si eran buenos o malos, mataban a cualquiera.”

Eso, Luis lo aprendió a los balazos. A sus 82 años ya no tiene vida para resentimientos, pero su memoria mantiene lúcido aquel 25 de junio de 2000, cuando la guerra le tocó a él. Lo intenta recordar con el ceño fruncido y su mano izquierda sobre la cicatriz de su boca, la única marca física que le dejó el conflicto armado.

Hasta entonces, Luis solo había visto el terror ajeno. El asesinato de su vecina María Mercado lo hizo “arrimarse” en medio de la convulsión, a la casa de su hermana Ana Aminta, donde almorzaba su mamá, Carlota, de 80 años. Eran las horas posteriores a las carreras de San Juan, en plenas fiestas y en época de negociaciones en el Caguán, durante el gobierno de Andrés Pastrana.

A las siete de la noche, cuatro hombres armados tumbaron la puerta preguntando por Romeo Salas, su cuñado, un reconocido líder político de la zona, que para ese momento se escapaba saltando las cercas del patio. “Mi hermana los enfrentó y luego salimos corriendo pa’ dentro a abrazar a mamá, ahí nos cogieron a tiros”. Dos balazos le destrozaron el pulmón derecho a Ana Aminta; cinco rozaron a Luis; uno más le entró por la boca y le salió por el cuello; otro le partió el brazo derecho a su mamá, y la caída posterior le partió el izquierdo. “Ella cayó boca abajo, yo la intentaba voltear, pero no respondía, no sabía que ya estaba muerta”. Con el cuerpo sin vida de su hermana, y él desangrándose junto a su madre, Luis esperó ocho horas antes de que uno de sus nueve hermanos los pudo rescatar.

Hasta las cuatro de la madrugada, con botella en mano, los guerrilleros hicieron guardia en el parque junto a la casa. Esperaban que volviera Romeo, pero él no apareció esa noche, ni la siguiente, ni ninguna otra: nunca lo pudieron matar.

“Romeo era un hombre de clase, de mucho respeto”, recuerda Luis.

Su casa sigue siendo la misma de esa fatídica noche. “Y pa’ dónde más iba a coger”, es lo único que me dice Romeo cuando fui a contarle de nuestro grado de consanguinidad, por la parte de los Salas, del que me acababa de enterar. En este caso tampoco hubo razón aparente para la matanza. “Dicen que porque Romeo estaba en política”, cuenta Luis al extender su brazo para mostrar la única foto que tiene de su madre, tomada cuando todavía las secuelas de ese episodio no la habían dejado “inútil”, y antes de que los “nervios” –y el dolor– se la llevaran para hacerle compañía a Ana Aminta. Luis recibió otros tiros durante las tomas guerrilleras a un banco en el que trabajaba de vigilante, y a una finca en la que departía con los primos, pero mantiene la estabilidad al andar. Atraviesa con agilidad el patio de piso de barro, por el kiosco de palma amarga, para disponerse a cantar. Así se la pasa cada día después de regar sus cultivos y de dar de comer a los animales, por eso lo conocen los vecinos.

II. MACHECHE

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A 29 kilómetros de Colosó, el corregimiento de Chinulito tiene las puertas abiertas. Ese es un decir, porque hay casas sin puertas; habitadas solo por la maleza que cubre paredes sin techos. Un poco más arriba de los Montes de María el sol se siente con más fuerza y lo único distinto al paisaje verde rural es la Estación de Policía, una edificación en concreto pintada de blanco que tiene apenas 11 años. “No creas que esto era así de feo antes. Antes había tradición”, sentencia Macheche –como es conocida Margeli Santos Montes en todo el pueblo–, mientras alimenta a Chávez, el loro que ha acabado con sus plantas de berenjena, ñame, mango, guandú, palmito, y que asusta a sus gallinas y patos. A él –dice– le hubiera gustado tenerlo hace 22 años para que le avisara de la llegada de los paras que asesinaron a su esposo.

Después de echarles comida a los animales, regar las plantas y barrer un poco el patio de suelo de barro, la mujer de 58 años descansa en una hamaca. Su voz hace pausas al revivir la noche del 30 de julio de 1995. Eran las diez cuando dos paramilitares patearon la puerta e interrumpieron su sueño. Fueron por su esposo, Luis Eduardo Rodríguez, el ‘Chino’, sin dar explicaciones. “Dijeron que solo iban a hablar con él”. Pero unos minutos más tarde lo asesinaron junto a dos personas más en la carretera que conecta a Toluviejo y San Onofre con Cartagena.

“Apenas escuché los tiros supe que lo habían matado. Enseguida fui por un tío para que me acompañara a buscar el cadáver”.

Macheche, en este instante, perdió la vitalidad, dicen quienes la conocieron antes . Antes la tienda que tenía en su casa ocupaba su energía y la del Chino.“Nosotros solo atendíamos clientes. Le vendíamos a todo el que viniera a comprar sin importar quién era, porque de eso vivíamos”. Por eso, los acusaron de ser colaboradores de la guerrilla. En ese tiempo, el frente 35 de las Farc –que comandaba en Sucre– se movía por caminos y veredas donde la institucionalidad no llegaba.

“Uno no sabía qué era guerrilla o paramilitar”, comenta en medio de la entrevista con Macheche, Reyes, un negro delgado a quien le quitaron un ojo por falta de atención médica y que había ido por un boli.

En las reuniones en la plaza les explicaban quiénes eran y qué hacían. Supuestamente el problema era con el Estado, y su lucha era por ellos, los campesinos. Pero ese discurso se sostuvo hasta que llegó el Bloque Héroes de los Montes de María, en cabeza de Rodrigo Mercado Pelufo, alias Cadena. Y la guerra se desató.

– Cuando en la madrugada se escuchaban carros o motos, o si el perro ladraba, uno corría pal monte con la familia pa’ refugiarse– interrumpe Reyes sostenido de un bastón. –No era que uno hiciera nada, pero ellos mataban a cualquiera.

– Se llevaron hasta los postes de la luz. Mocharon todos los árboles. Y quién iba a venir a reclamar. Nadie– dice Macheche mientras asienten con la cabeza otros clientes que llegaron por bolis.

– Esa vaina es mejor ni recordarla. Uno vivía en zozobra. Con miedo, uno no dormía bien, no comía con ganas, no trabajaba mucho– continúa Reyes.

Entre la guerrilla y los paramilitares asesinaron a 40 lugareños antes de que los sobrevivientes dejaron todo, definitivamente, en el éxodo masivo de 2000, y convirtieran a Chinulito en un pueblo fantasma durante cinco años.

«25.274 personas salieron desplazadas a la fuerza de Colosó entre 1985 y 2017, según el último corte del Registro Único de Víctimas (1 de marzo de 2018).»

“Yo hubiera sido otra y me hubiera muerto. Tú sabes lo que es quedar sola, con cuatro pelaos, en una ciudad que uno ni conocía, sin un peso... Eso es duro, oyó”. Las primeras y únicas lágrimas resbalan por el rostro de Macheche. Para distraer la emoción, rápidamente coge un bidón para buscar agua en la casa de Wilfrido Luna González, como lo hacen todos los habitantes del pueblo.

III. WILFRIDO LUNA

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En un pozo de más de 8 metros de profundidad yace el agua que viene de los arroyos de las altas montañas. Es el único suministro que hay en el corregimiento. Pese a que él lo construyó para cubrir las necesidades de su familia, Wil deja la puerta del patio sin candado antes de irse a trabajar al monte. “Aquí tampoco hay luz, viene unos días sí, otros días no”, cuenta Macheche entre los animales, subiendo el balde con una larga cuerda que llega hasta donde está el agua. “El conflicto nos dejó llevados. El que no vivió la violencia se ríe de uno”. Lo dice quien tuvo la oportunidad de retornar. Los dueños de las casas abandonadas vendieron por miedo o no tienen el dinero para reconstruirlas. Tal vez por eso, de las 300 familias que conformaban Chinulito quedan hoy apenas 57. No todas son oriundas del lugar, sino víctimas beneficiarias de municipios aledaños de donde también los sacó la violencia. “Ya no hay guerra, uno vive tranquilo. Solo los pelaos que se ponen a robar. A este se le han llevado un poco de gallinas y pavos”. Macheche se refiere a su cuñado Wil.

El retorno comenzó en 2005, luego de que el Ejército desminó la zona, y de que cayera la tasa de homicidios de Colosó, que entre 2003 y 2004 llegó a ser cuatro veces más alta que la media nacional. “Ellos nos sostuvieron mientras a uno le daba la siembra y terminaba de arreglar las casas”. Pero el asesinato de Juan y Adul, padre e hijo, para hacerlos pasar por guerrilleros, sacó corriendo nuevamente a los pocos que habían. “Nos tocó esperar a que regresara la Policía, por ahí a final de ese año”. Macheche recuerda que hace poco tiempo hasta el Ejército los dejó desprotegidos. De eso fue testigo fatal su sobrino, Giovany Luna Santos, el hijo “preferido” de Wil, muerto a manos de las AUC mientras vendía aguacates en la carretera. “Decían que los espiaba. Pero qué va, uno siempre ha sido campesino”.

Ya con Wil en su finca, al lado del antiguo Colegio de Bachillerato Agropecuario de Chinulito, donde asistían más de 700 niños y hoy solo hospeda maleza, el viejo de 80 años deja su pala, obligado a hacer una pausa activa, se quita el sombrero de paja de ala ancha y empieza a hablar, con cierto resentimiento que no se puede disimular.

“Un comandante del Ejército amenazó a mi hijo, un negro grande al que le decían el ‘Gorila’. Yo sé que fue él el que le pidió su muerte a los paramilitares”.

Por ese dolor, y el de su mujer –que no resistió la huida a Sincelejo y falleció “loca” hace apenas unos cuatro años–Wil testificó contra alias Cadena, en una demanda que le interpuso después de que éste desapareció en 2005, y que la justicia falló a su favor. No tarda mucho sentado. Las obligaciones despejan su mente. “Los pelaos se han quedado fuera. Como no conocieron el campo no lo extrañan”, comenta Carlos Luna, hermano de Wil. La historia parece repetida y lo es. En Ceiba, una vereda a pocos minutos de Chinulito, también en Colosó, esa historia le ‘pega’ fuerte a Pedro Meléndez. “Lo que nosotros perdimos no lo recuperamos nunca”, dice mientras saca los granos de arroz de las cascarillas de la cosecha recién recogida.

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Él y su familia también se fueron en el éxodo masivo de 2000, con el suegro, un hermano y dos cuñados ya muertos. En la ciudad –que no conocía hasta entonces– fue vendedor ambulante, obrero, cotero y hasta mendigo. Se ayudaban con los mercados que en esa época entregaba la Cruz Roja. “Le daban a uno lenteja. ¡Imagínese! Uno que nunca había comido eso, no sabíamos ni prepararla”. Pese a la adversidad, Pedro nunca dejó de sonreír. Aún mantiene la sonrisa, pese al dolor de haber perdido a su hijo Arturo, sumido en las drogas y en las filas paramilitares. Sí, los mismas que lo despojaron de su tierra. En algún momento intentó recuperar camino, pero las “malas andanzas” lo devolvieron a las tropas. Un día le avisaron a Pedro que lo habían matado, aunque el cuerpo de su hijo nunca apareció.

“De ahí no hemos vuelto a saber nada de él. El desplazamiento llevó a la perdición a ese pelao”, dice Pedro. “Ese cambio fue tan drástico. Nosotros con él no volvimos a contar”, agrega. Como dice Macheche, “ajá, y qué más se hace”. Con ese mismo dolor se levantan hoy todos en Colosó. Con la misma tranquilidad de antes, pero sin ser como antes. Ya no se despiertan a las cuatro de la madrugada, como lo hacían antes de que la guerrilla impusiera un toque de queda hasta las seis, ya no corren al monte para huir de los paramilitares. Y mi abuelo no pudo vivir para verlo.

FOTOS: Charlie Cordero