La dulce espera. | Foto: Pixabay

UNIVERSO CRIANZA

Carta a la Carolina que fui hasta mayo de 2015

Hace 3 años me convertí en mamá y comencé la aventura más loca, absurda, inclemente, feliz y fantástica de mi vida. Hoy miro con nostalgia el tiempo que ha pasado, porque mi bebé ya no es un bebé.

Carolina Vegas *
9 de junio de 2018

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Querida Carolina:
¿Cómo estás? Sé que andas con mucho sueño, normal, ya te faltan pocos días para dar a luz. Estás inmensa, te pesa la barriga y la sostienes con ambas manos cuando caminas. Las estrías ya hicieron su roja y desgarradora aparición. Tu cerebro vive inmerso en una bruma densa que no te deja recordar varias cosas, que te hace olvidar constantemente a qué fuiste a la cocina o conversaciones que tuviste con tu esposo. Estás en un estado de alerta constante, porque en cualquier momento puede nacer. En cualquier instante podrías sentir una contracción, podrías romper aguas, podrías sentirlo abrirse paso por el canal de parto y anunciar su llegada.

No será así. No tendrás contracciones naturales, tu cuerpo no dilatará para hacer paso a esa nueva vida. No. Lo que más temes, el bisturí, abrirá una ventana para que tu niño salga. La puerta parece haber tenido fallas de origen, perdiste la llave quizás, en todo caso no quiso abrir. Pero todo estará bien. Porque las contracciones que sí vas a tener, gracias al Misoprostol que puso tu ginecóloga en el cuello del útero para evitar el Pitocín que con tanto ahínco activista le rogaste que no te administrara, hará a tu matriz entrar en acción y permitir a tu pequeño saber que va a nacer antes de que te abran y lo saquen. Por eso nació gritando a todo pulmón.

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Antes de que esto ocurra, antes de que llegue el día, entrarás en un paréntesis de espera. De días largos y noches cortas. De cuestionamientos. “¿Qué tipo de madre voy a ser?”, te preguntas casi a diario mientras bailas descalza y panzona por todo el apartamento revisando una y otra vez que la gigantesca maleta que empacaste, que es demasiado grande y tú lo sabes, tenga todo, todo, todo, lo que crees que necesitarás para esos primeros días en la clínica. Mientras, organizas todos los paquetes de pañales que te regalaron en un shower y lavas la ropa diminuta con jabón hipoalergénico.

Y aunque has esperado el nacimiento con ansias y has tenido la fortuna de desear a ese niño que llevas en tu vientre, al punto de declararte su madre desde el instante en que viste las dos rayitas en la prueba de embarazo de droguería, no tienes idea de lo que te viene pierna arriba. No sabes nada, querida Caro, porque no lo has vivido.

Lo que sí descubres de inmediato es el amor. Apenas lo ves, morado y cubierto en vernix, cuando la doctora lo levanta por encima del telón de operaciones que divide tu cuerpo en dos. Ahí está, tu razón de ser. El chiquitín que da sentido a todo lo que has hecho y has sido y has amado. Era eso, era él, para quien te venías preparando. Y aunque ser su madre no te definirá, sí es la misión más importante que te habrás asignado en tu vida.

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Las mamás nacen también, en el instante en que el pequeño respira su primera bocanada de aire. Cuando caes en cuenta de que es la responsabilidad más grande que has asumido. Te aturdirás. Pensarás que no sabes hacer nada bien, que quizás no estabas destinada a ser mamá. Y al mismo tiempo serías capaz de batirte con manos y dientes contra cualquier fiera, con tal de proteger a tu retoño. También creerás muchas veces que las cosas solo quedan bien hechas si las haces tú, y eso generará fricciones con tu pareja que está igual de aturdido y embelesado. Cometerás el error de no querer dejarlo generar su propio vínculo con su hijo, porque sentirás muchas veces que no lo quieres compartir con nadie más, que es tuyo solo. Señoras mayores, que admiras y respetas, te repetirán la frase: “Los hijos son de las mamás”. Pero no es así. También son de la pareja que los crea o los cría, de los abuelos, de los tíos. De la comunidad que crece alrededor de un pequeño, dispuesta a dar amor y tiempo, para ayudar a convertir a esa criatura en un miembro bueno y útil para la sociedad. Como dicen en inglés: “It takes a village”.

La relación con tu esposo cambiará, habrá más peleas en un principio, extrañamiento también. Será un trabajo en equipo que los llevará a entender que ambos ahora conocieron al amor de sus vidas, y que esa nueva persona va a entrar a cambiar la relación que tuvieron hasta entonces, y a cambiarlos a ustedes como personas también. Que deberán enamorarse de nuevo de las personas distintas que ahora son. Y que inexorablemente, si el amor de los ustedes falla o se pierde, seguirán unidos así no estén juntos hasta que la muerte los separe, pues crearon a otro ser que depende por completo de ustedes.

Pensarás que vas a morir de cansancio, que nunca podrás volver a ser una persona independiente, que ya jamás tendrás tiempo para ti misma. Que se acabó todo lo que te hacía feliz, que ahora estás destinada a ser solo una mamá, ya ni siquiera una persona, mucho menos una mujer. Y llorarás por lo que fuiste, por lo que eres, porque te duele ese cuerpo que ya no reconoces en el espejo, porque tienes hambre y el bebé no te ha permitido separarte de él cinco minutos para hacerte algo de comer, porque tendrás pensamientos oscuros y siniestros de tragedias que pueden ocurrir y que debes evitar, porque tus sueños parecen irrealizables, porque atornillaste mal las partes de la licuadora y se regó la sopa que hiciste de almuerzo para tu bebé de siete meses que ya empieza a comer otras cosas y no solo leche de la teta.

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Mientras tanto verás día a día cómo crece el cerebro de tu bebé, cómo sus ojitos comienzan a fijarse en objetos, cómo su sonrisa empieza a brillar, cómo responde con chillidos y griticos a tus llamados, cómo sus piernas se engordan cada día más y parece un luchador de zumo, cómo comienza a gatear, a tocar, a sentir, a descubrir.

Y muy pronto dirá mamá, y caminará, y hablará montones y rapidísimo, y cuando menos lo imagines habrán pasado 3 años y todo será más fácil y natural. Y la palabra mamá dejará de pesar y será obvia, y cada vez que él la diga se te erizará la piel de emoción. “Mamita, te amo”, será el culmen de la felicidad, Nirvana mismo. Y volverás a tener tiempo para ti, y ya no necesitará tus brazos para quedarse dormido, y dejará el pañal, y se alejará de ti en el parque para jugar con sus amiguitos.

Entonces querrás que el tiempo pase más lento, y te arrepentirás de haber pedido al segundero acelerar su paso en las noches sin sueño, en que todo dolía y el bebé se despertaba mil veces, cuando pensabas: “¿Algún día volveré a dormir?”. Y te digo, claro, sí volverás a dormir, nunca tan tranquila y plácida como ahora, pero volverás a hacerlo.

Lo más fascinante será cuando te descubras en él, cuando lo mires y veas que es idéntico a ti, que parece tu fotocopia, que habla hasta por los codos, dice mentiras, inventa historias y conquista a cualquiera con su encanto. Y luego, solo minutos después, verás que es igualito a Santiago, porque en sus ojos brilla una inteligencia inmensa, porque es hábil y cuenta con una lógica incuestionable.

Tranquila, duerme profundo y en paz estas noches de libertad en que él aún late dentro de ti. Sal y camina, tómate un café sola, mira una película completa. Lee ese libro azul que tienes sobre la mesa de noche. Que lo que viene es la mejor aventura de tu vida.

*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).