Colombia, un conflicto entre el fuego y el cambio

Los acontecimientos de los últimos días son angustiantes, ya que reflejan la profunda falta de comunicación entre los diversos sectores de nuestra sociedad. No es buen signo que, ante la crisis actual, la única respuesta sea de absolutos y polarizaciones viscerales

31 de mayo de 2021

Los acontecimientos de los últimos días son angustiantes, ya que reflejan la profunda falta de comunicación entre los diversos sectores de nuestra sociedad. No es buen signo que, ante la crisis actual, la única respuesta sea de absolutos y polarizaciones viscerales. Lo que ocurre en redes sociales, en las calles, en las carreteras, en los escenarios sociales, evidencia que no logramos escapar de la oscura tentación de caer en la violencia a pesar de la terrible inutilidad de la misma.

 

Se forman bandos extremos, movidos por pensamientos radicales que nublan la razón y la empatía, lo cual no permite proyectar cambios estructurales y justos que protejan el bien común. Y como los hemos visto durante siglos en todos los lugares del mundo, ante la ruptura del dialogo solo viene la violencia. Presenciamos la violencia de la indiferencia del gobierno, la violencia de algunos colectivos radicales que creen que con fuego y destrucción del bien público se puede cambiar un país, la violencia de las redes en un “todos contra todos” por el hecho de pensar diferente, la violencia de las ideologías confrontadas que en realidad parecieran no buscar la paz por medio del encuentro sino la pacificación por medio de la aniquilación.

 

¿Colombia debería pasar por tan terrible situación siendo un país tan privilegiado en recursos naturales, culturales y humanos? Por supuesto que no. La corrupción y la inequidad social es algo que se construye desde un sistema que todos componemos, no desde una pequeña mesa de conspiraciones. Es necesario responsabilizarnos todos para apropiarnos de nuestros errores, y así mismo, de nuestra esperanza. Es aquel crimen de la corrupción el que crea una desestabilización constante y nuestra costumbre de buscar el origen de todos los males del mundo en las acciones ajenas. La corrupción no solo es un crimen contra el fisco, es un crimen contra el bien común, contra nuestros semejantes y nosotros mismos. La corrupción en varias esferas del gobierno nacional y los gobiernos locales, la temible y creciente ola de evasión de impuestos por parte de la ciudadanía y las empresas, la destrucción del horario y el bien público en pequeña o gran escala, la corrupción de los pequeños y grandes actos.

 

Y volvemos al lugar común: la violencia está en los otros, la corrupción está en los otros, el problema está en los otros, esos otros que desconocemos e invalidamos como interlocutores legítimos, destruyendo así los principios de la democracia. Algunas alocuciones de representantes del gobierno que rayan en la indiferencia total con la lucha diaria de millones de ciudadanos por subsistir dignamente, la radicalización total de muchos ciudadanos que satanizan cualquier acción gubernamental sin miramientos objetivos. Como sea se presenta el gran peligro de la deshumanización de los otros, que se expande como fuego en las redes sociales donde se proclaman consignas radicales para solucionar todo. Aquella violencia de teclado, que nos daría para un libro completo, tan fácil de ejecutar, tan difícil de detener; creamos y replicamos desbordadamente contenidos de odio, prejuicios y estigmas como si fuera un campo de batalla, sin importarnos destruir a otros, al tejido social, sin importarnos quienes pagaran las consecuencias.    

 

Lo paradójico es que las consignas radicales y la polarización ciega solo dejan estragos, los últimos siglos nos lo han enseñado así, en muchos lugares de la Tierra; e insistimos en no aprenderlo. Todos los países invadidos por el veneno del odio terminan en situaciones de violencia de hecho, que destruyen vidas humanas, recursos naturales y obviamente producen colapsos económicos generalmente irreparables. Y generalmente acudimos a tildar a quienes no piensan como nosotros como los creadores de la polarización, pero mientras no nos reconozcamos como parte del problema no podremos encontrar esperanza para ser parte de la solución.

 

Entre el fuego y el cambio. Nos enceguece una ideología política radical, creamos un escenario de demonios y mesías, creando idolatrías hacia unos y satanización hacia otros, el dialogo se fractura a un punto que ya no escuchamos ninguna voz divergente a nuestro dogma, y lo peor de todo, llegamos a deshumanizar a nuestros adversarios ideológicos deseando incluso que les pasen cosas malas para que así el mundo sea mejor. El fuego se apropia de nuestro corazón y la posibilidad de dialogo o conciliación se extingue entre cenizas.

 

El acto político más poderoso es ser genuinamente amables y respetuosos con nuestros semejantes. Y así mismo nos sentiremos impulsados a elegir lideres interesados en el bien común y no en peligrosas luchas egocéntricas. Sería vital darle la oportunidad de liderazgo a estadistas consagrados que renuncian al voto de odio, toman un camino más digno y con su discurso protegen el bien común más allá de una lucha sectaria. 

 

Necesitamos recuperar la esperanza en el otro, así piense diferente y recordarlo como ser humano. Necesitamos vencer el odio de nuestro propio interior y no a los otros. Necesitamos recordar que la convicción, la integridad, la voluntad humana, la solidaridad son más poderosas que el fuego para cambiar a un país. Los lideres a quienes confiamos la guía de nuestras ciudades y nuestra nación no pueden estar por debajo de su suprema misión: proteger el bien común y actuar con transparencia absoluta, ya que han recibido la sagrada confianza de millones de seres humanos que confían en que dichos lideres tienen el poder de sobreponerse a la tentación de la corrupción, la megalomanía y la polarización.

 

Pueda que el discurso de desesperanza y confrontación se haya apoderado de los medios de comunicación, las redes sociales y los escenarios sociales en los últimos días, pero por un instante, solo por un instante, intentemos recordar a los otros como semejantes. Recordemos las infinitas posibilidades de la paz. Así podremos disponernos de nuevo al dialogo y la construcción. Solo así lograremos que hoy y mañana nuestros niños y niñas esten protegidos del fuego y la sangre, y puedan respirar y crecer en territorios de paz y esperanza. 
 


Mauricio Molano Mateus es psicólogo de la Universidad Nacional y educador para la paz. Durante 20 años se ha dedicado a entender la educación como un escenario de encuentro para aportar a que la sociedad sea más justa, solidaria e
incluyente. 


 


Las opiniones de los columnistas en este espacio son responsabilidad estricta de sus autores y no representan necesariamente la posición editorial de SEMANA RURAL.