Para nadie es un secreto que Colombia atraviesa el período más crítico y de mayores altibajos de su historia reciente en materia de política exterior. Décadas de esfuerzo diplomático, construcción institucional y posicionamiento en el escenario internacional han sido derribados por una conducción personalista del poder en manos de quien sabemos, desconoce los elementales principios del interés nacional y la responsabilidad del Estado frente a la comunidad internacional.
Las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos —socios estratégicos en materia comercial, de seguridad y cooperación internacional— se encuentran hace varios días en un punto de tensión que pareciera recrudecerse cada día más. El jefe de Estado colombiano guiado por una visión ideológica de corte militante, deterioró el vínculo con nuestro principal aliado histórico, poniendo en entredicho la estabilidad de los compromisos bilaterales, la continuidad de programas esenciales en materia de seguridad hemisférica, lucha contra el narcotráfico y desarrollo económico.
A nueve meses de concluir el mandato del desgobierno del cambio, el comportamiento errático, y cada vez más desafiante de Petro ocupa la vitrina pública exterior y recrea un mal estructurado espectáculo de polarización, donde prevalece la búsqueda de protagonismo personal sobre la defensa del interés nacional.
Los resultados de esta política son innegables: tras casi tres años y medio de gestión, Colombia ha perdido su condición de país confiable en la cooperación internacional, ha sido descertificada en la lucha contra el narcotráfico y enfrenta sanciones que incluyen la restricción de visas al presidente y altos funcionarios del Gobierno, sumado a esto, se presencia ahora la inclusión de miembros de la familia presidencial —otrora símbolo de dignidad y respeto— en listas internacionales de control financiero, como The Office of Foreign Assets Control (Ofac) o también conocida como lista Clinton. Estos hechos, más allá del impacto simbólico, reflejan la pérdida de credibilidad institucional y el debilitamiento del principio de buena fe en las relaciones internacionales.
El aislamiento diplomático es ya una realidad palpable. La reciente cumbre de la Celac – UE (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños y Unión Europea), celebrada en Santa Marta, evidenció la pérdida de respaldo y liderazgo de Colombia en el contexto regional. La ausencia de mandatarios y representantes de alto nivel no puede interpretarse sino como un mensaje inequívoco de desaprobación hacia la conducción actual del Estado colombiano y su fallida y confrontacional política exterior. Colombia pasó de ser un referente de estabilidad a convertirse en un ejemplo de improvisación diplomática.
Más recientemente, el presidente ordenó a todos los niveles de la inteligencia de la fuerza pública suspender envío de comunicaciones con agencias de seguridad de Estados Unidos, según él, como forma de protesta por el ataque con misiles a lanchas en el Caribe. Lo del presidente apela a un protagonismo y necesidad de atención únicos que solo ratifican la inseguridad de quien gobierna ilegítimamente.
La ejecución del mandato Petro conduce a un solo destino: la destrucción institucional, el auge del narcotráfico, el fortalecimiento de los grupos armados ilegales y el incremento de los asesinatos de líderes sociales y miembros de la fuerza pública. A todo lo anterior se le suma la confrontación internacional y la perdida de respeto en la política global. Pese a todas las consecuencias derivadas de la pésima gestión de Gustavo Petro, la respuesta es típica de un guerrillero: “Prefiero morir luchando que preso en otro país”, ignorando que no se trata de él, sino del bienestar nacional, ratificando que su dignidad quedó encerrada en el bobicomio en que convirtió a la Nación.