Hace un tiempo compartí sillas en un largo vuelo con una ciudadana de una monarquía del mar del Norte. Al enterarse de mi procedencia colombiana me contó maravillada cuánto le gustaba nuestro país, la amabilidad de sus gentes, la belleza irresistible de su naturaleza y la fenomenal riqueza de aves. Su esposo había desempeñado un alto cargo en una compañía global sajona y ella y sus pequeños hijos disfrutaron de años espléndidos en nuestra tierra. Claro está, que como lo anotó con precisión, no era tampoco ingenua frente a los que consideraba los males que dañaban a Colombia, entre los que destacó –en primer lugar– la desigualdad y la violencia. Y me relató muy conmovida uno de los casos de trato humillante que observó de manera directa.

Todo aconteció, según me narró, en un club campestre en la más exclusiva zona de veraneo cercana a Bogotá. Ella había viajado allí por unos días acompañada de sus niños y de la joven au pair, niñera como decimos nosotros, que se había convertido en su mano derecha y a la que sus pequeños idolatraban.

El primer día, cuando estaban sentadas a la mesa en el agradable comedor del hotel, un administrador se le acercó para decirle que la joven no podía estar allí. La ciudadana nórdica creyó no entender lo que el señor le decía y le pidió el favor que le explicase qué era lo que le solicitaba. Este le dijo que la niñera no podía estar sentada allí y que debía desplazarse a un lugar designado para ellas. Ante esta situación de trato desigual aberrante, la señora procedió a empacar maletas y alejarse de un lugar, en el que como me lo dijo, aún no se habían dado cuenta de que hacía dos siglos había tenido lugar una revolución que proclamó la igualdad de los seres humanos y dejo atrás los vetustos y ridículos privilegios feudales.

Esta situación vergonzosa es pan de cada día en nuestro país. La desigualdad en el trato, la creencia que un origen social distinto y unos pesos de más hacen de otra condición a un minoritario grupo, son uno de los comportamientos más atrasados en nuestra sociedad. Durante siglos, a quienes ponen esto en evidencia les tildan de inmediato de resentidos, lo que confirma el anacrónico y feudal mundillo en el que vive encerrado un excluyente grupo de nuestra sociedad.

El exhibir el origen para demostrar una pretendida superioridad es claramente una muestra de todo lo contrario: la tremenda inseguridad que caracteriza a quien no tiene otro medio de imponerse sobre el resto que la precariedad de sus propios orígenes. Colombia nunca tuvo una aristocracia verdadera. El único título nobiliario que se exhibió en Bogotá en el siglo XVIII era chimbo, pues su poseedor nunca le pagó a la Corona los derechos por disfrutarlo.

De manera que una parte de las élites lo que oculta con su provinciana arrogancia es una gran inseguridad, que se refleja en la enorme importancia que se le concede a asociarse a lo europeo y americano del extremo norte, que es una suerte de pátina que le da algo de seguridad al criollo, aunque en las latitudes septentrionales no pase de ser un sureño con plata.

Contrasta lo que describe la súbdita extranjera con relación al trato humillante al que fue sometida su niñera, con las posibilidades que se abren frente a jóvenes del mundo, entre ellas muchas colombianas, que encuentran un lugar en otros países trabajando como au pair. Para muchas de ellas, estos resultan años magníficos de su juventud en los que son acogidas por familias que les brindan un cálido e igualitario trato, mientras pueden trabajar y estudiar. No en vano, el Oxford Dictionary dice del término au pair, que viene del francés, en el tardío siglo XIX, y que significa literalmente, ‘en términos equitativos’ (Late 19th century from French, literally ‘on equal terms’).

A términos equitativos, en el trato y en las oportunidades, es a lo que aspira la mayoría de nuestra sociedad. Ese es un derecho que se ha ganado con años de esfuerzo y trabajo digno. Otra anécdota, esta vez de la visita de un político colombiano al Reino de España, ilustra bien quiénes, entre otros, bloquean el acceso a esa igualdad. Al político le fue asignado un grupo de seguridad en aquel país y en algún momento trató a uno de sus guardaespaldas como su cargamaletas, a lo que este le señaló: señor, yo estoy para cuidarlo, sus maletas y maletines cárguelos usted.

Estamos en una época de rechazo global a las formas más aberrantes de elitismo. En nuestro país, el trato desobligante es pan de cada día para las personas de disímil condición social. No tenemos porque ser prisioneros de un feudalismo demodé que les cierra puertas a millones. Y después no pregunten, si Colombia es puesta patas arriba, quién fue el culpable. Lo son ellos con su retrógrado clasismo.