Los interrogaron, los torturaron, los amenazaron con segarles la vida. Hasta les hicieron cavar su propia tumba para derrumbarlos.
Todo fue en vano. Los ocho respondieron los destemplados cuestionamientos con verdades, con rezos, sin perder la esperanza de que la palabra de Dios agrietara esos corazones pétreos.
Al tercer día del secuestro, les ordenaron tenderse en el piso, primero los dos afros, seguidos del resto de varones y las dos mujeres cerrando la fila. Los guerrilleros estaban hastiados de seres humanos bondadosos, trabajadores, sencillos, a los que no lograban arrancar palabras que sonaran a confesión.
Frustrados, rabiosos, los apuntaron con sus fusiles y vaciaron los proveedores en los cuerpos indefensos. Después, los remataron con tiros de gracia.
Una vez concluida la masacre, con la ayuda de otros farianos, echaron los cadáveres a una fosa. La cubrieron con tierra, ramas y hojas, confiados en que la manigua borraría todo rastro de la matanza. Habían elegido un lugar solitario, apartado, en una región dominada por ellos, las Farc-EP de alias Mordisco. Quedarían como desaparecidos, una mera cifra para engordar las estadísticas.
La tragedia había comenzado el 4 de abril pasado. Alias el Indio mandó llamar a cuatro habitantes de la diminuta vereda Agua Bonita, a unos 40 minutos en moto desde el casco urbano de Calamar, por una carretera destapada bordeada de fincas ganaderas.
Los citados procedían de Arauca, de donde partieron unos ocho años atrás, persiguiendo el sueño de dar a los suyos una vida mejor en Guaviare, donde la tierra tenía un coste menor.
Al día siguiente, el comandante pidió que fueran los restantes, también araucanos. No los conocía, pero sus nombres figuraban en una lista y el Indio quería mostrarse ante sus superiores como un mando activo, con autoridad y carácter implacable.
Tenían una informante en la alcaldía, nada menos que una abogada, funcionaria de la personería, íntima de un guerrillero y pareja de un policía. No solo Angie Liset Jaramillo les proporcionaba secretos por amor, también por plata.
Las Farc-EP, dueñas de una vasta región que abarca Calamar, El Retorno y Miraflores, sospechaban que el ELN planeaba incursionar desde Arauca en el Guaviare para arrebatarles su reino. Estaban convencidos de la complicidad de araucanos en el terreno y alguien señaló al grupo de Agua Bonita sin prueba alguna.
Trasladaron a los citados por río hasta El Cofre, una finca donde los ocho enseguida advirtieron que no se trataba de un encuentro con los amos de una región sin Estado, para aclarar algún malentendido.
A unos los encadenaron y a otros les ataron las manos con una cinta de poliéster. Al segundo día, los volvieron a embarcar con destino a La Ojona, una hacienda abandonada.
Desconcertados, sin comprender nada, escucharon que serían sometidos a “un consejo de guerra”, acusados de ser la punta de lanza del ELN en Guaviare. Jesús Valero, Maribel Silva, Carlos Valero, Isaí Gómez, los pastores cristianos James Caicedo y Nixon Peñalosa, así como el matrimonio formado por Marjury Hernández y Óscar Hernández, no alcanzaban a entender el fin del vendaval de falsedades, calumnias, maldades.
“No somos del ELN ni tenemos nada que ver con ellos”, repetían hasta el cansancio. La violencia, imponer ideas con armas, era lo opuesto a la palabra de Dios, única voz que guiaba sus vidas. Pero al Indio y a sus compañeros la verdad no les servía. Exigían que se ajustaran al libreto que vendieron a sus jefes. Eran del ELN y punto.
Al tercer día escucharon el sobrevuelo de un helicóptero. La guerrilla se puso en guardia. Temían que les arrebataran sus presas. Antes muertas que liberadas.
Los empujaron hacia un laboratorio de coca. Los hicieron tumbarse en el piso, boca abajo. Sin perder un minuto, apretaron el gatillo y, una vez enterrados, volvieron a sus lugares habituales sin remordimientos.
“Nadie ha visto nada”, ordenaron. “Si las familias preguntan, están retenidos y volverán a casa en cuanto aclaren unas dudas”.
Lo mismo regía para la abogada. “Tienen que mandarme dos millones adicionales”, fue su único reclamo al jefe guerrillero tras conocer la masacre. También era la encargada de despistar a las autoridades ante cualquier operativo y de perfilar a contratistas para que las Farc-EP tuvieran los datos precisos de sus finanzas de cara a las vacunas.
Con el transcurrir de las semanas, los rumores se dispararon. Que los mataron, que siguen vivos. Las Farc-EP sostenían la mentira, igual que la abogada comprada.
Cuando parecía que nunca se conocería lo sucedido, los fiscales encargados del caso desentrañaron el misterio. Con un extraordinario trabajo de orfebrería, que relataré en otra columna, fueron atando cabos. Primero confirmaron la masacre, después hallaron la fosa. Pero querían cumplir con el deber de cazar a los criminales. Y lo lograron. Es tan buena la investigación, que no tendrán escapatoria. Ahora le toca actuar a la Justicia.