Halloween debería declararse patrimonio emocional de la humanidad. Es el único día en el que uno puede ser exactamente lo que le da la gana sin pedir permiso y conscientemente, que todo hay que decirlo.
El resto del año, en cambio, uno vive disfrazado sin saberlo. Disfrazado de responsable, de tranquilo, de funcional, de “yo puedo con todo” y ahí está el verdadero miedo: no en los cementerios ni en los fantasmas, sino en que alguien o incluso nosotros mismos descubramos que a veces no tenemos ni idea de lo que, aquí, estamos haciendo.
En lo personal, Halloween me encanta porque es honesto. Todos sabemos que es mentira. En cambio, el resto del año fingimos que todo es verdad: la felicidad, la pareja perfecta, el propósito de vida, el “me encanta mi trabajo”… En consecuencia, con la norma, casi todo, para suavizar la cosa y no exagerar, es un disfraz.
Las expectativas son el maquillaje corrido de ese disfraz. La expectativa del amor eterno, del trabajo en el top diez, el cuerpo firme, el jefe razonable. Un catálogo de fantasías con garantía de frustración.
El miedo, ese que sí da susto, viene del más acá. De esperar demasiado. De los “debería”: debería irme mejor, debería ser más zen, debería dormir ocho horas, debería tener paz interior y, ya que estamos, debería tener una huerta orgánica.
Cada “debería” es un pedacito de miedo que se te pega con silicona caliente al alma y, claro, terminas disfrazada de expectativa ajena, ahogada en brillantina y culpa.
La expectativa es el miedo con tacones. Camina elegante, promete glamour emocional, pero al final deja ampollas. Todo lo que uno espera con ansiedad tiene fecha de desilusión. La expectativa es cómo creer en el coco, pero con diploma universitario: uno sabe que no existe, pero igual deja la luz prendida.
La vida, por suerte, no tiene el menor interés en cumplir nuestras expectativas y menos mal. Debo decir que esto apenas si lo estoy aprendiendo, confieso que me ha costado lágrimas y seguramente lo seguirá haciendo; pero, volviendo a lo importante, si todo saliera como lo planeamos, la existencia sería una comedia mal editada: sin improvisación, sin sobresaltos, sin esos giros ridículos que luego uno llama aprendizaje, sin humor, ese que alguien me describió hace poco como: dolor + tiempo, sin nuevos personajes que permitan encarar a los repetidos y sin la locura infinita de la pasión en vela.
La vida es una casa del terror a donde uno entra gritando y sale despeinado con una foto completamente absurda, muerto de risa. Quizá el truco está en no tomársela tan en serio, entonces las metas se pueden ubicar como el mapa y las expectativas en el ítem de peligro por niebla, conduzca con cuidado.
Traduzco: una meta dice “voy hacia allá” y la expectativa “quiero que allá sea exactamente de esta manera” y ahí, doy fe, se pudre todo porque aparece el miedo y ese señor se alimenta del control y mientras más quieres controlar, más te asustas. Zombis, verdaderos personajes del horror.
Es como ver una película de miedo y gritarle al protagonista “¡no entres ahí!”… Ya entró y nosotros también.
El miedo, además, tiene la pésima costumbre de disfrazarse de sensatez, trae sabor a caramelo, a buen consejo, dice cosas como: piensa bien, espera, no te precipites, qué irán a decir, y no está mal oírlo, no digo que no, pero no siempre está bueno hacerle caso.
¡Caray!, pero es que el miedo sí que habla bonito y cuando uno menos se da cuenta termina acomodado en el lugar de siempre, con la esperanza de que el juego no se desarme, de que las supersticiones hagan lo suyo y de que, bajo la ley del merecimiento, la vida nos presente su show de magia. Nos volvemos las víctimas y en el intermedio el camino te mira riéndose a carcajadas.
Yo admiro a la gente que confía. No a los que te venden cursos para confiar en ocho pasos. No. A aquellos que saben que la vida es un caos perfectamente sincronizado, que el miedo no se supera, se administra, que soltar no es iluminarse, es perder ganándose a uno mismo, que reír es el gran antídoto, porque si te puedes reír ya sobreviviste y que uno tiene derecho a perderse para encontrarse.
La confianza es eso: un acto de fe en que todo va a salir… más o menos, y que más o menos está bien y que en ese punto es cuando aparece la microfelicidad: ese instante en el que no esperas nada y, sin embargo, todo resulta suficiente. El café no está increíble, pero está caliente; el plan no fue perfecto, pero hubo amor; el día no fue mágico, pero no te moriste.
En Halloween la vida se siente más sincera, uno se disfraza, sabe que es falso e igual lo disfruta. Se me ocurre que, tal vez, la verdadera madurez es eso: saber que todo es un juego y que los sustos son parte del decorado, porque, para volver a la idea, el día que te tomas la vida demasiado en serio, el miedo gana y el miedo, aunque sepa a caramelo, no da dulces, da calambres.
Este año me disfrazo de mí misma. De esa versión que ya no pide permiso, que no se disculpa, que no necesita que la aplaudan para seguir bailando, que viaja perdiendo el tiempo para ganarlo, que comparte espacio con su solitud. Me pongo mi propia cara y salgo a asustar expectativas, porque no hay nada más aterrador, y lo he constatado, que una mujer que dejó de esperar.
Esa es la bruja moderna: la que sabe que la vida no se arregla, se habita y que el miedo no se vence, a ese, se le invita a tomar algo. De sustos, ni de amor, nadie se muere, uno se muere de aburrimiento, de no hacer lo que le corresponde y de tratar de encajar en el molde equivocado.
Por eso el dulce truco de la vida está en caminar sin miedo y sin expectativas, sabiendo que nada saldrá como esperabas, pero igual saldrá. Las expectativas son puro humo y las metas, en cambio, fuego que se enciende cada día.
Oye, y si nada sale, que tampoco es tan macabra la existencia, te disfrazas, te maquillas, otra vez, te ríes y vuelves a intentarlo.
Porque, al final, la vida no es más que un gran Halloween: todos asustados, todos fingiendo, todos buscando dulces que no existen. Como en las películas de terror, hay que reírse del susto. El que aprende a reírse, gana el juego.
Yo, por mi parte, cuando escuche el timbre de la vida, abriré tranquila, ofreceré vino y diré: “Bienvenido, miedo. Ya sabía que eras tú. ¿Risa o expectativa?”. Muajaja!