Lo que vimos en Nueva York no fue un discurso más de Gustavo Petro, fue un acto de irresponsabilidad y de provocación que lo deja al borde del abismo diplomático. No contento con la descertificación por sus pésimos resultados en la lucha antidrogas, ahora se queda sin visa americana después de salir a la calle a llamar a los militares estadounidenses a desobedecer a su propio presidente, Donald Trump.

Que quede claro, eso no es un chiste ni una exageración. En Estados Unidos, instigar a las Fuerzas Armadas a desconocer al comandante en jefe es considerado un delito gravísimo. Es incitación a la sedición, a la insubordinación militar, un ataque directo a la estabilidad de la nación. Que un mandatario extranjero lo haga, además con megáfono en mano como verdulera de galería en suelo norteamericano, no solo es un insulto, es un desafío frontal a la institucionalidad de la primera potencia del mundo.

Por eso la reacción de la administración Trump fue inmediata. El Departamento de Estado, en cabeza de Marco Rubio, tomó la decisión de removerle la visa a Petro. Y no lo hizo por capricho, lo hizo porque un presidente colombiano traspasó la línea roja de la diplomacia y del respeto mínimo entre naciones aliadas. Petro quedó “descertificado” dos veces, en la lucha antidrogas y en su máscara de “líder mundial”, hoy hecha trizas ante la comunidad internacional.

Pero la cosa va más allá de un trámite migratorio. Cuando Estados Unidos le quita la visa a un jefe de Estado, lo está declarando persona no grata en su territorio. Es el mensaje más fuerte que un país puede enviar sin romper relaciones formales. Le están diciendo al mundo que Petro no es un interlocutor confiable, que es un agitador al servicio de causas ajenas a la democracia.

Y es que su comportamiento encaja en el mismo patrón. Minimiza al Tren de Aragua llamándolos “delincuentes comunes” cuando Estados Unidos ya los declaró terroristas. Agradece a Cuba y Venezuela como supuestos sembradores de paz, cuando en realidad son dictaduras que roban elecciones, encarcelan a opositores y protegen a narcotraficantes. Petro se convirtió en la voz internacional de las mafias y de los regímenes más oscuros de la región.

La verdad es que lo que hizo en Nueva York lo retrata de cuerpo entero, un gobernante aislado, degradado a agitador callejero disfrazado de presidente, mintiéndole a su país y poniéndose en ridículo ante el mundo. Colombia no fue la que perdió la visa, fue usted señor Petro. Colombia no fue la descertificada, fue usted. El país seguirá de pie con sus instituciones y sus ciudadanos, pero usted quedará marcado como el tartufo tropical que traicionó la confianza internacional y se puso del lado del narcotráfico.

La decisión de Estados Unidos es histórica. Y debería ser apenas el comienzo. El secretario de Estado, Marco Rubio, debería considerar ponerle recompensa a Gustavo Petro por su complicidad con la narco-dictadura venezolana. Porque lo dicho en Nueva York no fue un exabrupto aislado, fue la confirmación de que el inquilino de la Casa de Nariño no gobierna para Colombia, sino que gobierna para el narcoterrorismo que tanto daño le ha hecho a nuestro país.

Ñapa. Nada de lo que hace Petro es ingenuo. Busca la confrontación con Estados Unidos porque necesita la excusa perfecta para victimizarse y gritar que hay un “enemigo externo” persiguiéndolo. Quiere desestabilizar a Colombia, tensionar las instituciones y preparar el terreno para impedir que en 2026 haya elecciones libres. Ese es el verdadero motivo de su provocación, la jugada peligrosa de un presidente que no gobierna para la democracia sino para perpetuar un modelo fracasado.