El despliegue de una flota gigantesca en aguas del Caribe, fue presentado por Trump como una operación indispensable contra el “narcoterrorismo”, una afirmación poco creíble. De la misma manera que no tiene sentido usar un fusil para matar insectos, es igualmente un disparate desplegar un poderoso arsenal para bombardear unas lanchas que supuestamente transportan drogas ilícitas. Bastaba seguir usando, como siempre se ha hecho, las embarcaciones del servicio de guardacostas que tienen capacidad suficiente para confiscar esos cargamentos, detener a sus tripulantes y someterlos a la justicia.

Los operativos realizados, que hasta ahora han causado cerca de cien muertos, son contrarios al derecho internacional y al propio de los Estados Unidos. Los supuestos “combatientes”, por su estado de indefensión, no eran tales, así se les pueda calificar como delincuentes. (O, según Petro, como meros “pescadores”). En esta materia el consenso político y académico es absoluto. Esos crímenes, además, son inútiles. La experiencia enseña que cada que se bloquea una ruta, los narcos abren otra.

Como si lo anterior fuera poco, el mercado de las drogas ilícitas está jalonado por el fentanilo, que los países andinos no producen. En los últimos cinco años, el fentanilo ha pasado de ser una presencia marginal a convertirse en el eje central del mercado de drogas ilícitas en Estados Unidos, con un aumento explosivo en su participación en las muertes por sobredosis. Por lo tanto, el problema de salud pública que Trump invoca como justificación de sus acciones en nuestras costas es, en buena parte, equivocado.

Siendo esta la realidad, cabe preguntar: ¿Cuál es, entonces, el propósito de semejante exhibición?

Notificarle, creo yo, a China y sus aliados que las aguas comprendidas entre el Golfo de Mexico y la frontera sur del mar Caribe están bajo el control de los Estados Unidos. Se trata en los hechos —que no en las palabras— de una mera recordación de la doctrina Monroe promulgada en 1823: “América para los Americanos”, categoría en la que no cabemos Canadá, los países iberoamericanos y la región insular del Caribe. Los Estados Unidos tienen el poder bélico suficiente para mantener lejos de su “patio trasero” a potencias extracontinentales. Un triunfo un tanto precario por cuanto China se sigue consolidando como el principal socio económico de casi todos nuestros países (México y Colombia son las excepciones).

Si ese mensaje de hegemonía territorial ya se ha pasado con contundencia, parecería razonable que, poco a poco, la flota estuviere retornando a sus bases. Puede ser, incluso, que así esté sucediendo, aunque una parte de esa capacidad ofensiva siga presente en la costa adyacente a Venezuela para apalancar, con su sola presencia, el segundo objetivo perseguido por el presidente Trump: sacar a Maduro del poder.

El móvil de este proyecto no es exactamente la defensa de la democracia, que ya no es parte de la política exterior de los Estados Unidos, menos todavía en los tiempos de su actual presidente, que es tan amigo de déspotas como Putin, Bukele y Netanyahu, y que trató de dar un golpe de Estado para impedir la posesión de Biden. El objetivo general es demostrarle al mundo que es un líder mundial, capaz de resolver el conflicto en la Franja de Gaza, la guerra en Ucrania y la expulsión de una dictadura socialista en la esquina norte de Suramérica. Es obvio que también le interesa controlar las vastas reservas energéticas de nuestro vecino.

Sin embargo, las dificultades son enormes. La opinión pública estadounidense no respaldaría una invasión masiva a Venezuela; tiene claros los resultados desastrosos de las guerras que ha perdido en Vietnam, Irak y Afganistán. Los caminos posibles son otros: el apoyo a una insurrección militar que, hasta ahora, no ha sucedido; o la negociación con Maduro para que “a las buenas” deje su cargo. Para ayudarlo a “entrar en razón” se ha paralizado el acceso a Venezuela por mar y aire.

A su vez, de acuerdo con la Carta de Naciones Unidas, la guerra solo es legal con autorización del Consejo de Seguridad o en defensa propia. Afirmar que Venezuela es una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos es delirante. Bien distinto es que unos cuantos venezolanos transporten de manera pacífica drogas hacia Estados Unidos, que es lo que hoy sucede, a que con recursos financieros provenientes de actividades prohibidas se hayan financiado en 2001, los ataques —esos sí terroristas— contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Así haya sido un fracaso descomunal, la invasión de Afganistán tenía sentido.

Esto que acabo de escribir ya lo he señalado antes. Lo repito porque la tesis trumpista configura, igualmente, una amenaza para Colombia.

Los perjuicios para la población civil son ya enormes, pero pueden venir otras medidas muy dolorosas: bloqueo de las comunicaciones digitales, parálisis de los sistemas de pago y suministro de electricidad, embargo de la importación de gasolina. Todas estas acciones pueden ser adoptadas sin disparar un solo tiro, y sin desembarcar los infantes de marina que, contentos de su papel decorativo en la operación en curso, disfrutan el sol del Caribe, juegan cartas y ven series de TV. Es posible que uno que otro lea a Homero, Shakespeare o Paul Auster…

En la medida en que la presión aumenta, el riesgo de un nuevo éxodo de población venezolana hacia Colombia se incrementa. El momento no podría ser peor. Padecemos una grave crisis fiscal y estamos gobernados por gente cuya fidelidad a la causa socialista es comparable a su ineptitud.

He leído con tristeza el mensaje de María Corina a sus connacionales. Habla a su Pueblo —al que de una manera ejemplar representa— con la fe y esperanza propias de los profetas. Le dice que la redención es inexorable y que la hora está cerca. Quiero que tenga razón…

Epígrafe. Leemos en la Biblia: “Y Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros… Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos.”