Hay viajes que uno no planea con el cuerpo, sino con el alma. El año pasado hice algo que nunca antes había experimentado: me fui de viaje sola. Absolutamente sola. Sin pareja, sin hijos, sin ir a visitar a la familia, ni a refugiarme en un lugar conocido.
No iba a descansar de nada, iba a conocer y con ello no me refiero solo a conocer un territorio: fui a explorarme en un territorio nuevo.
La primera vez que lo conté, me preguntaron si no me daba miedo. ¡Hombre! Claro que sí. Pero entendí, al responder, que si no conocía el lugar, no podía perderme más de lo que ya estaba o de lo que ya he estado durante toda mi vida.
Así que dejé de temerle a eso: al extravío, al no saber hacia dónde voy o a tener que inventarme un trayecto y descubrí algo maravilloso: viajar sola no es estar sola, es estar conmigo en alta definición.
Caminar sin la prisa de los demás, comer a la hora que se te antoja, perderte en calles donde nadie te espera. Esa sensación de libertad es una inmensa, bellísima e insospechada bendición.
No eres madre, ni pareja, ni profesional, ni ‘la que siempre resuelve’. Solo eres tú y en esa simpleza aparece una plenitud que no sabías que existía.
En términos sociales, con toda honestidad, la mediana edad suele llegar con una sensación de frontera. Aparecen esos límites inesperados: ‘¿A esa edad sola?’; ‘¿sin plan?’; ‘No, terrible; ¡me muero de susto!’, que te planteas o te plantean.
Hay quienes creen, por ejemplo, que viajar sola a los cincuenta y más es una excentricidad, una extravagancia tardía, casi un acto de rebeldía, y tal vez lo sea; pero bendita, por siempre, bendita rebeldía, porque romper muros, propios y ajenos, es la mejor manera de escribir un honesto recorrido interior.
Durante años, nos entrenaron para no incomodar, para cuidar, para servir, para mantenernos en el mismo sitio por temor a desordenarlo todo y a perder el control, pero llega un momento en el que la vida empieza a hablarte más claro que nunca: si no te mueves, te secas y sí, no me refiero solo al cuerpo, hablo, literalmente, del alma.
Descubrí, entonces, que viajar sola es aprender a confiar en el instinto, a leer señales, a recalcular sueños, a sentarte en un café sin celular y mirar a tu alrededor, a dejar que la vida te toque porque de eso se trata: de dejarse tocar por la creación, de no ponerle tanto filtro a la experiencia, de vivir sin pedir permiso para poder sentirse extasiada por la propia existencia y, en ese sentido, por el camino, por la belleza, la alegría, el cosmos, por todo aquello de lo que se es parte.
Puedo dar fe de que no existe nada como perderse en un lugar desconocido porque, más allá de reírte un rato, no puedes perderte donde nunca has estado. Solo puedes encontrarte. La soledad, entonces, deja de ser la amenaza latente y se convierte en la inmensa maestra y la solitud, esa palabra que suena más suave que soledad y que anda menos vilipendiada, llega para ser un privilegio que te permite escucharte, sin distracciones, sin justificarte.
Sin duda, hay momentos en los que agota ser parte de la coreografía social del deber ser y es ahí cuando viajar sola es como saltarse el 1, 2, 3 y dejar de seguir el paso que todos marcan. No hay que bailar al ritmo de nadie, se trata de encontrar el tuyo, aunque sea torpe, aunque cambie cada día.
Estoy convencida de que viajar a solas debería especificarse como un derecho a la terapia más personal, humana y trascendental a la que uno pueda y deba someterse. Tendríamos que reivindicar la valía de estar en nuestra propia compañía y habría que practicar todo esto, esos viajes, más a menudo, sin importar que el paseo termine unos metros más allá de nuestras zonas conocidas y de perder un poquito del confort mental al que a diario permanecemos atados.
La mediana edad tiene mala prensa. Nos dicen que es el comienzo del declive, pero no, confirmo que no lo es. Es el punto exacto en el que ya sabes quién eres y te queda el tiempo perfecto para tomar la mejor decisión de tu vida y ser lo que tú quieres. Es el tramo de la vida en el que se mezclan la experiencia y la posibilidad, y es de esa receta de donde nace la verdadera aventura.
Cuando te das permiso de viajar sola, entiendes que ya no estás buscando lugares, sino versiones de ti misma. Que cada sitio te muestra algo que habías dejado de mirar y que el mapa está dentro de ti. La libertad no siempre viene en forma de vuelo o carretera, a veces, también es un silencio que no pesa junto a la persona que amas y eso, por supuesto, también es viajar: es moverse hacia adentro mientras el mundo se mueve afuera.
En cada viaje descubro una versión más ligera de mí. Una que no necesita demostrar nada, que aprendió a buscar y a disfrutar la verdad del instante y eso, créanme, no tiene edad. El límite más infranqueable no lo imponen los demás, nos lo planteamos nosotros con esa vocecita que dice: ‘Ya no estás para eso’.
Por eso, cada vez que la escuches, sal, compra un tiquete, camina sin destino, ve a un museo, siéntate en un parque. No hace falta ir al otro lado del mundo, también he aprendido que a veces basta con mirar tu propia ciudad como si fuera nueva.
Reescribir nuestra historia es, en sí mismo, algo que comienza cuando dejas de esperar que otros te acompañen para atreverte a vivir, porque la plenitud no viene de la multitud, viene de la conciencia y eso es un placer del que, personalmente, no pienso privarme.
Viajar sola me enseñó que el mundo está dentro de mí, latiendo distinto cada día, que el miedo nunca desaparece pero se domestica. Que hay belleza en estar sola con tus pensamientos, en reírte contigo misma, en dormir en otra cama, en despertar sin itinerario y sin saber perfectamente qué pasará.
Si algo me ha enseñado este maravilloso experimento, es que la vida no se acaba cuando se cambian las prioridades, se reinventa. Que uno no se vuelve invisible al cumplir años, se vuelve más selectivo, que eso está bien y que la edad no es una frontera, sino una coordenada desde la cual se mira el mundo con más curiosidad.
Por eso, cuando alguien me pregunta si no me da miedo viajar sola, sonrío porque, si miro en retrospectiva, entiendo que me dio más miedo quedarme donde ya no pasaba nada y que por eso me fui.
Sin certezas, sin planes perfectos, sin testigos, andariega, y en ese movimiento encontré algo que no sabía que había perdido: la capacidad de asombro y, es una realidad, nada rejuvenece más que dejar que la vida te toque, te abrace, te susurre, te bese; sin protocolos, sin permisos, silenciosamente, para añorarla y volver a adorarla.
La mediana edad es el mediodía de la conciencia. Es el momento en el que entendemos que no hay destino más importante que aprender a estar bien con uno mismo y que la travesía no es una escapatoria, sino una reconciliación.
Así que sí, viajé sola y mientras escribo estas palabras lo estoy haciendo de nuevo, porque descubrí que no hay mejor manera de buscarse, encontrarse y abrazarse. Lejos, muy lejos, de ser un vacío, la solitud es el espacio más fértil que existe para siempre, volver a empezar y ya lo dijo Cerati: “Siempre es hoy”.
Pdta: De Malta a Manchester…