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Crédito: cortesía del director.

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‘La torre’: el manifiesto cinematográfico de Sebastián Múnera

La ópera prima del director colombiano tuvo su estreno mundial en el Festival de Cine de Róterdam y participará en la edición 58 del FICCI. Arcadia conversó con él sobre su trayectoria y su obsesión con las bibliotecas.

Laura Ospina
1 de febrero de 2018

Pasillos alargados, salas amplias y anaqueles llenos de material bibliográfico, revistas, libros de referencia y colecciones patrimoniales. Así son las bibliotecas: centros que contienen la cultura, lugares de tránsito para las personas que buscan el conocimiento, una comunidad o un espacio para pensar.

Las bibliotecas, su contenido y su relación con lo que las rodea son elementos que han sido explorados por el artista plástico Sebastián Múnera en proyectos como La imagen perdida, Balthazar, FoyerLa biblioteca troglodita. Son muestras, intervenciones y reflexiones que indagan por la arquitectura, la institucionalidad y el archivo fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín.

Luego de cuatro años de trabajo Múnera encontró en lo audiovisual la posibilidad de consumar las manifestaciones artísticas que ha explorado a través del tiempo. A principios de este año presentó La torre, un largometraje y una experiencia visual que a través de tres personajes revela una única imagen de un atentado que sufrió la Biblioteca Pública Piloto. La película se estrenó el pasado domingo 28 de enero en la edición número 47 del Festival Internacional de Cine de Róterdam, en la categoría ‘Bright Future’, y hace parte de la Selección Oficial de Cine Colombiano del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICCI) de este año.

¿Qué bibliotecas exploró antes de la Biblioteca Pública Piloto?

La primera biblioteca donde hice una intervención artística fue la Gonzalo Vidal, en Ayacucho, en el Centro de Medellín. Lo que hice fue disponer de dibujos escondidos en diferentes espacios de la biblioteca para activar otros objetos, historias y usuarios que estaban ahí.

Luego, en la Efe Gómez hice una exposición que se llamó Pecado original, que consistía en hacer diferentes tipos de intervenciones en la parte central de la biblioteca: seleccionaba libros y los hacía visibles. La idea era coger el ‘fruto prohibido’, tomar las imágenes de otros y volverlas propias en una especie de acto creativo liberador. También, durante una residencia en Cali, trabajé en un centro de documentación e hice una reflexión sobre cómo las bibliotecas no son lugares estáticos para guardar información, sino todo lo contrario, son espacios de puro movimiento y energía.

Luego, cuando había paro en mi universidad, me iba para la Biblioteca Pública Piloto y me ‘engomé’ con ella. Con el proyecto Estar ahí encontré una forma de habitar este lugar tan especial. Es una biblioteca muy particular: es la primera biblioteca pública de Medellín, tenía anaqueles viejos y era la base de las artes plásticas visuales en Medellín. Se creó para educar a todo el barrio obrero del Carlos E, y aún conserva una gran colección de literatura latinoamericana. La biblioteca empezaba a habitarse por personajes extraños, habitantes del barrio, que ya eran como objetos predeterminados de ese lugar: el que duerme, el que la recorre, el que chismosea. También están los bibliotecarios que son guardianes y a la vez mensajeros y te llevan por esos pasillos alargados al lugar donde tú tienes que encontrar la respuesta a esa pregunta que estás tratando de resolver. Todas estas cosas me empezaron a cambiar.

¿En qué se basa ese camino artístico tan particular en torno a las bibliotecas?

El acercamiento a las bibliotecas surge porque me llama la atención cómo estos espacios dan pie a un momento de comunicación, es decir, todos los archivos y colecciones están a la espera de interacción. Me parecen abrumadores porque son unos espacios para la revelación, espacios poéticos para encontrarse a alguien o intercambiar palabras en un pasillo, que es también un instante que yo reclamaba en otros lugares y no encontraba.

Son un espacio de conservación donde uno siente que no está solo, sobre todo porque está rodeado de los libros, de las personas que ya murieron y, en ese sentido, son de mucho movimiento e infinitas posibilidades para el aprendizaje. Por eso, esta primera etapa creativa de mi proceso artístico ha tratado de encarnar un espacio que significaba ese lugar de pedagogía, de aprendizaje y enseñanza. Con mis proyectos me he dado cuenta de que muchas personas sienten esa misma afinidad de guardar y vigilar la cultura.

La Biblioteca Pública Piloto se convierte en el nodo central porque guarda un archivo fotográfico tremendo, y tiene una historia desde su arquitectura y posición urbanística. Por ejemplo, en el proyecto Foyer traté de entender de dónde venía la biblioteca y por qué estaba allí. Entender el momento de transformación, reestructuración y reforzamiento estructural del edificio como una oportunidad de pensar los cimientos del arte en Medellín, como una bitácora para entender los cambios institucionales de la cultura en la ciudad.

¿Cómo se conecta Balthazar, otro proyecto suyo, con la construcción de La torre?

Balthazar significó explorar, a través de texturas y olores, cómo una persona invidente se relacionaba por primera vez con el archivo histórico de la Biblioteca Pública Piloto. ¿Cómo una persona que no puede ver construye una imagen, sabiendo que las imágenes son únicamente visuales? Esa una pregunta que también se hace en torno a ese conocimiento que está oculto. Pero en este proyecto una persona ciega llega, conoce y recrea. Fue un momento de inspiración frente a las imágenes ocultas y a las perdidas.

Recordando que algunas imágenes están perdidas en las colecciones y que así se convierten en puntos ciegos de nuestros recuerdos, Balthazar se conecta de manera muy especial con La torre, que es la búsqueda de una imagen en la memoria del país, la única evidencia de una bomba puesta en la Biblioteca Pública Piloto.

¿Cómo fue el proceso particular de hacer La torre?

Para mí ha sido una revelación en todo sentido; una de las grandes diferencias entre lo plástico y lo audiovisual es el tiempo. De hecho, siento que desde siempre he estado haciendo La torre, pero no lo sabía. Podría pensar también que la concepción de la obra generó un cambio, porque cuando terminé La torre me di cuenta de que todo lo que había hecho anteriormente había sido la investigación, a través de pequeños proyectos, para escribir la película y tener la energía y el conocimiento para entender qué es lo que quería conocer de esos espacios.

La otra cosa es el tema presupuestal, descubrir cuánto vale una película fue algo que desbordó mi apreciación de un proyecto artístico y cultural, porque la misma está compuesta por varias etapas: la escritura, la preproducción, la producción y la posproducción. Incluso siendo una película de bajo presupuesto ha tenido muchos gastos. Eso es algo que también he aprendido, a tener paciencia.

Usted es un artista plástico, ¿cómo afecta eso su mirada en cuánto al hacer cinematográfico? ¿Y su construcción audiovisual?

Yo siempre concebí la película como una ficción. Habrá otros que dicen que es un documental. A mí me dejó de preocupar realmente esa cuestión. Lo que quise con La torre fue una relación del espacio con la cámara. Por eso hace alusión a algo que se construye, a lo que se puede ingresar, y ese es también el mensaje: que los espectadores puedan entrar a la película. En eso también va el diseño sonoro, que intenta dar una experiencia audiovisual para crear una atmósfera interesante.  Era un acercamiento distinto porque obviamente hay unas referencias pictóricas y escultóricas que intenté explorar a medida que iba filmando. Es más que una experiencia literaria, que es en lo que suelen basarse los formados en dirección de cine.

Las películas muchas veces son literaturas filmadas, pero a mí me interesaba filmar un espacio y retratar lo que se descubre en el mismo. De hecho es una pregunta por el cine mismo: la película habla sobre las imágenes que se están filmando, sobre los sueños, y uno podría pensar que esa torre se percibe como un sueño. Así son también esos recuerdos, que son difíciles de retratar en una historia. La idea era ser lo más consecuentes posibles con el concepto de una fotografía, que es silente y por ello no podía tener muchos diálogos.