El escritor mexicano Emiliano Monge.

Literatura

Un duelo vivo: Giuseppe Caputo entrevista al escritor Emiliano Monge

El autor mexicano lanza en Colombia su más reciente novela, "No contar todo", en el marco de la FILBo 2019.

Giuseppe Caputo
25 de abril de 2019

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El abuelo, el padre y él mismo: son los tres hombres que protagonizan la más reciente novela de Emiliano Monge, No contar todo. La voz del abuelo está en primera persona (lo leemos en sus diarios); la del padre, en segunda (lo escuchamos mientras responde las preguntas que su hijo Emiliano le hace sobre la historia familiar); y la de Emiliano, en tercera persona –lo leemos con la misma distancia crítica y afectiva que él mismo se impuso para narrarse–.

En una de las escenas más impresionantes del libro, Emiliano, el narrador, encuentra a su hermano Ernesto en el baño, “vuelto un mar de sangre y sacándose del hoyo de su rostro, con los dedos, diminutas astillas de hueso que, sin embargo, él estaba convencido de que eran vidrios en esquirlas”. En esa imagen de los cristales que se confunden con el cuerpo puede estar la pulpa de este relato –toda la indagación sobre la historia de su familia que hace Monge–. En ese constante mirarse –cada uno en su padre–, los tres se encuentran con lo que inevitablemente se hereda y con el deseo de negar esa herencia: “Ese cabrón no es tu abuelo ni mi padre”, le dice el padre a Emiliano.

Mientras leemos, pensamos en Pedro Páramo. Si Juan Preciado fue a Comala a buscar a su padre, los hombres de No contar todo buscan en sus padres. Como en Comala, hay fantasmas vivos por todas partes. Y si Pedro Páramo es un rencor vivo, ¿qué son los padres e hijos de esta novela? Quizás un duelo vivo. 

Emiliano, mientras leía tu novela pensaba en lo que escribió Virginia Woolf en La torre inclinada: “Los libros descienden de los libros como las familias descienden de las familias… Se parecen a sus padres, tal como los hijos humanos se parecen a sus padres; y sin embargo difieren de ellos tal como los hijos difieren, y se rebelan tal como los hijos se rebelan”. Me gustaría empezar esta conversación preguntándote por tu familia de libros.

Siempre me ha gustado insistir en la diferencia entre el canon y la tradición, por un asunto particular: el canon sólo se conjuga en plural (academia, crítica, editores, grupos de poder) mientras que la tradición sólo se conjuga en singular. En este sentido, creo que todos los lectores tenemos, lo sepamos o no, una tradición propia, que no necesariamente guarda una lógica interior, es decir, no necesariamente se trata de libros emparentados entre sí sino de libros que dejaron una marca particular, que abrieron un nuevo precipicio y que se quedaron susurrando, como ecos, dentro de nosotros.

Si el lector es, además, escritor, todos estos ecos actúan como fuentes donde abreva la literatura propia, a veces a un nivel consciente pero la mayoría de las veces, me parece, a un nivel inconsciente. Todas las páginas de un escritor llevan el sello de agua de aquello que ha leído y se ha quedado a formar parte de su memoria literaria, lingüística, formal, épica, lírica, musical, histórica... Parte de esta herencia, si uno se esfuerza, la puede reconocer, pero hay otra parte que no es reconocible. Y esa parte indiscernible, me parece, es igual de importante, porque alimenta todo aquello que no entendemos de la creación artística.

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Todo esto para decir que así como creo que mi familia mexicana de libros la componen desde los novelistas de la revolución mexicana hasta Daniel Sada y Jesús Gardea, pasando por Josefina Vicens, Sergio Pitol e Inés Arredondo, así como mi familia latinoamericana la componen desde Felisberto Hernández y María Luisa Bombal hasta Fernando Vallejo, Ribeyro, Saer y Castellanos Moya, pasando por Di Benedetto, Clarice Lispector o Levrero, y así como tengo familias gringas o europeas a las que también podría nombrar acá, tengo muchas otras familias absolutamente desconocidas, por no decir bastardas, que ejercen sobre mí la misma influencia que aquellos que he nombrado. 

En la novela, y desde el título lo vemos, hay una tensión entre la posibilidad y la imposibilidad de contar una vida en una novela… Me cuesta mucho pensar que es posible conocer algo, a alguien, en todas sus dimensiones, o pensar que la novela puede acceder a las vidas completas, no parciales… Y esto es quizás por mi cercanía con el psicoanálisis. Pienso que siempre habrá un punto ciego, una zona a la que no podemos llegar… También pienso en Contarlo todo, la novela del peruano Jeremías Gamboa. ¿Fue coincidencia el título de tu novela?

Empiezo por el final para ir hacia el comienzo de lo que me dices. Y para conectar, además, con la respuesta anterior. El libro de Gamboa lo leí hace años, cuando salió y yo aún vivía en Barcelona, porque apenas fue publicado me lo regaló Claudio López. La verdad, recuerdo pocas cosas de este, aunque recuerdo que su lectura me divirtió, pero no me generó mayor impresión. No creo, honestamente, que mi trabajo y el de Gamboa tengan nada que ver, ni por lazos voluntarios ni tampoco por lazos involuntarios.

El asunto del título, por ejemplo, no puede tener que ver, por lo menos no a priori, porque me ha acompañado desde hace años, desde que empecé a pensar en esta novela, que fue la primera novela que deseé escribir. Luego, a posteriori, sí que pueden tener algo que ver: yo sabía del libro de Gamboa y no sólo no me pareció problemático que ambos títulos estuvieran encontrados, sino que me pareció interesante, no por los títulos sino por las distintas visiones que tenemos en el continente de lo que puede y lo que no puede hacer la literatura.

Obviamente, yo no creo que la literatura pueda contarlo todo, pero no sólo porque también comparto la idea del punto ciego y la cercanía al psicoanálisis sino, sobre todo, porque el primer editor de la vida es la memoria. Y en cuanto cualquier operación de edición entra en juego, la realidad deja de ser tal cosa: muere la verdad para dar lugar a la veracidad. Nadie ha escrito ni escribirá nunca una vida, ni siquiera los biógrafos más obsesionados con un personaje: todos, inevitablemente, contamos una o varias hebras, pero nunca el tapiz al que estas hebras dan forma. Por último, habría que decir que la vida no sólo es la suma de los sucesos que recordamos, que vemos e incluso que vivimos, también es la suma de todo lo que acontece en nuestro entorno y en nuestro interior y que, sin embargo, permanece inaccesible para nosotros mismos.

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Escribes: “Esto que aquí apenas he esbozado no es lo que importa. Estos solamente son los acontecimientos. Y los acontecimientos nunca son la historia. Ni siquiera los hechos son la historia. La historia es la corriente invisible que mueve todo en el fondo. La historia es por qué mi abuelo intuía, como lo haría un animal, que tenía que marcharse. Igual que mi padre tuvo, muchos años después, que hacer lo mismo. Y como yo hice llegado mi momento”. Hablemos de esta corriente...

Otra vez, para tratar de conectar con la respuesta anterior, además de responderte, quisiera, primero que nada, insistir en el carácter indiscernible de muchos de los eventos y sucesos que conforman la historia de cada ser humano. Pensemos en la cantidad de veces que hacemos algo convencidos de conocer los motivos por los que lo hacemos, para descubrir –días, semanas, meses o años más tarde– que aquello que hicimos lo hicimos, realmente, por motivos absolutamente distintos a los que creíamos que eran los que nos habían motivado.

Y no hablo de un asunto meramente psicoanalítico, es decir, no hablo sólo de que actuemos, muchas veces, engañándonos a nosotros mismos, sino de que siempre hay algo más allá de lo que creemos o creíamos que eran nuestras mayores profundidades. Profundidades que muchas veces nos son incomprensibles porque ni siquiera han sido creadas o recreadas por nosotros: son herencias, ecos de otras gentes, inoculaciones, codos de la planta que nos injertan para modificar nuestros frutos. Corrientes que se mueven en el fondo, sin que las podamos ver, pero que modifican y determinan, muchas veces, la superficie que vemos de nosotros mismos o que dejamos que vean los demás, porque en la superficie todo tiene la apariencia de suceso, evento o hecho.

Si nos ponemos cada uno de nosotros como ejemplo, es decir, si hacemos el ejercicio de ubicar un momento en el que hicimos algo por motivos que ahora, desde el presente, vemos como equivocados, lo que de golpe reconocemos como error no es más que un suceso, evento o hecho, es decir, acciones o reacciones que uno puede reformular como motivos. En cambio, aquello que nos hace llevar a cabo la corrección, normalmente, es algo mucho más íntimo y absoluto: la comprensión de un pedazo de nuestra propia historia.

Ahora pienso en El Quijote: “El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. ¿Estarías de acuerdo con la idea de que el novelista es ambos?

Han pasado muchos años desde que esta increíble sentencia de El Quijote fuera escrita. Pero más importante que el número de años, es que éstos son los mismos que la novela y el novelista tienen de existir. La novela, estoy convencido, tiene –tendrá siempre– la misma edad que El Quijote. Cuando Cervantes escribió: “El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”, estaba haciendo una radiografía de la ficción y la no ficción de su tiempo. Y lo sabía. Lo que no sabía, sin embargo, era que, al hacerlo, gracias a la forma que inventó para hacerlo, también le daría un vuelco a la literatura de su tiempo y a todas las que han venido después. Antes de El Quijote, ficción y no ficción no se mezclaban. Después de El Quijote, la literatura ha sido poco más que encontrar diversas formas de mezclar la ficción y la no ficción. Así que sí, novelista es ambos, aunque luego, toda novela presuma de apellido: histórica, biográfica, policíaca, de no ficción...

Ahora hablemos de los hechos públicos, del contexto político, en el que se mueve cada uno de los hombres de No contar todo

Curiosamente, creo que aquello en lo que difiero más de mi padre es lo que más me acerca a mi abuelo, así como aquello en lo que más me alejo de mi abuelo es lo que me hace parecerme más a mi padre.

Por supuesto, esto no significa, ni por asomo, que tenga lo mejor de cada uno de ellos; de hecho, puede significar todo lo contrario. Aunque más que hablar de lo contrario –tampoco creo tener únicamente lo peor de cada uno–, lo que quiero decir es que a veces siento que soy el resultado de la zona de conflicto entre ellos dos, es decir, de los espacios de sus mayores fricciones, tanto en el universo de lo individual e íntimo como en el de lo público.

Pienso en esos conjuntos que nos hacían hacer de niños en la escuela, esos círculos que se unían en una zona, porque la compartían: yo soy, también, la parte que el conjunto Padre y el conjunto Abuelo comparten, aunque también tengo una parte que ninguno de ellos comparte. De algún modo, la parte que comparten y que soy pertenece, sobre todo, al mundo de lo público y en mucho menor medida al mundo de lo íntimo. De hecho, diría que la parte que ellos no comparten y que es mi universo más íntimo está en relación con un conjunto mucho menor en mi novela, pero mucho mayor en mi historia: mi madre. Y es así también como me he revelado: construyendo, defendiendo y proyectando una intimidad habitada por voces no necesariamente masculinas y por discursos no necesariamente masculinos.

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El epígrafe de la novela es de Ovidio: “Pero ¿por qué me demoro en otro? Si yo mismo tengo el poder de metamorfosearme, aunque sea contadas veces”. ¿Por qué el abuelo está en primera, el padre en segunda y tú en tercera? ¿Cómo fue esa decisión?

Para esta pregunta, curiosamente, tengo una respuesta más o menos concisa: cuando empecé a escribir No contar todo, lo primero que decidí fue balancear la distancia emocional que yo tenía con los personajes con la distancia que las voces narrativas tendrían con el lector. En este sentido, mi abuelo, que era con quien mayor distancia emocional guardaba yo, debía ser presentado en una primera persona –una primera persona a manera de diario, además– porque es la voz que más pronto intima con el lector; por su parte, mi padre, que guardaba conmigo una distancia emocional media, debía ser presentado en una segunda persona, porque esta voz genera una distancia media con el lector, gracias, sobre todo, a la interpelación. La parte de Emiliano, con quien obviamente tengo una distancia emocional nula, en cambio, debía alejarse lo más posible del lector: por eso está contada en tercera persona, por un narrador omnisciente. Obviamente, tras tomar esta decisión, restaba únicamente darle a cada personaje su propio espacio y preponderancia: es por esto que, en la entrevista o diálogo de la parte del padre, las respuestas de Emiliano no están presentes: si su voz se hubiera colado en otra de las tres partes, la novela hubiera terminado siendo sobre él, en lugar de ser sobre los tres personajes Monge.

Mientras leía tu libro, también leía Cámara lúcida de Barthes. Él empieza hablando en ese ensayo de cómo en una foto, la foto y el referente (el sujeto retratado) son inseparables. Quiero preguntarte si esto pasa con tu libro. ¿Emiliano retrato y Emiliano en carne son inseparables?

Esta es una pregunta sumamente compleja, porque tiene una respuesta filosófica, que muy probablemente se parece a lo que escribe Barthes en la Cámara lúcida, pero también tiene una respuesta que parte desde el universo de la experiencia. Y ésta se aleja de las palabras de Barthes tanto como le es posible. Me explico: durante los casi doce años que temí, que no supe cómo y que rehuí la escritura de No contar todo, el mayor de mis temores era lo que me podría suceder emocionalmente durante su escritura, tras convertir a mi abuelo, a mi padre y a mí mismo en materia literaria. Pero, curiosamente, cuando finalmente me decidí y me senté a escribir lo que sucedió fue muy extraño e inesperado: desconecté emocionalmente de mí mismo y de mi historia, me volví alguien más pero no en tanto personaje sino en tanto escritor. Fue, literalmente, como si alguien más estuviera escribiendo la historia de mi abuelo, de mi padre y mía y no como si yo estuviera escribiendo la historia de otro abuelo, otro padre y otro Emiliano.

En este sentido, lo que fue imposible fue que yo no fuera yo en la novela, mientras que lo que fue posible fue que yo fuera otro yo mientras escribía: el personaje fue inseparable, pero el narrador no lo fue. Esto es algo que Barthes, me parece, no pensó: que, aunque la foto y el sujeto retratado fueran inseparables, la tercera parte de la ecuación, es decir, aquel que ve la foto, aún siendo el referente, puede ser alguien más, puede separarse. 

Quizás la anterior pregunta tiene que ver con el pacto que establecemos con la obra al ser presentada como “no ficción”. Es decir, desde la contraportada leemos que “esto pasó”. ¿Por qué quieres hacer ese pacto?

Lo de ponerle “novela de no ficción” fue cosa de la editorial. Yo estuve de acuerdo, obviamente, pero por un asunto de principios literarios: no quería que nadie confundiera mi libro con un libro de autoficción, donde no existe la figura del narrador, que para mí es el centro de cualquier relato. ¡Por eso mi libro tiene cuatro narradores! Pero más allá de esto, efectivamente, hay la intención de hacer un pacto con el lector, sobre aquello que está leyendo. Y el pacto es muy sencillo: si otras veces te he entregado algo que parte de mi imaginación, acá te entrego algo que parte de mi memoria. Y esta es una diferencia tan grande que me parecía necesario hacer la aclaración.

Hay una presencia intensa del psicoanálisis en la novela…

Mi relación con el psicoanálisis es, sin exagerar, una forma de la erosión: mi madre es psicoanalista, yo cumplí con un proceso de 12 años de terapia y llevo 20 años leyendo libros de y sobre psicoanálisis.

“Para entender a un hombre”, suelen citar a Napoleón Bonaparte, “hay que entender el mundo de sus veinte años”. Freud no estaría de acuerdo con esa cita. Diría que habría que entender la infancia para entender al hombre…

Esto sí que es complicado. No estoy de acuerdo con Napoleón ni con Freud, no puedo estar de acuerdo nunca con este tipo de sentencias. La vida es un continuo que no está determinado por ninguna de sus partes, no en lo más profundo, por lo menos. La infancia es tan importante como la juventud y la juventud lo es tanto como la edad adulta, que lo es tanto como la vejez. El asunto es que desde la infancia no se puede analizar la juventud, como no se puede analizar la edad adulta desde ninguna de éstas. 

En una de las escenas de la novela, al abuelo le sacan unos cálculos y él se pregunta qué quedó en ese espacio vacío. ¿Qué crees tú que el abuelo perdió exactamente cuando le sacaron esas piedras?

Este es uno de los temas que más me obsesionó y uno de los asuntos en los que más he pensado, durante y posteriormente a la escritura del libro: ¿qué quedó en ese espacio? ¿Por qué afectaba tanto a mi abuelo ese vació interior que de pronto le había quedado? ¿Porqué su propio vacío dejaba de ser, de golpe, metafórico? ¿Por qué se había vuelto real –lo había vuelto real él mismo– lo que debía pertenecer únicamente al universo de lo inmaterial? Son preguntas que no he podido responder ni creo que vaya a poder hacerlo nunca. Pero estoy seguro de que, de ese vacío, que de ese lugar que antes fue ocupado por piedras biliares, por pequeños cristales, es de donde venimos mi padre y yo.