Toronto tiene el privilegio de ser considerado en el continente como el lugar con el promedio más alto de asistencia al cine. | Foto: Istock

Turismo

Festival de cine de Toronto: evento insigne de la industria cinematográfica

Un sueño, una apuesta y un profundo amor por el público, han hecho de esta muestra fílmica en Toronto un evento emblemático de la industria.

Hugo Chaparro Valderrama*.
2 de julio de 2017

En los boletines de prensa del Festival Internacional de Cine de Toronto se recuerda que la misión del evento es transformar nuestra mirada del mundo a través del cine.

La frase no es en vano y su certeza obedece a una larga historia. Se inicia en 1973, tres años antes de que la primera edición del festival se tomara la ciudad y comprobara por qué Toronto tiene el privilegio de ser considerado en el continente como el lugar con el promedio más alto de asistencia al cine.

A principios de los años setenta, un grupo de activistas cinematográficas se atrevieron –cuando el paisaje de Canadá no tenía el resplandor del que disfruta hoy día como sinónimo de cultura fílmica– a realizar en la ciudad el Festival Internacional de Cine y Mujeres. Durante diez días presentaron 182 películas hechas “por y sobre” mujeres. El festival viajó por 18 ciudades del país y anticipó, según el crítico y novelista Brian D. Johnson en su libro Brave Films, Wild Nights: 25 Years of Festival Fever, lo que sería en 1976 una ilusión que aterrizó la realidad del cine en Toronto para permanecer hasta hoy.

La historia también recuerda que uno de los fundadores del Festival de Toronto, Dusty Cohl, en un viaje que hizo por Europa con su esposa en 1960, llegó a Cannes con su sombrero de vaquero, su tabaco y su sonrisa de apariencia imperturbable, sin saber que en la Riviera Francesa se hacía un festival de cine y que el azar y sus coincidencias lo animarían, cuando regresara en 1968, con absoluta conciencia de la fiesta a la que asistía y a la que no faltaría en los siguientes 20 años, a replicar la experiencia en su paisaje natal.

A Cohl lo acompañó, en lo que parecía un delirio sin fortuna, el empresario Bill Marshall –un hombre de negocios al que inspiró en su juventud un mito literario del siglo XX: El gran Gatsby–.

Decididos a organizar un evento que situara a Canadá en el planeta del cine, Cohl y Marshall viajaron a distintos festivales –Los Ángeles, Atlanta, Berlín, Cannes– donde aprendieron a seducir el ego de las estrellas, a descubrir el poder de una conversación regada por cocteles que incendiaran la hoguera de las vanidades y cómo hacer movimientos de ajedrez para establecer alianzas.

A Cohl y Marshall se sumó Henk van der Kolk, un arquitecto que había nacido en Holanda, trabajaba como productor de cine para el gobierno de Ontario y hacía parte del Consorcio del Cine de Canadá.

La idea de un festival que ayudara a la promoción del cine canadiense; la cautela para trazar los criterios del evento sin reñir con la tradición que tenían en el vecindario del mundo ciudades emblemáticas como Berlín o Venecia; el hecho de mostrar las producciones más recientes de los directores que estaban en la vanguardia, tuvieron en 1976, cuando se realizó la primera edición del festival, una respuesta tumultuosa de parte de los 7.000 espectadores que asistieron durante seis días a las 127 películas exhibidas.

Lo que se llamó en un principio Festival de Festivales de Toronto –por la selección que se hacía de lo mejor que se presentaba en los distintos certámenes del mundo–, se transformó en 1994 en el Festival Internacional de Cine de Toronto. El cambio de nombre sugirió la autonomía del evento, interesado por el cine como sinónimo de riesgo creativo.

Presentar en 1994 las siete horas de Sátántangó, que el director húngaro Béla Tarr filmó durante dos años, realizando una película en contra de cualquier convención posible; introducir en el continente a directores como Nanni Moretti, Krzysztof Kieslowski o Wong Kar-wai; ser la puerta de entrada en la región de un cine como el iraní; programar en 1986 una muestra sin precedentes de 96 películas latinoamericanas realizadas entre 1951 y 1986; acoger obras cinematográficas, según Brian D. Johnson, “que parecen extranjeras incluso en sus propios países”, marcó el rumbo de un festival donde el cine importa antes que la frivolidad que define en gran parte al mundo de la pantalla.

En Toronto el público es la estrella. Aparte de las fiestas, el fanatismo de los autógrafos, el destello de las cámaras que quieren registrar la imagen de un cinemito o los negocios de distribución que puedan hacerse con las películas exhibidas en el festival, lo que importa es la cinefilia. Hacer una fila kilométrica en la que se encuentra sin alardes un director como Brian De Palma demuestra que todos somos espectadores en un evento donde el público es su interés primordial.

Piers Handling, un espectador que ha hecho del cine su forma de vida, vinculado desde los años setenta al Instituto Canadiense del Cine y con el Festival de Toronto desde 1982, en el que empezó a trabajar desde 1994 como director y jefe ejecutivo, siempre ha sido consciente del apoyo que se le tiene que brindar a la industria doméstica.

A partir de 1984 un programa del festival llamado Perspective Canada presentó la producción de los realizadores canadienses, que han tenido en Toronto, durante más de 40 años, una vitrina para enseñarnos su forma de observar el mundo a través de una cámara.

Lo que soñaron Cohl, Marshall y Van der Kolk, en complicidad con la directora de comunicaciones del festival, Helga Stephenson, y con programadores como Kay Armatage, David Overbey o Dimitri Eipides, que estuvieron en los inicios del evento, además de un amplio grupo de trabajo, demostró con el tiempo que lo imposible siempre es posible en el cine y en las películas que son una realidad cada año en Toronto.

*Crítico de cine.