La escritora llanera Mariela Zuluaga junto a algunas de sus fotos de infancia. | Foto: Karen Salamanca

TRADICIONES

Vanguardia, la vereda del aeropuerto de Villavicencio

La escritora Mariela Zuluaga nació en Vanguardia, una vereda que sigue intacta en sus recuerdos. En este relato recuerda un pedazo de la infancia que vivió en estas tierras.

Mariela Zuluaga*
30 de septiembre de 2019

Un río pedregoso se entra por la ventana para barrer la casa. Mi madre atrapa las aves de corral y las mete presurosa en un canasto; mis hermanos y yo, con el perro y sin el gato, subimos al platón de la volqueta municipal enviada desde Villavo –ya casi lleno de personas que murmuran rogativas– para comenzar el éxodo hacia lo desconocido. Mi padre se echa al hombro los costales llenos de trebejos organizados de afán y, desesperado, silba al conductor para que espere a los vecinos que faltan, pero él dice que la creciente apremia.

Mientras las oropéndolas y los arrendajos cuelgan sus mochilas de las ramas más altas de una palmera, en el tronco, un pájaro carpintero construye afanosamente su nido y a picotazo limpio anuncia su urgencia de polluelos.

Un avión Catalina pide permiso a la torre de control para levantar el vuelo y cuando lo logra –después de un Douglas DC-3– pasa sobre mi cabeza, lo veo como una mariposa gris que enamora las nubes.

Desde la cima de la cordillera Oriental una cascada cae dando tumbos; para mí es un hilo de plata que borda paisajes en el piedemonte, donde viven los micos y las loras hermanados en algarabía permanente.

Ellos: río y pájaros, avión y cascada, éxodo y paisaje hacen parte del imaginario que me acompaña desde niña; conforman el abrigo que me pongo todos los días antes de abordar la rudeza de la calle ciudadana. Son las vivencias de aquella niñez de árboles y trinos, polvaredas y serpientes, vendavales y flores, que viví en esa casa construida con la voluntad y el pulso de los antiguos colonos que expulsados de las urbes se fueron a poblar el llano, y ubicada a pocos metros del aeropuerto de Vanguardia, sobre la ronda del río legendario que es llamado Guatiquía.

No importa que pasen años sin verlos con mis ojos físicos. No importa que las cosas ya no existan tal como fueron antes: que el tamarindo azul, el champe y el caimito que adornaban los bordes del camino y que nos brindaban su acidulce corazón en la ruta hacia la escuela, hayan sido cambiados por postes; que al rugir del río lo opaquen jarillones o que hayan desparecido el bambú y el hobo que fungían como mojones para localizar ese patio donde jugamos a ser grandes, y en su lugar exista un portón de hierro oxidado que no rememora historias.

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No importa que la planta eléctrica que acompañaba la luz de las espermas y las lámparas Coleman de querosene, para ayudar a espantar los fantasmas de las noches cerradas, haya sido superada por la interconexión moderna.

Tampoco importa para el recuerdo que en el lugar donde se juntaban tres caminos –hacia la escuela y la finca de doña Carmelina, la partera, y su perro mordelón; hacia el aeropuerto, siempre vivo en su vital ir y venir; hacia la carretera antigua que se tomaba en el cruce de la hacienda la Victoria, atravesaba el largo puente inaugurado por López Pumarejo en los años cuarenta, pasaba por la fábrica de Bavaria y por Quebradahonda para, finalmente, a la entrada al pueblo hacerle un guiño al elegante Hotel Meta– se encuentre ahora una glorieta, donde tres arpas de diez metros de altura y siete de ancho cada una hacen sonar joropos con sus cuerdas de agua. O que el puente Humboldt, moderno y servicial, esté trazado en la ruta de un atávico vado, a la altura de la empalizada que la muchachada de entonces había construido sobre un brazo del río para refrescar los calores de sus amores secretos.

Y aunque duela y sea lamentable, el imaginario de los niños de mediados de siglo XX, que se criaron en Vanguardia, seguirá inmodificable en la memoria de los vecinos conocidos y afables, aunque hoy las riberas del Guatiquía sientan sobre su arena roja la pobreza marginal y el desamparo de miles de seres que lo han hecho su hábitat. Porque la memoria personal que recuerda el recuerdo tiene la facultad de hacerlo todo perenne.

Existen aún los caminos, existe la escuela que mis padres ayudaron a construir, donde usé la pizarra, manché con tinta el uniforme blanco y aprendí el amor a la palabra; existe la flor y la sombra de árboles añosos, existen las aves que dispersan trinos y semillas y existe la emoción. Esa emoción que nació allí y que regresa aquí convertida en memoria.

Porque la memoria no es más que eso: una manera de recrear el recuerdo, de juntar la vivencia remota con la historia real que se transforma a diario. Es el desandar los pasos en un perpetuo sueño.

*Escritora