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NEGOCIAR, NEGOCIAR, NEGOCIAR

Uribe se arremanga en Washington para definir el TLC. SEMANA revela cómo sería el acuerdo.

11 de febrero de 2006

El Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, mejor conocido como TLC, es el único asunto en el cual la mayoría de los colombianos están en desacuerdo con el presidente Álvaro Uribe. En tiempos normales, no sería un motivo de mayor trascendencia, ya que los temas económicos no tienen mucha sintonía en la opinión. Pero Uribe está en campaña por la reelección y algunos miembros de la guardia pretoriana de Palacio temen que el TLC sea un caballo de Troya que arruine los planes de los uribistas de ganar las elecciones en primera vuelta. Por eso, para ellos la recomendación es clara: aplazar la firma del tratado hasta después de las elecciones presidenciales.

Como era de esperarse, ese debate interno se filtró en los medios y en los sectores empresariales. Hubo preocupación de que un asunto tan trascendental para el futuro del país quedara a merced de intereses políticos de corto plazo. Según una fuente que conoció de cerca la situación, el presidente Uribe se sintió ofendido en su amor propio por esa reacción y, sin consultar con nadie -ni siquiera el gobierno de Estados Unidos-, el miércoles en la mañana anunció que viajaría esta semana a Washington para "acudir personalmente a las mesas de negociaciones en temas que aún no se han cerrado y que son muy sensibles".

No es inusual que Uribe opte por coger el toro por los cuernos y se involucre en la minucia de los temas, incluso en aquellos en que su presencia no es necesaria ni, mucho menos, prudente. Hace unos años, el Presidente negoció directamente con el sindicato de las Empresas Públicas de Cali (Emcali). Aunque su actuación generó aplausos en la tribuna, no es propiamente la labor de un primer mandatario reemplazar al gerente de una entidad municipal.

La presencia de Uribe en Washington al frente de la negociación comercial ha sido calificada de "insólita" por medio mundo. Sería la primera vez que un jefe de Estado se sienta de tú a tú con los representantes comerciales norteamericanos. Ya se ha generado cierta incomodidad en la contraparte, empezando incluso por asuntos tan aparentemente mundanos como el protocolo diplomático que se debe aplicar en estos casos.

Más allá del cuadro pintoresco que se va a vivir en la oficina comercial de Estados Unidos (Ustr), donde Uribe arremangado va a liderar las negociaciones, la pregunta que sigue sin resolverse es qué busca el Presidente con semejante movida tan arriesgada. Apuestas se oyen por todos lados. Los más escépticos, entre ellos algunos exportadores, creen que Uribe quiere demostrar con su presencia que hizo hasta lo imposible por cerrar un acuerdo equitativo y si no lo logra, quedar bien con todo el mundo. Bajo esta hipótesis, el Presidente-candidato regresaría al país sin TLC, pero con una mayor popularidad por haber defendido los intereses nacionales, especialmente los del sector agropecuario, ante las codiciosas fauces del 'coloso del norte'.

Esa hipótesis, sin embargo, es tan miope como facilista. En política internacional, un país no le tira las puertas a su principal aliado comercial y militar estando de huésped en su casa, y mucho menos si se trata de la primera potencia del mundo. Esa es una actitud más propia del dogmatismo ideológico de un Fidel Castro o de la irreverencia camorrera de un Hugo Chávez. Pero Colombia no es ni Cuba ni Venezuela. Ni en su diplomacia -donde el guante blanco suele primar sobre el puño de acero- ni en sus relaciones con Washington, donde mientras los vecinos le dan portazos al Tío Sam, los colombianos están buscando la llave de su casa.

La única explicación sensata es que el gobierno quiere cerrar el acuerdo cuanto antes. Y hay varias razones. La primera es que el TLC es un proyecto de país de varias décadas. No es de Uribe, ni para Uribe. Los próximos presidentes van a tener que someterse a las reglas comerciales que se pacten en ese tratado. Así que ver el viaje de Uribe como un simple 'show electorero' de coyuntura es más producto del rabioso antiuribismo de ciertos sectores o de grupos con claros intereses en juego. No se ve a un Presidente con el 70 por ciento de popularidad, jugando con el futuro del país con tal de subir unos dígitos en las encuestas.

La segunda razón es que el tratado está casi totalmente cocinado (ver siguientes páginas). El 95 por ciento de los temas está acordado y lo que falta, a pesar de las legítimas preocupaciones sociales o de la infaltable retórica ideológica, no justificaría echarlo por la borda.

La realidad es que sólo quedan tres asuntos grandes por resolver: el arroz, los cuartos traseros de pollo y un acceso más ágil de productos agrícolas a Estados Unidos. Es en esos temas en los que Uribe va a meter la mano para que los gringos cedan en esos campos. La tarea no es nada fácil.

El gobierno de Estados Unidos ha demostrado ser generoso en el discurso procolombiano y en la ayuda militar. Pero ha sido inflexible a la hora de ayudar comercialmente a nuestros productos para mejorar la situación económica del campo. Parece un contrasentido que Washington, por un lado, envíe helicópteros y soldados para ayudar a solucionar una guerra alimentada por el narcotráfico y, por el otro lado, su posición negociadora inamovible pueda terminar perjudicando sectores estratégicos del campo colombiano que sólo agudizarán el conflicto armado y estimularían más el tráfico de drogas. Borrarían con el TLC lo que quieren con el Plan Colombia.

A pesar de tener al presidente Uribe de un lado de la mesa, no es claro que la ecuación cambie a favor de Colombia, pues al fin al cabo, el representante comercial norteamericano (Ustr) Robert Portman no es un pintado en la pared (es el delegado directo de George W. Bush). Uribe sí puede ayudar hablando con congresistas influyentes de ese país, pero de todos modos, se estima que el impacto será marginal. La razón es simple: en esos tres temas candentes hay intereses económicos y estratégicos que dificultan ceder excesivamente.

En cuanto al arroz, el gobierno gringo se encuentra negociando con Tailandia, Malasia y Corea del Sur, y no quiere establecer un precedente de exclusión con Colombia. Algo parecido ocurre con los trozos de pollo y las conversaciones que mantiene Estados Unidos con Rusia y China. Y en la solicitud colombiana de crear una mesa especial para agilizar los trámites sanitarios y fitosanitarios es muy difícil, ya que esto no se dio ni en Chile, América Central o Perú. De hecho, sólo Australia tiene esa gabela, que es mal vista por las entidades norteamericanas de control.

El desafío de los negociadores esta semana es lograr algún avance en cualquiera de esos puntos. Eso significa, como en toda negociación, sacrificios. Al viajar a Washington, Uribe está cruzando un punto de no retorno: no puede regresar con las manos vacías. Los costos diplomáticos, económicos y políticos son demasiado altos.

Posiblemente el mayor peligro de no cerrar pronto el TLC está en las consecuencias económicas. La extensión de las preferencias andinas arancelarias unilaterales conocidas como Atpdea, que se vencen en diciembre de este año, es un imposible político. Los gringos lo han dicho de todas las maneras. Ese golpe sería mortal para industrias como la de flores, la tabacalera y la textilera, entre otras. Las exportaciones no tradicionales han sido uno de los motores de crecimiento del país en los últimos años y representan el 38 por ciento del intercambio comercial con Estados Unidos.

El gobierno colombiano ha dicho miles de veces que el TLC es fundamental para el futuro desarrollo de Colombia y que no firmarlo sería una catástrofe. Y esto es relevante para un Presidente que quiere estar cuatro años más en el poder. No firmarlo sería como hacerse el harakiri.

Volver a aplazar el cierre del acuerdo en una cada vez mayor convulsionada contienda electoral sería también un error político. Es mejor un acuerdo en mano que uno abierto a la artillería de la oposición, a la retórica antiyanqui -que nunca falta- y a los ruidosos grupos de interés. En política, la alta popularidad en las encuestas es para gastarla. Y así parece haberlo entendido el Presidente.

El afán no es solamente electoral. Hay una realidad política en Estados Unidos que hace que el paquete negociado ahora sea mejor que uno posterior. Por un lado, el acuerdo con Colombia pisa varios intereses importantes para varios congresistas norteamericanos y su electorado, cuyos votos provienen de regiones que viven del azúcar y los textiles. También hay una sensibilidad especial en la protección y los derechos humanos de los trabajadores colombianos, ya que ven con muy malos ojos que Colombia encabece las listas negras de sindicalistas asesinados. La idea, entonces, es que el TLC entre al Congreso gringo al tiempo con el de Perú y Panamá, que no tienen tanta oposición, y así pase más fácilmente. No firmarlo ahora significa perder esa oportunidad de oro.

Por otro lado, se esperan cambios en la composición del Congreso norteamericano en las elecciones en noviembre. Y los nuevos congresistas podrían ser menos favorables al libre comercio y a seguirle la corriente a Bush. Mejor apostarle a un Congreso que ha aprobado varios acuerdos de esta índole, que a uno novato en estas lides.

Los economistas hablan de la ley de retornos decrecientes. Esta consiste en que llega un momento en el cual no es posible ganar más y que cualquier demora genera cada vez mayores pérdidas. Es como el apostador de la mesa de póquer que, por ambicioso, no se levanta a tiempo con su platica. Frente al TLC, Colombia está en ese momento. .

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