Especiales Semana

Las enseñanzas de un proceso

Aunque las causas del conflicto son diferentes, Colombia tiene mucho que aprender del proceso de paz que tuvo lugar en El Salvador para imitar lo bueno y evitar los errores.

Roberto Steiner
31 de julio de 2000

Existen dos formas en que se puede resolver un conflicto armado. O bien una de las partes vence e impone su voluntad sobre la otra, o bien se alcanzan acuerdos, en los que no hay ni vencedores ni vencidos. A estas alturas la segunda alternativa parece la más viable a la hora de especular acerca de “cómo sería Colombia si se diese por terminado el conflicto armado”.

En dicha especulación resulta útil hacer referencia a lo que sucedió en El Salvador, país que terminó una prolongada guerra civil a través de un acuerdo entre el gobierno y el FMLN, firmado en México en enero de 1992. No pretendo sugerir que las causas de los dos conflictos hayan sido similares. Simplemente pienso que Colombia tiene mucho que aprender de lo que se hizo en El Salvador, de manera que se pueda imitar lo bueno y no repetir lo malo de la experiencia de dicho país.

Durante la década del 80, signada por el conflicto armado, la economía salvadoreña creció a una tasa anual promedio de –0,4 por ciento. Por el contrario, en la década de los 90 el crecimiento anual promedio fue de 4,4 por ciento. Para Colombia, los mismos guarismos fueron 3,7 y 2,5 por ciento respectivamente.

Una mirada superficial a estas cifras podría llevar a concluir que en El Salvador la paz, en sí misma, produjo un gran rédito en términos de crecimiento. No sobra recordar que acá en Colombia pululan estudios que señalan que si cesara el conflicto armado la economía, como por arte de magia, crecería varios puntos por encima de su ritmo habitual. Dichos estudios enfatizan la necesidad de que haya paz para que los empresarios inviertan. Que yo sepa, no se detienen a analizar aburridos temas como los incentivos, la estabilidad en las reglas del juego, la protección a los derechos de propiedad o la disciplina macroeconómica.



Gran reforma

Una mirada un poco más juiciosa a lo que sucedió en El Salvador señala que, con posterioridad a los acuerdos de paz, en dicho país se instrumentaron toda una serie de reformas económicas que redujeron el tamaño del Estado, expusieron la economía a una mayor competencia externa y aumentaron los incentivos a la actividad económica privada. Todo ello en el contexto de una enorme disciplina fiscal, monetaria y cambiaria.

De acuerdo con un estudio del BID, el proceso de reforma económica adelantado en El Salvador desde 1989 ha sido uno de los más profundos de la región:

Se llevó a cabo una drástica reducción de los niveles de protección arancelaria, al punto de que para 1995 El Salvador tenía el arancel promedio más bajo de toda la región, alrededor de 8 por ciento.

Desde el inicio de las reformas El Salvador orientó sus políticas monetaria y fiscal a la estabilización de las principales variables macroeconómicas. El déficit fiscal se redujo de 2,8 por ciento del PIB durante 1989-1993 a 1,4 por ciento durante 1993-1998. Ello ayudó a que la inflación pasara de un promedio de 13,6 por ciento durante la primera mitad de la década a 3,2 por ciento durante la segunda mitad. Como consecuencia de ello, uno de los resultados más sobresalientes ha sido la estabilidad de la tasa de cambio.

Se llevó a cabo una reforma tributaria que aumentó la base impositiva, redujo la gama de impuestos y creó una tasa única de impuesto a la renta.

Se instrumentó una profunda reforma financiera. Las medidas más destacadas fueron el retorno a manos privadas de casi la totalidad del sistema bancario, la completa liberalización de las tasas de interés y la eliminación de los créditos dirigidos.

En 1990 se inició un agresivo proceso de privatización. Se impulsó la venta de empresas agroindustriales de exportación, de industrias sustitutivas y de proveedoras de servicios básicos. En 1999 se privatizaron las telecomunicaciones, la distribuidora de energía y las plantas generadoras de energía térmica.

La discusión sobre la agenda económica que está teniendo lugar en Colombia gira en torno a redefinir el ‘modelo económico’. Sospecho que dicha redefinición nos alejará muchísimo del tipo de reformas que se llevaron a cabo en El Salvador. Mientras acá nos deslumbramos con el Estado benefactor escandinavo —donde el Estado es dadivoso como consecuencia de que dichos países son muy prósperos, y no al contrario—, no nos detenemos a mirar la experiencia de un país similar al nuestro, cuya reciente prosperidad relativa se explica no en el cese al fuego, sino en la instrumentación de un interesante programa de reformas económicas, programa que por estas latitudes sería estigmatizado por ‘neoliberal’.

Ahora bien, mientras El Salvador ha prosperado económicamente se ha convertido quizás en el país más violento del hemisferio occidental. La tasa de homicidios se ubica en cerca de 100 por cada 100.000 habitantes. Valga decir, supera a la de Colombia en más de 20 por ciento. Para el ciudadano del común de dicho país la probabilidad de ser asesinado hoy día es mucho más alta que durante la época del conflicto armado.

Recientemente, y con motivo de una masacre en un barrio popular, el diario La Prensa señalaba que, de acuerdo con un testigo “se oía igual que cuando los guerrilleros se agarraban con los soldados”. Solamente que ahora las víctimas son de la población civil.

Aunque existen diversas hipótesis en torno a la evolución de la criminalidad en El Salvador, una de las que más recurrentemente se esboza tiene que ver con el hecho de que, como parte de los acuerdos de paz, se desatendió la necesidad de fortalecer los organismos encargados de brindar seguridad a los ciudadanos. No solamente quedaron en la calle muchas de las armas utilizadas en el conflicto —algunos estimativos hablan de un millón de armas en un país de apenas seis millones de habitantes—. Además se estableció una policía de carácter civil, en un principio compuesta de manera paritaria por ex combatientes de ambos bandos. Persiguiendo el noble fin de que la policía no volviera a las prácticas represivas del pasado se diseñó una institución que hoy en día es incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos.

Por no mencionar el aparato judicial y carcelario. Encuestas de victimización señalan que el 89 por ciento de las víctimas de un delito no lo denuncian a las autoridades. Por mucho, la principal causa de dicha apatía es la falta de confianza en las autoridades y en el sistema judicial.



Prosperidad económica

Diez años después de terminado el conflicto armado El Salvador tiene una economía muy próspera en medio de un severo problema de criminalidad. Con seguridad, lo que ha determinado los buenos resultados económicos no ha sido la mayor tranquilidad ciudadana. Al fin y al cabo dicha tranquilidad nunca llegó. La prosperidad se ha originado en la implementación de buenas políticas económicas. Y la explosión de la criminalidad se explica en parte por las concesiones que se hicieron para poner fin a la guerra civil.

Para quienes siempre buscan ‘causas objetivas’ detrás de la criminalidad no sobra aclarar que durante el período de la posguerra la pobreza en El Salvador ha disminuido, y no existe evidencia de que la distribución del ingreso haya empeorado. De hecho, cifras de la Cepal señalan que en 1997 el 20 por ciento más rico de los hogares percibía el 31,1 por ciento del ingreso nacional. Este porcentaje es más bajo (y, por consiguiente, la distribución del ingreso es menos mala) que en Argentina (35,8) y Chile (39,4).

Cuando me imagino cómo sería Colombia una vez termine el conflicto armado siempre pienso en El Salvador. Quizás hagamos lo mismo que ellos, recobrando el dinamismo económico sin recuperar la tranquilidad ciudadana. O quizás aprendamos de los errores que allá se cometieron, en cuyo caso podríamos aspirar a la prosperidad económica liderada por el sector privado, en un entorno en el cual se fortalecen las instituciones encargadas de proveer seguridad a los ciudadanos. En ese escenario, los logros en lo económico y en términos de seguridad ciudadana se retroalimentarían unos con otros. O quizás sigamos aspirando a ser Noruega, con policía civil y Estado benefactor incluido, modelo que, en nuestro contexto, augura muy poco tanto en términos de prosperidad económica como de seguridad ciudadana.