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La gloria y la sombra de Enzo Ferrari

El 125 S cumple 70 años. El aniversario del primer Ferrari da pie a exposiciones y libros que relatan la vida y legado de su creador, un italiano humilde que de su pasión desenfrenada hizo una religión deportiva.

2 de septiembre de 2017

La vida de Enzo Ferrari es la de un adicto al automovilismo, un deporte que impulsó con su empuje temerario. A comienzos del siglo XX, cuando apenas era un niño de clase trabajadora, junto a su padre y hermano vio una carrera que lo enganchó de por vida a los autos veloces y los suicidas que los piloteaban.

Luego, cuando la Primera Guerra Mundial le quitó dos de sus seres más queridos, y la Segunda lo enfrentó a colaborar con el fascismo o desaparecer, su enfermiza pasión por ganar carreras y encumbrar su apellido en la sociedad italiana lo mantuvo a flote. Motivado desde joven por lo que llamó su “sueño adolescente”, trató de ser piloto y falló. Dirigió un equipo para Alfa Romeo y lo despidieron. Entonces procedió a sembrar y construir una religión deportiva basada en poderosos motores, que hasta estos días iza firmes y orgullosas sus banderas rojas.

Ferrari está de aniversario. En su casa matriz de Maranello, donde ubicó su fábrica luego de la Segunda Guerra Mundial, y hoy sigue siendo la meca del universo Ferrari, se celebran los 70 años del Tipo 125 S, primer auto que salió de la fábrica. Aprovechando la ocasión, el Design Museum de Londres abrirá Ferrari Under the Skin, una muestra dedicada al proceso de imaginar, crear y construir automóviles tan únicos. Revelará bocetos, procedimientos y detalles del enigmático personaje que le dio vida, de los pilotos que condujeron bajo su mando y de los muchos famosos que no se resistieron a poseer y conducir sus máquinas. A esto se suma el libro Ferrari 70 Years de Dennis Adler, historiador, fotógrafo y experto en autos, un extenso homenaje a la marca del cavallino rampante, cargado de anécdotas y fotografías, que el estadounidense publicó a finales de 2016.

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Implacable y tímido

Con o sin las gafas negras que en su vejez solía usar, Enzo Ferrari ocultaba sus sentimientos mejor que nadie, y solo las anécdotas de sus amigos y trabajadores descubren matices de su carácter. Por ellos se sabe que odiaba los autos que su compañía construyó, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, para vender al público de alto poder adquisitivo. A este hombre de clase trabajadora lo motivaba frenéticamente ganar carreras, pero si bien hablaba con desdén de aquellos que le compraban, sabía que sin ellos su sueño terminaría. Ese ‘mal necesario’ traía el pan debajo del brazo, es decir, el ingreso que soportaba la operación de su equipo de carreras Grand Prix.

A pesar de su desprecio, los autos que produjo para vender son máquinas tan particulares desde lo técnico como únicas desde lo estético. Por eso han resultado irresistibles para miembros de la aristocracia europea, estrellas de rock y narcotraficantes por igual. Su proceso de ensamble, casi artesanal, eleva sus precios a cientos de miles de dólares que se convierten en millones cuando alcanzan la categoría de clásicos. Enzo congregó un equipo de grandes ingenieros y diseñadores para garantizar la competitividad de su equipo en las carreras. Sus empleados le respondieron con eso, y con autos de culto, generalmente pintados de un rojo intenso, con los que millones de fanáticos de los motores han soñado en algún punto de sus vidas.

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El loco

Enzo vivió modestamente gran parte de su infancia y juventud, una época en la que despertó su obsesión por ser piloto de carreras. Admiraba a su padre, Alfredo, y a su hermano mayor, Dino. Cuando la Primera Guerra Mundial estalló, su hermano se enlistó en 1916, y murió de una fiebre tifoidea. Ese año también perdió a su padre por causa de una enfermedad. Enzo fue reclutado en 1917 y casi sufre la misma suerte. Cayó enfermo y parecía que pasaría sus últimas horas en el pabellón de incurables. Convaleciente, recordaba el sonido de los martillos que clavaban puntillas en los féretros, pero por resistencia natural o suerte, sobrevivió y regresó a casa. Su madre, Adalgisa, franca y adolorida, expresaba que de los dos hijos había muerto su preferido.

Hoy se piensa en Ferrari y aparece un emporio. Pero a sus 20 años era un joven más que había regresado de la guerra sin empleo. El difícil momento resultó crucial. Sin ataduras, probó su suerte en Turín, epicentro de la actividad de los motores in Italia, y se postuló para trabajar en la Fiat, pero lo rechazaron. Consiguió empleo en otro constructor pequeño en Milán, y se jugó su capital para cumplir su sueño. Vendió la casa familiar y se compró un Alfa Romeo para correr.

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En esos días iniciales del automovilismo, los autos eran un ataúd sobre ruedas que alcanzaba casi 200 kilómetros por hora. Alfa Romeo notó su interés y lo invitó a hacer parte de su equipo en 1919. Pero con el paso de las carreras y los escasos éxitos, él mismo se propuso hacer un equipo. Le sugirió a Alfa Romeo dotar a su Scuderia Ferrari, a la cual le puso la clásica insignia del caballo encabritado en honor al célebre aviador Francesco Baracca. Todo funcionó bien hasta que en 1937 Alfa Romeo lo despidió. Salió de la compañía en 1939. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, colaboró con el nefasto esfuerzo fascista, so pena de que su empresa cayera. Pero recibió con beneplácito el fin del conflicto, ahora podía dedicarse a hacer carros y competir. En Maranello estableció su fábrica.

Ferrari es quizá la escudería más exitosa de la historia, y vivió una primera época dorada desde su inicio en 1947 hasta mediados de los años cincuenta. La suerte cambió entre 1955 y 1965, cuando no solo perdió el aura de invencible, sino sufrió la muerte de varios pilotos. Esto le acarreó una fama oscura e, incluso, enfrentó un juicio tras un accidente en 1957 en la Mille Miglia que les costó la vida al piloto y a 13 espectadores más, entre los que había 5 niños. Para muchos historiadores, esos peligros condujeron a medidas que con el paso de los años hicieron del automovilismo una práctica menos riesgosa.

Ferrari vivió una existencia reservada, trágica y ambigua. Se casó en 1923 con Laura Dominica Garello, una mujer de carácter que impulsó su espíritu empresarial y le dio su primer hijo, Dino. Tristemente, el heredero nació con una distrofia muscular y murió a los 24 años. Un amigo de infancia de Enzo aseguró que solo dos cosas lo hacían llorar: el recuerdo de su hijo y las declaraciones de impuestos. Adoraba a su mujer, pero también a Lina Lardi, una amante con la que tuvo a Piero Ferrari en 1945. Hoy, Piero mantiene 5 por ciento de la compañía de la cual es vicepresidente. Su padre, en épocas de vacas flacas, se vio obligado a vender la mitad de su operación a la Fiat en 1967. Poco importa, el apellido que quiso establecer en Italia es, nada más y nada menos, un ícono universal de la velocidad y la distinción.