Medioambiente
Especial Guajira: un voluntariado contra la desesperanza
La campaña del Movimiento Ambientalista Colombiano les lleva alimentos no perecederos a miles de indígenas, quienes ahora cuentan con aulas que funcionan con energía solar.
Miles de bolsas plásticas de todos los colores revolotean por el viento hasta quedar atrapadas entre los trupillos y cardones, árboles que con sus espinas las retienen y evitan que sigan su ruta hacia el océano Atlántico. Una infinidad de botellas, llantas, icopores, colillas, cáscaras de fruta y hasta retretes invade las calles y andenes, recovecos polvorientos y desérticos por donde transitan niños descalzos.
Las canecas de los establecimientos comerciales que venden friche de chivo, arepas de huevo y carne de tortuga no dan abasto con tanto residuo sólido, mientras que los frentes de las enramadas construidas en bahareque y con las ramas de la vegetación nativa, lucen agobiados por la cantidad de desperdicios que sirven de alimento a las manadas de perros callejeros. Algunos turistas incrementan el desalentador panorama: desde los vehículos particulares que prestan el servicio de transporte, llamados en la zona como ‘Copetranas‘, arrojan las envolturas del mecato.
En un cementerio de bolsas y envases plásticos está convertido en casco urbano de Uribia, puerta de ingreso a la Alta Guajira y al Cabo de la Vela. Foto: Jhon Barros.
Un gran pasacalle metálico indica que el lugar es un emporio ancestral y étnico. La estructura de colores verde, amarillo y blanco tiene plasmada la frase “Capital indígena de Colombia”, en la cual también quedan atrapadas las bolsas plásticas y está decorada por montículos de residuos en sus dos extremos. Las moscas, las aves carroñeras y los olores fétidos terminan de rematar la hecatombe ambiental.
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Este mar de basura corresponde a la periferia del casco urbano de Uribia, un sitio ubicado a casi dos horas de Riohacha que sirve como puerta de entrada a lo más alto de la península de La Guajira. Además, es la única vía de ingreso a uno de los lugares más paradisíacos del país, una zona que ofrece mágicos amaneceres y atardeceres de tonos anaranjados y rojizos, dunas de sal perpetua y aguas cristalinas: el Cabo de la Vela.
Aunque Uribia ha sido bautizada como la capital indígena de Colombia, sus habitantes consideran que debido a la cantidad de basura que abunda en las calles deberían llamarse la ciudad del plástico. Foto: Jhon Barros.
Según el último censo del DANE, en las 820.000 hectáreas que conforman Uribia habitan 154.898 indígenas wayú distribuidos en 21 corregimientos y pertenecientes a 13 clanes o castas como los ipuana, uliana, pushaina, epinayu y jusayu. Esta cifra convierte al municipio guajiro en el principal hogar de indígenas de esta etnia a nivel nacional, al concentrar más del 40 por ciento de la población wayú.
Aunque Uribia actualmente cuenta con tres volquetas para recoger las basuras los días lunes, miércoles y viernes, este servicio es exclusivo para las 600 hectáreas que mide el casco urbano. Pero hay lugares donde solo pasan una vez al mes. Sumado a esto, los carros recolectores deben llevar los residuos hasta Maicao para hacer la disposición final, ya que el municipio carece de un relleno sanitario propio. La palabra reciclaje brilla por su ausencia acompañada de un sol que supera los 33 grados de temperatura.
Las bolsas plásticas que vuelan por los vientos en Uribia quedan atrapadas entre las espinas de los cardones y trupillos. Las tres volquetas que recogen los residuos no dan abasto con tanto desperdicio. Foto: Jhon Barros.
Pero las basuras son tan solo la punta del iceberg de una infinidad de problemáticas que agobian a la población uribiera. En los 68 kilómetros de vía que hay entre Uribia y el Cabo de la Vela aparecen rancherías sin agua potable ni servicio de energía, niños con panzas protuberantes llenas de parásitos y chivos alimentándose con plástico. Hasta pequeños puentes en cemento construidos sobre riachuelos que no existen y pintados con nombres de aspirantes a cargos políticos, ratifican los altos grados de corrupción.
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El censo del DANE corrobora este panorama al catalogar a Uribia como el noveno municipio del país con el mayor porcentaje de necesidades básicas insatisfechas: 88,6 por ciento. Entre tanto, a finales de 2018 se reveló una cifra macabra: más de 4.700 niños wayú muertos en los últimos ocho años por causa de la desnutrición.
Los niños wayú sufren de desnutrición severa y enfermedades estomacales por el consumo de agua contaminada. Foto: Jhon Barros.
Nace una mano amiga
Camilo Prieto, fundador y director del Movimiento Ambientalista Colombiano (MAC), decidió visitar el Cabo de la Vela para pasar las vacaciones de fin de año de 2014. Quería desconectarse del ruido, los trancones y la contaminación de Bogotá, al igual que perderse entre la exuberancia del territorio caribeño.
Pero desde su llegada al centro poblado de Uribia sus sentidos se perturbaron. El cementerio de bolsas plásticas fue el primer crimen ambiental que prendió sus alarmas, al cual le siguieron la falta total de agua potable en los hostales del Cabo, la pobreza extrema de los habitantes nativos, el contraste con las actividades turísticas del sector y la matanza de animales marinos, como las tortugas, para deleitar a los extranjeros.
Las playas del Cabo de la Vela y las rancherías de la Alta Guajira padecen por una gran proliferación de plástico y bolsas. Foto: Jhon Barros.
“Recién llegué el Cabo decidí sentarme en la playa a contemplar el mar y reflexionar. De repente vi una mujer wayú con su hijo pequeño entre los brazos con una evidente desnutrición y unos ojos que lloraban sin lágrimas. Una caravana de motos pasaba cerca a ellos. Ver ese contraste entre la opulencia de traer un rally a un sitio tan apartado como la Alta Guajira con el hambre y la sed de la población, fue una escena altamente perturbadora para mí”, aseguró Prieto.
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A su regreso a Bogotá, el médico cirujano se reunió con sus voluntarios ambientalistas que en esa época solo trabajaban en la capital del país y los departamentos del Tolima y Meta. Les contó la problemática de las basuras y planteó su diagnóstico. “El nuevo colono de La Guajira es el plástico. Además, hay una epidemia que se ha ido tomando el territorio y está matando a la población y los ecosistemas: la invisibilidad de todos los colombianos”, recuerda con nostalgia.
Camilo Prieto, director del Movimiento Ambientalista Colombiano, lleva seis años trabajando por los wayú y los ecosistemas de la Alta Guajira. Foto: MAC.
Prieto empezó a maquinar una campaña que permitiera ayudar en algo a las comunidades wayú y disminuir el deterioro de los recursos naturales. Pero antes necesitaba conocer de una forma más profunda las necesidades del territorio. Entonces volvió al Cabo de la Vela con un joven fotógrafo de la fundación para documentarse.
“Vamos a perseguir el agua, le dije. Con la ayuda de algunos líderes locales buscamos un jagüey, un depósito superficial de agua en zonas con sequías estacionales prolongadas. Al encontrarlo emprendimos un recorrido de cuatro horas repleto de plástico, envases y otros residuos, hasta que por fin dimos con una comunidad wayú. Esa larga distancia que tienen que recorrer sus pobladores para poder obtener algo de recurso hídrico y la proliferación del plástico, fueron lo que nos llevó a consolidar una apuesta ambiental y pedagógica en la zona”.
Las problemáticas ambientales y sociales de la Alta Guajira contrastan con la magia y belleza de sus paisajes. Foto: Jhon Barros.
Así nació la campaña #YoSoyGuajira, que al comienzo estuvo enfocada en realizar jornadas médicas para los niños que padecían de desnutrición y llevar comida como semillas de arroz, frijol, arveja y avena a algunas rancherías, trabajo que desde sus inicios contó con el apoyo de la Fuerza Aérea Colombiana, el Ejército, la Policía Nacional y la empresa Envía para transportar los alimentos y llegar a las zonas más apartadas. Todo el material era donado por los mismos colombianos a través de campañas regionales.
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Sin embargo, Prieto se percató que esta apuesta tenía un enfoque asistencialista y no tendría un gran impacto a largo plazo. “En 2016 decidimos ir más allá de los alimentos y la atención médica, por lo cual acordamos construir aulas ambientales en varias comunidades con energía fotovoltaica y paneles solares para educar a la población en temas como consumo responsable, reciclaje, cambio climático y la disminución del plástico de un solo uso, además de involucrar activamente a los líderes sociales wayú en el proyecto”.
Los amaneceres y atardeceres del Cabo de la Vela son una de las principales razones por la que miles de turistas visitan este terruño de la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
Según el director del Movimiento Ambientalista, la idea de llevar a La Guajira aulas que funcionaran con los rayos del sol surgió a partir de una serie de fotografías que le llegaron por sus redes sociales, las cuales evidenciaban las precarias condiciones en las que las mujeres wayú tejían sus mochilas en horas de la noche. Al no contar con energía en sus viviendas, las matronas sujetaban hasta dos linternas entre sus cuellos para poder hacer los tejidos de colores encendidos.
“Nos llegaban mensajes con solicitudes de donaciones de baterías para las linternas. Eso fue lo que más nos motivó a diseñar sistemas fotovoltaicos con capacidad entre uno y dos kilovatios, los cuales hemos instalado con la ayuda económica y logística de varias manos amigas como universidades, entidades y personas interesadas en dar su aporte para que La Guajira deje de ser invisible ante los ojos del país”.
Las playas de sal del municipio de Uribia en la Alta Guajira representan un ingreso económico para la población y un atractivo turístico para sus visitantes. Foto: Jhon Barros.
Más de 1.000 wayús beneficiados
En los seis años de la campaña #YoSoyGuajira, el Movimiento Ambientalista Colombiano ha logrado sembrar esperanza en cuatro comunidades de la Alta Guajira donde habitan más de 1.100 indígenas: dos en el municipio de Uribia (Murujuy y Wayutpa) y dos en Manaure (Marrollomana y Onolaulia).
Cada una de estas rancherías hoy en día cuenta con aulas ambientales que funcionan con paneles solares instalados en sus techos, energía que le permite a un joven wayú contratado por la fundación utilizar videobeams y computadores como herramientas para inyectarles el conocimiento sobre el cuidado del medioambiente a los más pequeños.
Esta es una de las cuatro aulas ambientales construidas en Uribia y Manaure. Allí, los niños y jóvenes aprenden sobre el cuidado de los recursos naturales y las mujeres hacen sus tejidos. Foto: Jhon Barros.
Estos sitios fueron construidos con los mismos materiales de las viviendas de los pueblos indígenas. También cuentan con su propia huerta ancestral, pequeños rectángulos de tierra conformados por especies de árboles de la zona que brindan beneficios para la salud humana y alimento para los animales, como el min, yotocoro y moringa.
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Todos los años, un grupo de 50 voluntarios de diversas profesiones que hacen parte de la organización viaja hasta la Alta Guajira acompañado por las Fuerzas Militares. Su misión es sacarles sonrisas a los wayú por medio de la entrega de alimentos no perecederos como lenteja, arroz, panela, arveja, maíz, avena y frijol, los cuales reciben en bolsas de tela o baldes. Más de 100 toneladas han sido entregadas en lo corrido de la campaña.
En cada misión, que dura aproximadamente cinco días, la comunidad también recibe agua potable y potabilizadores elaborados por estudiantes universitarios, además de jornadas médicas para los niños por parte de miembros de la Asociación Colombiana Médica Estudiantil (ACOME). Las actividades lúdicas, siembra de árboles nativos y atención para las mascotas cierran la apuesta pedagógica, social y ambiental de la fundación.
#YoSoyGuajira realiza jornadas médicas en las rancherías más vulnerables de la Alta Guajira, las cuales tienen como foco a los niños afectados por la desnutrición. Foto: Jhon Barros.
“Nuestro programa pedagógico ambiental consta de talleres que son dictados en la lengua nativa wayú (wayuunaiki), todos creados en consenso con la comunidad y teniendo en cuenta sus usos, costumbres y tradiciones. Están dirigidos a fortalecer la apropiación territorial por medio de temáticas como la diversidad cultural, manejo de residuos sólidos, consumo responsable, cambio climático, seguridad alimentaria, recurso hídrico, fauna silvestre y doméstica, flora nativa, ecosistemas y huertas ancestrales”, apuntó Prieto.
En la misión de este año, realizada entre el 6 y 9 de febrero y que contó con el acompañamiento de SEMANA SOSTENIBLE, las cuatro comunidades wayú de Uribia y Manaure recibieron cerca de 15 toneladas de alimentos, dos carrotanques con más de 20.000 litros de agua, jornadas médicas donde fueron atendidos 400 niños y siembra de árboles de especies como nim y nopal.
"Hicimos entrega de la unidad de energía fotovoltaica en la ranchería de Wayutpa y le realizamos mantenimiento a los paneles de las dos comunidades indígenas de Uribia. También realizamos jornadas de recolección de plásticos y de bienestar y cuidado animales, actividades lúdicas para los niños e instalación de potabilizadores de agua", dijo Tatiana Ochoa, coordinadora de la campaña del Movimiento Ambientalista.
En los seis años que lleva la campaña en la Alta Guajira, los voluntarios de la fundación, apoyados por las fuerzas militares, le han llevado más de 100 toneladas de alimentos no perecederos a la comunidad wayú.
Para el director de la organización, uno de los mayores retos de esta campaña es lograr que las comunidades disminuyan al mínimo el uso de bolsas plásticas, tanto para el día a día como para recibir las ayudas humanitarias cada año.
“La primera medida fue decirles que no les íbamos a entregar las semillas si no llevaban sus propias tulas en tela. Luego empezamos a buscarle una utilidad a ese plástico que, en La Guajira, no se puede reciclar por la fotodegradación y la mezcla que tiene con la arena. Entonces decidimos enseñarles a los niños a elaborar manualidades como tortugas con este material y adaptamos rondas infantiles como la de ‘juguemos en el bosque mientras el lobo no está’ por ‘juguemos en el Cabo mientras el plástico no está’”.
En las huertas ancestrales de las aulas ambientales, los wayú han sembrado varios árboles que brindan alimento y tienen poderes curativos. Foto: MAC.
Aunque es evidente que en las cuatro comunidades wayú donde hace presencia el Movimiento Ambientalista no ha desaparecido el uso del plástico, ya que aún hace parte de la decoración de los cardones y trupillos, Prieto destaca que sí se ha logrado una importante disminución.
“La población de estas rancherías ha empezado a comprender el daño que genera la disposición inadecuada de residuos sólidos, razón por la cual realiza constantes jornadas de recolección en sitios como las playas y los pocos parches de vegetación que aún sobreviven. Sin embargo, una gran problemática en Uribia es que las ayudas humanitarias llegan en bolsas o envases plásticos, por lo cual prolifera todo este material en el casco urbano”.
Los niños wayú de las rancherías ayudan a sembrar los árboles típicos de esta zona del Caribe en las huertas ancestrales de las aulas ambientales. Foto: Jhon Barros.
Retos y más proyectos
Una de las mayores frustraciones con las comunidades wayú de la Alta Guajira ha sido generar una confianza por el sistema de salud. En la más reciente misión, los médicos voluntarios de la organización ambiental evidenciaron varios casos críticos de desnutrición infantil, además de niños con indicios de sarna en sus pieles.
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“Para remitir un niño wayú a un centro médico es necesaria la aprobación de la madre y la familia indígena. A pesar de la insistencia y de plasmarle el alto riesgo de muerte de los niños a las mujeres, la mayoría no atiende las recomendaciones porque no confían en el sistema médico. Hay mucho trabajo por hacer en esa materia, al igual que con la cantidad de mascotas en mal estado físico que hay en las rancherías”, anotó Prieto.
Las comunidades wayú aún no generan un vínculo de confianza con el sistema de salud. Poder llevar a un niño con desnutrición severa a un hospital muchas veces es una lucha perdida. Foto: Jhon Barros.
Por ahora, los miembros de la fundación le apuntan a que #YoSoyGuajira se vuelva contagiosa y pueda replicarse en otros sitios del país igual de vulnerables y críticos como es este departamento del caribe colombiano.
“No queremos ser exclusivos, sino contagiar al resto de Colombia con este tipo de iniciativas que buscan quitar la invisibilidad en la que están envueltas las zonas que padecen de una economía para sobrevivir. No es juzgar su conducta, sino crear mecanismos que permitan generar un cambio. En una misión, cuando le dimos concentrado a los perros, los niños y adultos se lanzaron a comer las pepas. Es una conducta que muestra la precariedad en la zona”, indicó Prieto.
Las mascotas de los wayú también reciben alimentos y atención veterinaria por parte de los voluntarios de la organización ambiental. Foto: MAC.
A mediados de este año, el Movimiento espera entregarle una nueva ayuda a la población wayú de la Alta Guajira, la cual beneficiará a más de 250 niños de una de las comunidades cercanas al Cabo de la Vela. Se trata de un internado en donde estos pequeños, su mayoría huérfanos y que viven en medio de la carencia, contarán con una vivienda digna, agua potable, energía y educación.
“Este internado tendrá una planta de energía fotovoltaica de seis kilovatios, además de baños secos que no utilizan agua y con los cuales se puede generar compost”, dijo el director de la fundación que hoy cuenta con más de 300 jóvenes voluntarios.
El ambientalista apuntó que la campaña #YoSoyGuajira funciona como una ecuación de empatía conformada por la sintonía con la comunidad, la solidaridad, la confianza, la acción imperfecta, los jóvenes voluntarios que destinan su tiempo sin ninguna retribución económica y el posconflicto, "ya que antes los vehículos de las Fuerzas Militares que transportan las ayudas eran utilizados solo para la guerra y hoy llevan un mensaje de armonía y esperanza”.
Este año, el Movimiento Ambientalista Colombiano tiene programado inaugurar un internado para más de 200 niños huérfanos en la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
Líder desde la cuna
La voz de Rosa Matilde López, una indígena wayú de 55 años que hace parte del clan uliana del municipio de Uribia, resuena con fuerza en toda la Alta Guajira. Cada vez que llega a una ranchería de su terruño desértico y caluroso, la población la escucha con atención sin necesidad de un micrófono. Todos la rodean, le piden ayuda y la colman de abrazos como señal de agradecimiento.
Es una de las líderes más respetadas del territorio, título que según ella se ha ganado a pulso por medio de una lucha de más de dos décadas por el beneficio de su gente, una batalla constante contra la desnutrición infantil, la corrupción, la falta de recursos, el machismo y la desigualdad que a muchos incomoda.
Rosa Matilde López lleva luchando más de 20 años por su comunidad wayú. Aunque han tratado de silenciar su voz, esta indígena no desfallece y sigue batallando. Foto: Jhon Barros.
“Mis grandes aliados son las Fuerzas Militares, quienes siempre están dispuestas a atender mis llamadas y peticiones cuando se presenta algún inconveniente en las comunidades, problemáticas que son casi diarias. Esas amistades no han caído bien en todo el departamento, ya que algunos me tachan de vendida. Desde hace varios años empecé a recibir amenazas por mi trabajo social, razón por la cual debí pedir un esquema de seguridad que me acompaña hasta para salir a la tienda más cercana a mi casa en el Cabo de la Vela”.
Las amenazas contra la vida de Rosa, madre de cuatro hijos biológicos y dos que la vida le puso en su camino, iniciaron en 2003 por parte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); hoy en día vienen de enemigos de la fuerza pública a través de emisarios, llamadas o mensajes de WhatsApp es su teléfono.
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“Como soy un enlace entre esas fuerzas y la comunidad, los bandidos y secuestradores me ven como una amenaza. Creen que Rosa López es la persona que le informa a la Policía y el Ejército el lugar donde ellos están, cuando yo no tengo nada que ver con esas operaciones. Yo solo hago obras sociales o intervengo cuando hay choques con la comunidad. La situación en la zona es crítica. Hace pocos días mataron a una de las autoridades tradicionales y querían quemar a sus hijos por un problema de robo de animales”.
Uno de los propósitos de Rosa López es que las mujeres wayú le pierdan el miedo a hablar y no sigan siendo sumisas ante en yugo del hombre. Foto: Jhon Barros.
A pesar de los obstáculos, Rosa no tiene una pizca de intención por dar marcha atrás. Además de seguir luchando por las causas sociales, decidió apoyar al Movimiento Ambientalista Colombiano es su campaña por la Alta Guajira para mejorar la calidad de vida de los wayú y disminuir el uso del plástico.
“Hace como cinco años, la Alta Guajira fue comidilla de la prensa por tanta mortandad de niños por desnutrición. Yo trabajaba como inspectora rural del Cabo de la Vela, época en la cual me tocó enterrar hasta tres niños por semana pidiéndole ayuda al Cerrejón para que me donara los cajones. Llevábamos mucho tiempo sin ver una sola gota de agua caer del cielo. Decidí enviarle las duras imágenes a una conocida que estaba trabajando como voluntaria en el Movimiento Ambientalista”, recuerda Rosa.
Al poco tiempo, la fundación le propuso involucrarse como líder wayú de la campaña #YoSoyGuajira. “Además de recibir alimentos y ayudas humanitarias, esta iniciativa le apuesta a reducir el uso del plástico en la Alta Guajira, una problemática que ha estado presente desde que tengo uso de razón. Es muy triste ver que la población uribiera no tenga conciencia sobre las nefastas consecuencias que conlleva arrojar tal cantidad de basura en el territorio. No deberíamos llamarnos la ciudad indígena de Colombia, sino la capital del plástico”.
La Fuerza Aérea, el Ejército y la Policía han sido los principales apoyos en el trabajo comunitario de Rosa López, quien hoy tiene un hostal en el Cabo de la Vela que funciona con paneles solares. Foto: Jhon Barros.
De la mano de Rosa, los más de 700 wayús que habitan en las comunidades de Murujuy y Wayutpa de Uribia han ido disminuyendo poco a poco el uso de las bolsas plásticas. Según la líder, muchas de las mujeres ahora utilizan bolsas en tela para transportar los alimentos y solo aceptan botellones de cinco o 20 litros para el agua, los cuales pueden ser reutilizados. También cuentan con una planta desalinizadora aportada por la fundación Mujer y Hogar.
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“Me llena de orgullo llegar a una ranchería donde cada vez son menos los plásticos colgados en los cardones y trupillos. Hace cinco años el panorama era alarmante, una vez hasta sacamos cuatro toneladas de plástico en una ranchería. Hoy sembramos muchos cactus en las comunidades, cuyo fruto sirve de alimento para los wayú o para los chivos y ovejos. El frijol del trupillo también es utilizado como comida y su palo para la construcción de las viviendas; el pichiguel tiene poderes medicinales como pulverizar los cálculos renales y otras plantas curan la diarrea, cicatrizan las heridas y desaparecen las erupciones en la piel”.
En la cultura wayú aún sobrevive la tradición de casar a las mujeres con el mejor candidato a cambio de animales y tierras. Rosa López se opuso a este trueque, por lo cual fue desheredada. Foto: Jhon Barros.
Al rebuscar en su memoria, Rosa recuerda que en el despertar de su adolescencia el sueño que tuvo desde niña de trabajar por la comunidad estuvo a punto de esfumarse, y todo por la arraigada tradición wayú de casar a las niñas con el candidato que ofreciera mayor cantidad de animales o tierras.
“Desde que era bien niña soñaba con estudiar y aprender. Eso se lo debo a una tía abuela materna que era la única en la ranchería que sabía leer y escribir en español. Yo veía cómo ella leía el periódico a cada rato, mientras una mano de gente llegaba a pedirle que le escribiera cartas o le tradujera lo que decían los blancos. Opté seguir su ejemplo y no me le despegaba. Pero mi español era más bien machucado”.
A los 11 años, Rosa ingresó al internado indígena religioso San José de Uribia, donde nunca perdió un año y fue una de las más juiciosas. Cuando terminó su estudio tuvo que irse a Maracaibo (Venezuela), sitio conocido por los wayú en ese entonces como el sueño americano. Allí tenía que encargarse de su padre que estaba enfermo.
Al poco tiempo se enteró que el hermano mayor de su mamá le tenía listo un candidato para casarse, y que su papá había aprobado la venta por tierras y animales. Rosa estaba sentenciada a convertirse en una mujer abnegada bajo las órdenes de un señor que ni conocía, algo que acabaría de tajo con su sueño de progresar como mujer.
Las mujeres wayú son las encargadas de buscar el agua y la comida, cuidar a los niños y trabajar para llevar recursos económicos a las rancherías. Foto: Jhon Barros.
“Algo que siempre me ha caracterizado es la rebeldía. Por eso me armé de valor y le dije a mi padre que por nada del mundo iba a aceptar aquel negocio que sigue vivo en la tradición de los wayú. El castigo fue que me desheredaron, pero no me importó y al poco tiempo regresé a Uribia donde me casé por voluntad propia con un muchacho que me cortejaba. Con él tuve mis primeros dos hijos, pero falleció a mediados de los 90. Luego conocí a otra persona que se borró del mapa por infidelidad, quien me dio otros dos hijos”.
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Si Rosa no hubiera seguido su instinto de rebeldía, lo más probable es que hoy en día estaría en la misma o peores condiciones que sus hermanas wayú, es decir sumisa a su marido, aceptando que tenga las esposas que quiera y trayendo al mundo hijos hasta que le llegara la menopausia.
“Hoy no tendría esta oportunidad de ser líder y trabajar por la gente. Por mi instinto rebelde pude hacer una carrera de derecho en legislación indígena y varios cursos en el SENA como gestora social y relacionista pública. No soy rica en dinero, pero sí en amigos y contactos que he hecho en estos 20 años para defender a mi amada Guajira”.
El tejido de mochilas es la principal actividad que les representa recursos económicos a las mujeres wayú. Para venderlas deben caminar largas horas hasta llegar a los sitios turísticos de la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
Futura semilla
La autoridad ancestral de la comunidad Murujuy tiene dos candidatos que en el futuro podrían heredar su batuta como líder wayú. Angie López, la menor de sus hijas biológicas, ya ha hecho bastantes pinitos en compañía de su madre en la comunidad, y ahora está dedicada de lleno a la labor social. Emmanuel, un niño que llegó a la vida de Rosa cuando apenas tenía pocos días de nacido, es su otra apuesta.
“Emmanuel es un niño curioso, despierto, preguntón, sin pena y que nunca se está quieto. Pero lo más importante es que todo lo comparte. Si le doy una bolsa de pan, va corriendo a donde sus amigos para comer con ellos. Actualmente tiene seis años, pero desde ya estoy segura que será un gran líder del territorio”, afirma Rosa.
Emmanuel (de camiseta amarilla), es un niño que llegó a la vida de Rosa cuando apenas tenía días de nacido. Asegura que es un regalo de Dios con dones para convertirse en líder social. Foto: Jhon Barros.
Por su parte, Angie, de 30 años, parece estar repitiendo todos los pasos de su madre, menos la propuesta de matrimonio por obligación. También estudió el bachillerato en un internado indígena de Uribia y luego decidió ampliar sus conocimientos en Bogotá, donde hizo dos semestres de psicología y terminó su carrera como enfermera.
Con su cartón universitario en las manos, esta espigada wayú de rostro expresivo y labios color carmín decidió regresar al Cabo de la Vela para trabajar por la comunidad. En 2011 laboró en una Institución Prestadora de Seguros Indígenas, y un año después ingresó al ICBF en el área de recuperación nutricional, algo que le abrió aún más los ojos por las carencias de los wayú.
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“Mi trabajo consistía en recorrer los sitios más alejados de las rancherías para verificar las condiciones de salud de los niños. Eso me permitió conocer muchos casos de desnutrición severa, los cuales traté de resolver con la ayuda de mi mamá y sus contactos con la fuerza pública. Cada vez que encontraba a algún pequeño en precarias condiciones, los llamaba para pedir auxilio. Sacaba de mi sueldo para comprarles medicinas y trataba a toda costa de convencer a las mamás para que actuaran. Así descubrí que mi verdadera vocación es ayudar a mi pueblo”.
Angie López es la cuarta y última hija biológica de Rosa. Estudió enfermería en Bogotá y hoy en día, al igual que su madre, trabaja por el bienestar de la comunidad wayú. Foto: Jhon Barros.
Aunque podría escribir un libro contando las historias de los niños al borde de la muerte que ha visto con sus propios ojos color azabache, Angie tiene muy presente uno que la marcó y le sacó borbotones de lágrimas. Cuando se encargaba de hacerle seguimiento a los pequeños wayú conoció a Sury Saray, una niña de dos años de edad que físicamente parecía de meses.
“De repente la niña dejó de asistir a los controles. Me dijeron que estaba muy grave de salud y que la mamá no la podía sacar de su casa. No sabía exactamente dónde vivían, pero después de mucho preguntar y caminar durante largas horas, dí con ellas. Efectivamente Sury Saray tenía una desnutrición severa, tanto así que su perímetro braquial arrojaba muerte. La madre me dio permiso para llevarla al médico, pero toda la familia se opuso argumentando que allá le iban a inyectar el diablo y que todo se solucionaba con rezos”.
Angie siguió tratando de convencer a la mamá sobre la salud de la niña, pero no accedió por miedo a las represalias de su esposo. Como última instancia acudió a una comisaría y reportó el caso a recuperación nutricional. “La pudimos sacar con engaños. Nos tocó inventar que estábamos trabajando con los niños afectados por una virosis gripal y que solo los íbamos a llevar al centro de salud para examinarlos en compañía de las mamás. El pediatra concluyó que Sury Saray debía ser remitida a un hospital inmediatamente. La madre se puso como loca, le pegó a los médicos y le desconectó el suero a la niña. A mi me dijo hasta de qué me iba a morir y me advirtió que si algo le pasaba me mandaba el cobro y se vengaría con mi familia”.
Angie ha sido testigo de centenares de casos de desnutrición severa entre la población infantil de la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
Ante la negativa y terquedad de la madre, y aprovechando la presencia de funcionarios del ICBF, la comisaría y la Policía, Angie se armó de valor y le dijo que la iba a denunciar por explotación infantil, algo que podría representarle cárcel. La familia le dejó a la niña a su cuidado y la llevó al hospital de Riohacha donde fue ingresada a la Unidad de Cuidados Intensivos. “A los pocos días la mamá apareció en el hospital. Por miedo a su reacción no la dejaron ingresar a la UCI, pero ya estaba más calmada. Yo me encargué de los pañales y demás cosas que necesitaba”.
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Sury Saray le fue arrebatada de las manos de la muerte. Hoy en día tiene siete años y aunque no está en plenas condiciones de salud, como la mayoría de los niños wayú, cuenta con mayores esperanzas de sobrevivir. “La visito constantemente. Cuando hablo con la mamá le recuerdo siempre todo lo que me dijo. Ahora se ríe y está muy agradecida por lo que hice por su hija, más aún cuando ya ha perdido cuatro hijos por desnutrición”.
Otros 120 niños de 15 comunidades han sido rescatados por el trabajo social de Angie en la Alta Guajira, que siempre cuenta con el apoyo incondicional de su progenitora. “Estoy segura que seguiré con ese trabajo social de mi mamá, al cual hoy en día se suma la educación por parte del Movimiento Ambientalista para disminuir el plástico. Una ventaja es que los indígenas son muy obedientes cuando ven resultados”.
Hace seis años, Angie logró salvar a una niña wayú que estaba a punto de morir por desnutrición. Foto: Jhon Barros.
El joven maestro de las aulas ambientales
Manuel Elías Pushaina, un joven wayú nacido hace 26 años en Manaure, es el ángel guardián de las dos aulas ambientales de las comunidades de Murujuy y Wayutpa en Uribia. Aunque aún le faltan cuatro semestres para convertirse en licenciado en etnoeducación en una sede de la universidad de La Guajira, toda la población ya le dice “profe”.
Fue contratado en abril del año pasado por el Movimiento Ambientalista para desempeñarse como maestro ambiental y ancestral de los niños y jóvenes de estas rancherías. “Una tía me contó que estaban buscando un docente wayú. Decidí postularme a pesar de que solo contaba con algunos conocimientos ambientales aprendidos en la secundaria”.
Manuel Pushaina es un indígena wayú que hoy trabaja como maestro en las dos aulas ambientales del municipio de Uribia en la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
Antes de estrenarse como docente, Manuel fue capacitado por expertos de la fundación en la temática ambiental, quienes además le entregaron un plan pedagógico y un diario de campo que debía seguir al pie de la letra pero en su lengua nativa. “Poco a poco me fui empapando sobre temas como recursos renovables y no renovables, recolección de residuos sólidos, cambio climático, cuidado de la flora y fauna nativa de La Guajira y los beneficios que tienen para los wayú ciertas plantas, que pueden curar enfermedades y brindan alimento a la población”.
Con los conocimientos frescos en su mente, este joven de estatura más bien baja y contextura delgada empezó a recorrer las rancherías de ambas comunidades para inscribir a los niños y jóvenes que harían parte de sus salones de clase. “Las primeras clases las dí en el internado del Cabo de la Vela, mientras terminaban de construir las aulas con el mismo material vegetal de las viviendas de los indígenas, es decir con palos de trupillos y cardones”.
Cada clase de Manuel dura dos horas: una de teoría y otra de práctica. Al sol de hoy cuenta con 57 estudiantes (17 en Murujuy y 40 en Wayutpa) que oscilan entre los 6 y 22 años de edad; las más grandes son jóvenes madres que quieren aprender sobre educación ambiental. “Como las aulas ya cuentan con energía solar, ahora puedo hacer uso de un computador y un videobeam para la clase teórica. En la hora de práctica me llevo a los niños a recorrer la zona para que dimensionen y observen mejor lo que hemos aprendido, como el color del agua del jagüey”.
57 niños y jóvenes wayú de Uribia asisten a las clases ambientales de Manuel en las dos aulas construidas por el Movimiento Ambientalista. Foto: Jhon Barros.
Este joven, que aún no tiene hijos pero ya se independizó de sus padres, asegura que sus alumnos ya han cambiado varias prácticas que atentan contra los recursos naturales. Cuando empezó como profesor, los niños arrojaban las bolsas plásticas por todo lado, una conducta que según Manuel ha mermado desde el mes de septiembre.
“Les he recalcado a diario que todo el plástico que es arrojado en las calles y rancherías vuela con el viento hasta llegar al mar, lo cual afecta a los animales marinos como las tortugas. Hacemos muchas jornadas de limpieza para recoger los desechos que dejan los turistas y otras comunidades”.
Aunque sueña con aprender inglés y otras lenguas modernas, Manuel no quiere dejar olvidados a sus niños. “Mi vida es enseñar. Por eso quiero seguir aprendiendo para luego inyectar más conocimiento a los pequeños”.
Las clases de Manuel son dictadas en el idioma de los wayú. El ideal es que conserven su tradición y aprendan a cuidar los recursos naturales. Foto: Jhon Barros.
La marca joven
Las cuatro aulas ambientales de la Alta Guajira que hoy cuentan con unidades fotovoltaicas del Movimiento Ambientalista no solo sirven para conectar computadores y demás aparatos tecnológicos para las clases. En horas de la noche, las mujeres wayú se reúnen con sus hijos en estos sitios para tejer mochilas y manillas o simplemente para charlar.
Para generar energía, estas unidades cuentan con varios elementos como paneles solares en silicio policristalino, un controlador de carga, un banco de baterías y un inversor de onda pura. Jimena Gómez, una joven estudiante de maestría en energías renovables y sostenibles de la Universidad Javeriana, fue la encargada de liderar el proceso en las dos comunidades de Uribia.
Cada aula ambiental de la fundación en la Alta Guajira cuenta con paneles solares que absorben la radiación. Foto: Jhon Barros.
“Antes de instalar estos equipos fotovoltaicos es necesario analizar la radiación del lugar, ya que así medimos la capacidad para absorber la radiación, acumular energía y transmitirla a los dispositivos. Con esta información viene la instalación de los aparatos, la cual contó con apoyo de expertos voluntarios de ciudades como Bucaramanga, y luego establecer la demanda. En el caso de la Alta Guajira solo se requiere para iluminación, ya que la comunidad no cuenta con televisores o equipos de sonido”.
Los paneles absorben la radiación del sol y la envían a un inversor, el cual está conectado a un convertidor que hace el cambio a energía y alimenta las baterías, “que en Uribia tienen capacidad de 24 voltios. Esto permite contar con reservas para tres días en el caso de que llueva y no salga en sol”, anota Gómez.
Los voluntarios del Movimiento Ambientalista Colombiano estuvieron hace pocos días en la Alta Guajira llevando felicidad y ayuda a los indígenas wayú. Foto: MAC.
En la pasada misión de #YoSoyGuajira, un grupo de estudiantes de ingeniería ambiental de la Escuela Colombiana de Ingeniería Julio Garavito le llevó a las comunidades wayú dos potabilizadores de agua, mecanismos que a simple vista parecen simples baldes.
“Estos potabilizadores cuentan con una cantidad de arena específica en uno de los baldes, la cual luego de determinado tiempo genera una capa verde de biomasa con varios microorganismos y plantas que se comen las bacterias e impurificaciones del agua. Luego de filtrar estos residuos, el agua sale por mangueras al otro balde con menos carga contaminante”, informó Isis Villamil, miembro del grupo.
Potabilizadores de agua creados por estudiantes universitarios les fueron entregados a los líderes sociales de dos comunidades en la Alta Guajira. Foto: Jhon Barros.
El agua no sale 100 por ciento potable, ya que para eso se requiere de un tratamiento a base de cloro. Sin embargo, el grupo de investigación ya trabaja en la segunda fase del proyecto que abarcaría esta actividad.
Además de estos novedosos aparatos que buscan mejorar la calidad de vida de los wayú, trabajadoras sociales y psicólogas realizaron jornadas lúdicas con los niños con el único propósito de hacerlos sonreír.
"Al comienzo me asusté mucho porque la mayoría de niños no entiende español. Pero al ponerlos a dibujar y pintar figuras como tortugas y los árboles nativos de la zona, el rostro de los pequeños se iluminó de alegría. Poder regalar felicidad así sea por pocos días a estas comunidades es un logro que no tiene precio”, menciona entre lágrimas Johana Alba, una de las voluntarias del grupo ambiental.
Los niños wayú de Uribia y Manaure también disfrutan de actividades lúdicas por parte de los voluntarios de la fundación y las fuerzas militares. Foto: Jhon Barros.