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Laura García y Alejandro Aguilar en un fotograma de Siempreviva, dirigida por Klych López. Foto: CMO PRODUCCIONES

SIEMPREVIVA, DE KLYCH LÓPEZ

La toma del Palacio desde el encierro de los familiares

Con el hallazgo de los restos de Cristina Guarín, la joven que inspiró a una de las protagonistas de la película y obra de teatro ‘Siempreviva’, basada en la toma del Palacio de Justicia, vale la pena insistir en la pertinencia de ver la cinta dirigida por Klych López.

Tatiana Andrade M.* Bogotá
16 de septiembre de 2015

Cuando Clara María Ochoa vio el montaje de La Siempreviva, escrita por el dramaturgo Miguel Torres, en su clásica presentación en el Teatro El Local, su imaginario cinematográfico se disparó con la idea de llevar esa historia a la pantalla grande. Desde ese entonces, hace más de 15 años, Ochoa quiso realizar una adaptación arriesgada y única, junto a Carlos Mayolo, un director, sin duda, arriesgado y único. Pero el proyecto no cuajó y el presupuesto de la película, hecho a máquina y en papel tamaño oficio, quedó congelado entre los cajones de la productora. Después llegaron nuevos proyectos, con producciones cinematográficas como Bolívar soy yo o Soñar no cuesta nada, y la incursión a la televisión con series novedosas, comprometidas con temáticas de corte social y contenidos fuertes para la audiencia colombiana, como La promesa y Correo de inocentes.

Sin embargo, después de filmar su última película, Del amor y otros demonios, en 2010, Ochoa y su socia Ana Piñeres no encontraban un guion cuya historia hiciera honor a sus nuevas intenciones de hacer cine. Ambas tenían claro que el propósito de hacer cine en Colombia debía cambiar de foco, y de compromiso: el cine debía explorar nuevas formas de reflexionar y enfrentar nuestra historia, nuestro pasado. Fue así como desempolvaron el proyecto de la adaptación de La siempreviva, una de las obras más importantes del teatro colombiano del siglo xx. Convocaron a Klych López, un director joven, con varios cortometrajes en su haber, también comprometido con una estética diferente y con propuestas arriesgadas, quien, desde 2011, venía trabajando en varios de los proyectos de cmo. Klych leyó la obra (publicada en una bellísima edición de Tragaluz) y reconoció que allí, en ese texto testimonial, se encontraba la historia que quería contar en su primera película. Se dieron, entonces, a la tarea, los tres, de entender el texto teatral, verlo en todas sus dimensiones y en esa labor se enfrentaron, también, a estudiar la historia que subyace a La siempreviva.

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En 1992, Miguel Torres, director del Teatro El Local, ganó una convocatoria de Colcultura con la propuesta de escribir y montar una obra de teatro sobre el holocausto del Palacio de Justicia. El escritor y dramaturgo colombiano comenzó a pensar en una obra, después de haber escrito el cuento “La casa”, del libro Los oficios del hambre, publicado en 1989. En ese cuento, una locución de radio mantiene informados a los inquilinos de una casa sobre los sucesos que desata el golpe militar del general Gustavo Rojas Pinilla, el 13 de junio de 1953, contra el presidente de entonces, Laureano Gómez. En La siempreviva, el radio y la casa también existen como personajes fundamentales de la historia, testigos y narradores de los acontecimientos de la toma del Palacio de Justicia, perpetrados por un comando de guerrilleros del M-19, durante el 6 y 7 de noviembre de 1985.

Pero la obra no cuenta directamente los sucesos históricos de la toma sino, al contrario, es la toma la que irrumpe en la cotidianidad de un grupo de personajes que conviven en una casa de La Candelaria. Lucía, madre de Julieta y Humberto, debe alquilar los cuartos de su casa por cuenta de una difícil situación económica. En ella conviven don Carlos, un usurero a quien le hipotecan la propiedad, Sergio, un mesero ocasional y payaso que se dedica al perifoneo en restaurantes de la zona, y Victoria, su mujer, subyugada a los impulsos machistas de su esposo. La convivencia de estos personajes, por demás llena de visos coloridos, con tintes de humor negro e ironías sutiles, da paso a la explosión de las tragedias individuales de cada personaje cuando Julieta, la joven abogada recién graduada (promesa y sueño dorado de la superación), desaparece en medio de la toma del Palacio.

Durante el proceso de creación y montaje de la obra, Torres se dio a la tarea de investigar puntualmente los hechos de la toma. No solo se apoyó en artículos y material periodístico de la época, que en ese entonces era disperso, contradictorio y, sobre todo, parcializado, dado que habían pasado tan solo siete años desde los acontecimientos, sino que además, recabó varias fuentes fundamentales para darle a la obra el valor histórico y verosímil. Las entrevistas con Juan Manuel López Caballero, el entonces presidente de la Fundación de los hechos del Palacio de Justicia y el libro de Ramón Jimeno, Noche de lobos, le brindaron al dramaturgo una visión crítica y profunda de lo sucedido. Pero quizá el momento de mayor trascendencia fue haber conocido, a comienzos de 1993, de la mano de Eduardo Umaña Mendoza, abogado de los familiares de los desaparecidos del Palacio, a doña Elsa Cortés y a don José Guarín, padres de Cristina del Pilar Guarín Cortés, una joven desaparecida durante la toma.

Julieta encarnaría a Cristina y su personaje se convertiría en el símbolo de quienes sucumbieron en medio de las llamas y los enfrentamientos entre el M-19 y el ejército. Cuando Miguel entró al cuarto de Cristina, en un apartamento del barrio La Esmeralda, sintió la presencia real de una historia de dolor y humildad. La habitación estaba intacta, aun ocho años después de su desaparición, y la madre, en medio del dolor, le dijo que así había dejado, Cristina, su hija, el lugar cuando la mañana del 6 de noviembre salió a trabajar a la cafetería del Palacio, para hacer un reemplazo. Entonces, no solo la presencia de Cristina colmaría la obra de valor, sino los testimonios de la familia, que relató los pasos infructuosos de la búsqueda de la hija desaparecida: las idas al Cantón Norte, donde en teoría se encontraban muchos de los sobrevivientes a la toma, las cansadas jornadas en otras brigadas militares buscando el cuerpo de Cristina, hospitales, clínicas y asilos que aparecen también a lo largo de la obra en boca de los personajes de La siempreviva, y en particular de Lucía, la madre, quien padece el extrañamiento de una realidad, una vida cuyo futuro dependía del brío de su hija, Julieta.

Ya para septiembre de 1993, la obra había pasado por más de una docena de versiones del argumento, que luego se resumieron en tres para dar vida, finalmente, a una sola en la que se concretó la estructura dramática en tres partes, 25 escenas y siete personajes. Y a finales del mismo año, Dago García, quien en ese entonces ya era libretista de televisión, se acercó a Torres con el ánimo de participar en la escritura de la obra y acercarse al lenguaje teatral. Fue así como Dago y su dupla de esa época, Luis Felipe Salamanca, también libretista, se vincularon a la etapa final de la elaboración de los diálogos y participaron en la consolidación, sobre todo, de la primera parte de Siempreviva, un título que ha dado mucho de qué hablar dada la simpleza de la palabra y a la vez la capacidad de simbolizar la filosofía del personaje de Julieta y, por extensión, la filosofía de las relaciones entre los personajes: una flor de jardín que conserva la potencia de la vida, pero a la vez es la confirmación de la ausencia.

Los elementos estaban dados, y los ensayos empezaron en el patio del Teatro El Local, situado en el barrio La Candelaria, muy cerca del Palacio de Justicia. Mientras ensayaban, Torres se preguntaba cuál sería la escenografía más adecuada para la obra. Un día el dramaturgo observó con detenimiento el lugar, y entendió que no existía uno mejor para la obra que esa casa y ese patio, la escenografía natural para montar La siempreviva, una pieza que después de más de mil funciones ahora es llevada al cine.

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La primera versión de la adaptación la realizó el guionista Manuel Arias, luego de seis meses de trabajo y más de seis borradores. A partir de esta versión, Ochoa y López se dieron a la tarea de ahondar en el guion para darle al texto la naturaleza propia de un proyecto cinematográfico. Esta tarea planteaba muchos retos, dado que la actualización y la puesta en vigencia de una obra escrita en 1993 requería de una investigación exhaustiva sobre lo sucedido después de la toma del Palacio de Justicia. Pero, además, uno de los retos fundamentales al trabajar la adaptación fue no tomar partido ideológico frente a los hechos para entregar al público una película que diera cuenta de varias capas de un mismo discurso sin arbitrar por uno u otro. “Una de las decisiones fundamentales al elegir contar un momento histórico tan trascendental para Colombia fue no tomar partido. No casarse con una ideología o una visión única de los acontecimientos”, dice Ochoa, que, al igual que Ana Piñeres y Klych López, recuerda con pasión la intensidad y la exigencia de la realización de la película, que buscaba alejarse de su versión teatral original, para nacer como una obra cinematográfica independiente, pero que pretendía, además, rendirles homenaje a la obra y al hecho histórico del país.

Durante un mes, en una casa de La Candelaria, se congregaron en comunión, como aunados por el fervor de un ritual religioso, el pequeño equipo de producción y los siete actores que dieron vida a los personajes. Siete actores por demás de primera línea, que se identificaron con el proyecto y se apropiaron de su papel porque en cada uno de ellos latía la conciencia de estar reproduciendo un momento histórico sin precedentes. Andrés Parra, cuyo maquillaje de payaso, a veces a medio quitar y otras veces bien caracterizado, es uno de los símbolos más bellos de la película; Enrique Carriazo, insigne representación de la arrogancia y la crueldad del país; Laura García, víctima entregada al dolor de la pérdida; Laura Ramos, mujer valiente pero abnegada por el machismo latino; Alejandro Aguilar, el hijo ‘inútil’ empeñado en vivir a toda costa; Fernando Arévalo, el triste abogado de las víctimas, y Andrea Gómez, cuya promesa de vida se desploma en llamas, como la justicia misma del país. Después de un hondo suspiro, Ochoa suelta una frase que recoge el proceso: “Yo hubiera querido seguir viviendo en esa casa con todos ellos”.

Cuando Klych López, el director, leyó la obra original, su imaginario empezó a trabajar en función de una película contada en un solo plano secuencia. Un acierto, sin duda, para lograr cumplir con la estructura dramática de la obra original, pero esa decisión aumentó las exigencias técnicas, sumado a que la cámara nunca sale de la casa. López recuerda que durante las jornadas de reescritura la tentación de sacar la cámara a las calles, al Palacio, recrear la toma, eran evidentes pero que él siempre estuvo convencido de que había que contraer aún más el drama y contener en un solo espacio el conflicto. De ahí que la película logra una tensión única al convertir la cámara en un personaje que acompaña en la intimidad, rebota en las paredes, en los reflejos, en los espejos de la casa y es testigo omnisciente del drama individual de cada miembro de la casa. La cámara es un personaje más como lo fue el radio para la obra original. Y en cuanto al reto técnico del plano secuencia, Ana Piñeres cuenta que fue como volver a los inicios del cine artesanal: entre una secuencia y otra debían calcar sobre la pantalla exactamente los objetos, para volver a encuadrar la cámara y no perder la continuidad del plano. Rigurosidad es quizá la palabra que mejor define todo el proceso de Siempreviva.

Quizá llegó el momento de que el cine colombiano explore nuestra historia. Este año ya se han estrenado varias películas que abordan nuestro dolor de país y la historia con respeto, rigurosidad y conciencia. Ahora también es un momento para que nosotros, los espectadores, veamos estas películas, nos miremos en el espejo y entendamos que para procesar nuestro pasado el arte es, sin duda, un catalizador de dolor y un medio de reflexión.

 *Guionista de cine y TV.