Fotograma de la película

1998

La vendedora de rosas, Víctor Gaviria

Juan Carlos González
24 de enero de 2014

Víctor Gaviria es para muchos espectadores un cineasta incómodo. Su cine social nos confronta y casi que nos abofetea con la contundencia de las imágenes de esa Medellín subterránea que convive con la urbe mundialmente “innovadora” que sus gobernantes pretenden vender a toda costa.

Pero Gaviria está ahí para hacer visibles a los invisibles, para devolverles su singularidad y su humanidad, para llevar los márgenes de la sociedad al centro de nuestra atención (parafraseando el título del libro que el uruguayo Jorge Ruffinelli le dedicó a su obra). La vendedora de rosas es una de esas “ventanas de humanidad” que Gaviria le crea a sus personajes, en esta ocasión los niños y adolescentes que deambulan por las noches de la ciudad buscando su sustento vendiendo flores, golosinas o su propio cuerpo.

Dice él que “esta ventana de humanidad fue hecha por más de tres docenas de niños de la calle, que se la pasaban caminando de un lado a otro como hormiguitas, preguntando en todas partes si alguien tenía idea cuál era el lugar de ellos en el mundo. La película le dio a esta pregunta una respuesta temporal, los envaneció, los alegró y les dio destino durante un año”. El valor social más grande de este filme fue darles un motivo para sentirse útiles.

Aparte están los valores cinematográficos de La vendedora de rosas, un triunfo de la voluntad y la paciencia de su creador, capaz de hacer que estos jóvenes, que viven en un eterno presente, sin introspección y sin conciencia de futuro, hubieran logrado ser parte de un proyecto donde debían atender instrucciones y contar una historia probablemente cercana a la suya, pero que respondía a un guion de ficción, no a un documental.

El resultado es asombroso: Mónica –nuestra protagonista– sus amigas y aquellos que la amenazan, construyen un retrato coral auténtico de la Medellín de los años noventa, donde impera la ley del más fuerte. Quince años después las cosas no han cambiado mucho.

Víctor Gaviria obtiene una inesperada poesía de esas imágenes bruscas, tan parecidas a lo que somos. Por eso La vendedora de rosas sigue siendo testimonio y  agudo recordatorio.

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