La actriz Jenny Caballero como Victoria

1994

La siempreviva, Miguel Torres

Joe Broderick
24 de enero de 2014

El 6 de noviembre de 1985 Miguel Torres andaba cerca de la Plaza de Bolívar cuando los tanques del Ejército iniciaron su embestida contra el Palacio de Justicia, que había caído en manos de un grupo de guerrilleros. Vio cómo los militares bombardearon el edificio hasta producir su total destrucción, dejando carbonizados e irreconocibles los cuerpos de sus ocupantes, incluyendo el del presidente de la Corte Suprema igual que a los de la casi totalidad de sus miembros. Al día siguiente, cuenta el dramaturgo, al ver que del Palacio solo habían quedado “sangre y cenizas”, resolvió que en algún momento “haría algo sobre la tragedia”. El resultado fue esta extraordinaria pieza para el teatro: La siempreviva.

Sobraban elementos para un drama. Otro autor habría situado su obra dentro del mismo Palacio. Tal vez en el despacho del presidente de la Corte quien, en medio de crecientes llamaradas y bajo la amenaza de un fusil guerrillero, clamaba desesperadamente por un cese al fuego. O en el estrecho baño del segundo piso donde docenas de empleados se apeñuscaban aterrados como en una ratonera mientras los cañonazos abrían grandes boquetes en el techo encima de sus cabezas. Pero Torres sorprendió con un escenario en apariencia mucho menos dramático: una vieja casa de inquilinato a unas cuadras de la Plaza de Bolívar. Los personajes que la habitan son tan familiares que al inicio el espectador se siente ante una obra costumbrista. Hasta cuando empiezan a sonar los ominosos noticieros transmitidos por un radio puesto sobre una repisa en el centro del corredor. La acción se centra en la hija de la casa quien, recién graduada de abogada, solo ha conseguido trabajo temporal de mesera en una cafetería. Pero no en cualquier cafetería, sino en la del Palacio, donde prontamente va a ser desaparecida junto con sus compañeros.

Al situarnos entre gente del común, La siempreviva nos hace ver –más que ver, sentir– cómo fuimos afectados todos por aquella barbarie, tal vez la más horrenda atrocidad perpetrada en la historia del país como espectáculo público, y en pleno centro de la capital. Imposible no identificarnos con el dolor de la madre enloquecida por el cruel destino de su hija. Y con el de los pobres inquilinos que, al final de la obra, nos miran a través de los postigos de la casa. Golpean contra los vidrios con angustia. Nos quieren decir algo. Pero no pueden. Son meros fantasmas. Han sido desaparecidos y asesinados. Si no en este mismo holocausto, en algún otro. Igual que nosotros, tal vez, los mudos espectadores del drama.

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