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De la Calle y Márquez firman el acuerdo final. Sus relaciones nunca fueron de amistad ni informales, pero hubo cordialidad y respeto. | Foto: A.P.

PERFIL

Humberto de la Calle, el nadaísta con causa

El jefe del equipo negociador del gobierno manejó las riendas de dos ‘mesas’: la de La Habana, con las Farc, y la de la polarizada opinión pública nacional.

24 de septiembre de 2016

Humberto de la Calle no vaciló en aceptar el ofrecimiento que le hizo el presidente Juan Manuel Santos para dirigir el equipo negociador en el proceso que se iniciaría con las Farc. Ni siquiera consultó con su familia. Aunque ya tenía hábitos propios de un retiro cómodo –analista de La F.m., columnista de El Espectador y jefe de una próspera firma de abogados–, para todo el mundo estaba claro que su ausencia de lo público era más bien una pausa. Al fin y al cabo se trataba de un hombre que había trabajado con tres de los últimos cuatro presidentes de Colombia: Gaviria, Samper y Pastrana.

Las perspectivas del proceso de paz parecían alentadoras. Acababa de terminar la fase exploratoria cuyo resultado alimentaba una visión optimista. No solo porque había concluido con el acuerdo general que establecía las reglas del juego para la negociación, sino porque se había hecho en silencio, lo que Santos consideró la primera señal de que esta vez, a diferencia del mediático proceso del Caguán, las Farc podían ir en serio. De la Calle aceptó, convencido de que el proceso sería corto y con unas instrucciones muy generales del presidente. Entre ellas, que la Constitución y el Estado de derecho imponían unas líneas rojas innegociables y que cualquier acuerdo que se concretara sería sometido al voto de los colombianos.

Pronto se supo que el fin de la guerra sería más complejo de lo pensado. El primer baldado de agua fría llegó por cuenta de Iván Márquez, el jefe de la delegación de las Farc, en el lanzamiento del proceso, en Oslo. Con una retórica radical que, sobre todo, abarcó temas que los delegados del gobierno habían logrado excluir de la agenda, Márquez dejó en claro que estaban muy equivocados quienes en el otro lado de la mesa pensaran que se venía una “paz exprés”. De la Calle hizo un discurso improvisado a partir de unos puntos que llevaba preparados. Fue la última vez, en cuatro años de conversaciones, que habló sin leer un texto escrito.

Y tuvo que pasar mucho tiempo para que en la intimidad de sus reflexiones De la Calle se convenciera de que habría luz al final del túnel. Él mismo se define como “capitán de las huestes pesimistas” y es un escéptico radical, lo cual se asocia con el nadaísmo, donde militó en calidad de “monaguillo de la causa”, una especie de divisiones inferiores o de generación de relevo. Sobre todo en el primer año de los diálogos en Cuba, la delegación presidida por De la Calle tuvo en la mente la posibilidad de que el proceso –como en otras ocasiones no llegara a ninguna parte. Poco a poco y uno a uno, todos se fueron convenciendo de lo contrario. El último fue el jefe.

Lo paradójico es que una de las principales funciones de De la Calle fue la de construir optimismo entre los colombianos. Porque la dilación de los diálogos dejó en claro, muy pronto, que no se podía creer la frase de Santos cuando dijo que el proceso sería “de meses y no de años”. Una afirmación que para los amigos del proceso demostraba una evidente ingenuidad, pero que los críticos más férreos consideraron una mentira propagandística.

De la Calle se convirtió en la pipeta de oxígeno en materia de credibilidad. En principio, sería el vocero del proceso, y el presidente evitaría el tema para transmitir el mensaje de que su prioridad era mantener una agenda normal de gobierno. En esa división de trabajo, si al presidente le cuestionaron su capacidad para explicar lo que acontecía en La Habana, a De la Calle, por el contrario, lo aplaudían cuando lo hacía. Los foros empresariales, las asambleas gremiales y el Hay Festival de Cartagena lo recibían con ovaciones de pie cuando alternaba con las largas jornadas de negociación en las casas de protocolo del gobierno cubano donde se llevaron a cabo los diálogos, en el barrio habanero de El Laguito. Era como si las más evidentes falencias del presidente coincidieran con las mayores fortalezas del jefe de su equipo negociador: su capacidad oratoria y su expresión verbal. De la Calle dio muy pocas entrevistas, nunca reaccionó en caliente y en momentos críticos publicó artículos firmados que aclaraban su posición.

Los representantes de la guerrilla también lo respetaron. Cuando Iván Márquez se refería a él ante terceros, hablaba del “doctor De la Calle”. El trato nunca fue amistoso ni informal, ni siquiera cuando la Embajada de Noruega invitaba a eventos con el ánimo de desarrollar un contacto más humano. De la Calle no creía en esos métodos protocolarios, pero fue cordial y asistió a ellos con buena cara. En una negociación que tenía como fin terminar una guerra con un acuerdo enmarcado por la Constitución, para las Farc resultó valioso tener como interlocutor a un protagonista de los principales eventos de los últimos 20 años. Entre ellos, la construcción de la propia Carta Política de 1991, la arremetida de los carteles de la droga y el proceso 8.000. Y para algunos de los voceros de las Farc –comenzando por Márquez y Pablo Catatumbo–, De la Calle era una figura conocida, porque se había sentado con ellos en los diálogos de Caracas y Tlaxcala y porque formaba parte del gobierno de Andrés Pastrana en el proceso del Caguán.

Nada de lo anterior hizo fácil la tarea. La función de Humberto de la Calle, como director técnico, fue más la del capitán de navío que la del ingeniero en el cuarto de máquinas. De la Calle contó con Sergio Jaramillo, un perfeccionista experto y obsesionado por los detalles, que terminó siendo un buen complemento de su mirada, más global. Mientras en las noches, después de largas horas, Jaramillo leía y releía libros sobre procesos de paz y justicia transicional, Humberto, en su teléfono inteligente, leía novelas, libros de historia universal y hasta una obra sobre el genoma humano. Papeles complementarios y temperamentos diferentes que se salvaron de algún corto circuito por el profundo respeto que se construyeron de manera mutua.
En los últimos cuatro años, De la Calle, un hombre de 70 años que habla con acelere y nunca está quieto, vivió en actitud expectante, como quien está en un aeropuerto pendiente de muchas cosas a la vez y al acecho de atisbar riesgos y peligros. Dirigía un equipo de pesos pesados –los generales Jorge Enrique Mora y Óscar Naranjo; el actual ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, un empresario de la trayectoria de Gonzalo Restrepo– con visiones no siempre coincidentes, pero sin que las diferencias se notaran en la mesa o en la opinión pública. Y mientras coordinaba este equipo de titanes, tenía que estar al tanto de la “otra mesa”, la de la batalla política con una de las oposiciones más duras que se recuerden.

Hubo muchos momentos difíciles. Cuando las negociaciones llegaron a puntos que obligaban a pensar en la posibilidad de una ruptura, De la Calle acuñó la frase “pidan el avión” para decirles a sus interlocutores que sus pretensiones lo obligaban a levantarse de la mesa. Y aunque la frase se convirtió más en una expresión de rechazo a posturas de las Farc, varios puntos críticos produjeron, al menos, pausas inquietantes en el ritmo de las reuniones. La muerte de Hugo Chávez, el rechazo de la guerrilla a la primera oferta del gobierno sobre justicia –que incluía cárcel, la negación de las Farc a aceptar una frase que condenaba el narcotráfico, fueron algunos.

Y en los últimos días, al equipo negociador, incluido De la Calle, no le cayó bien que el presidente Santos cambiara la metodología de trabajo en La Habana, ni que en coyunturas complejas enviara voceros paralelos a la mesa para destrabar o acelerar la firma final. No era claro que los recién llegados tuvieran el conocimiento de los años previos ni la visión conjunta de los diálogos. Pero De la Calle, al final, aceptó la situación y asumió un papel de consultor permanente de las negociaciones simultáneas que condujeron a la firma, el 24 de agosto. Ese final feliz desplazó a un segundo plano la tirantez que llegó a sentirse. De paso, resaltó su respeto a la autoridad presidencial. En algunas reuniones, en Bogotá, prefirió quedarse callado en vez de alimentar el debate interno. Es que hay aspectos contradictorios del talante de Humberto de la Calle: serio y mamagallista, nadaísta incrédulo y a la vez institucionalista.

El discurso de De la Calle el día de la firma en La Habana es la mejor síntesis de su pensamiento sobre el proceso de paz. No hubo euforia y hasta se refirió a la necesidad de evitar la vanidad de presentar la obra como algo perfecto. Pero reconoció la trascendencia histórica de abrir una oportunidad, no solo para acabar una guerra, sino para hacer cambios en el campo y en la política.

Algunos criticaron la intervención, al estrechar la mano de Iván Márquez, como una señal de que De la Calle ahora buscaría la Presidencia, que le fue esquiva en 1994, cuando perdió la consulta liberal con Ernesto Samper. Lo cierto es que, pasada la página de los diálogos de La Habana, se repite lo que ocurrió en 1991 cuando se cerró el telón de la Constituyente: De la Calle, por haber sido protagonista de un hecho histórico, se volvió presidenciable. Es la pregunta final que le han hecho en las múltiples entrevistas que ha concedido en las últimas semanas. Es lo que demandan excompañeros nadaístas, como J. Mario Arbeláez. Él evade el tema con un gesto que significa ‘no me importa’ y que el asunto no le quita el sueño. El famoso “por ahora” de los políticos que, la última vez que se escuchó en boca de Humberto de la Calle, en 1991, terminó con una candidatura.