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Gonzalo Castellanos. Crédito: Carlos Alberto Ramos, cortesía Icono Editorial.

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Cine: cultura, arte e industria

En 'Cinematografía en Colombia: tras las huellas de una industria' Gonzalo Castellanos hace un recorrido por la historia, y la naturaleza, del cine en el país. Desde su mérito artístico hasta su carácter político, una introducción a un tema fascinante.

Revistaarcadia.com
19 de febrero de 2018

Cine: cultura, arte e industria

Acaso, y en muchos sentidos, el designio del cine como el de toda obra de arte siga siendo el de apoderarse del alma humana: hurgar en su panal, incluso descubrir si existe o es sólo un recurso de la lírica.

Imposible afirmar, y más espinoso atreverse a negar que así lo hubieran pronosticado quienes entre vacilaciones y pruebas legaron el kinetoskopio, el vitascopio o el cinematógrafo, esos artefactos cercanos a la hechicería decimonónica en todo caso muy recientes en la historia de la humanidad, pero de trascendencia reveladora como el verbo mismo.

Es que el instrumento de comunicación de masas por excelencia –el magnífico universo del cine– así reivindica que la imagen no sólo es figura, color y luz, sino, en esencia, una forma que se hace visible en un contexto cultural. Aquella escena recordada, un parlamento, cada llanto, por elementales o sinuosos que parezcan, suponen invariablemente un diálogo eficaz entre la imagen y su intérprete, una relación que crea o afianza modos de percibir la existencia, impresiones íntimas y sentidos de vida colectiva.

Hablar y hacer hablar a través de la imagen, acto que el penetrante Camus vuelve síntesis literaria cuando hace notar cómo mientras los cines arrojan a la calle una ola de espectadores, uno de sus inolvidables personajes, Mersault, percibe en los ademanes ostentosos de los jóvenes que salen de ellos «el comentario inconsciente de la película de aventuras que habían visto». Así lo maniobra el cine por divertimento, por perversión, por compromiso frente al desigual mundo que habitamos; porque sí. Arte, ideología, industria, interpretación o transformación de la realidad: ahí está ese lenguaje de imágenes, sonidos y símbolos, creado para predecir, y quizá determinar, qué acontecerá con nosotros.

Tanta significación simbólica como pueda atribuírsele pasa también por un recorrido mercantil de producción en gran escala, por el tramado de desbalances del intercambio global. Allí se encuentra el cine en su dimensión de industria cultural, allí lo vemos como campo de la economía creativa. Incluso, ante la finalidad de pasatiempo ligero adherido a millones de horas de rollos, no es desatinado menosprecio catalogarlo en el conglomerado de la industria del entretenimiento. Es que dependiendo del visor que se utilice, la misión definitiva del cine consiste en transformar la realidad o, incluso, en olvidarla durante un par de horas cuando le permite al espectador introducirse como voyerista en una pelea de karate, en la misma historia de amor de todos los seres humanos o en una guerra lejana en la que el bueno y, por lo tanto vencedor, siempre es el país de la casa productora que hace el filme.

Diseccionándolo hallamos que en cuanto industria transforma materias primas (película virgen, escenografías, actuaciones líricas, obras literarias, guiones) mediante labores creativas y técnicas, hasta llegar a un producto (negativo o copia final) que se reproduce comercialmente en el mercado para tocar de alguna manera la mente humana en multiplicidad de soportes y ventanas de visión.

Ahora, como industria cultural1, además de reflejar valores, memoria e identidad mediante productos con alma simbólica, se orienta masivamente al mercado con incidencia económica todavía armónica con el medio ambiente e intensiva en el uso de mano de obra. En esta misma dimensión, supone las interrelaciones de una cadena de valor que se nutre de insumos creativos y artísticos (guiones, música, actuaciones, escenografías); que combina múltiples fuentes trabajo, producción técnica e industrial, tecnologías, financiaciones, mercadeo, distribución, infraestructura, precios y modalidades infinitas de acceso del público.

Ruta en la que intervienen deliberada y necesariamente las políticas de Estado, modelos de diálogo y comercio internacional, tipologías de formación académica, industrias conexas, procesos de transformación productiva y emprendimiento, transacciones, incluso un magnífico tinglado relativo a las libertades y los derechos humanos.

Se discute por eso de manera asidua la caracterización o diferencias entre las «industrias culturales», «industrias creativas» e «industrias del entretenimiento», determinación que no sólo tiene efectos sobre el valor artístico que pueda rescatarse en cada caso o en la esfera de la política pública, sino, y sobre todo, en la estadística. No es igual la incidencia en el PIB de un país si se toma como campo de análisis la música, el cine o el sector editorial, que abrir la observación al grueso de los espectáculos públicos, los videojuegos, el diseño, la televisión comercial o la publicidad, también basados en productos protegidos por la propiedad intelectual pero destinados esencialmente al pasatiempo.

En consecuencia, cuando la cinematografía se rotula como servicio de entretenimiento es posible que el valor simbólico, el alma poética o la dimensión crítica que se le atribuye cedan ante una meta económica en la cual la obra es un producto hecho para satisfacer necesidades de consumo masivo, sin importar cuánto artilugio publicitario o totalitarismo de mercado deba usarse para lograrlo. Opera aquí una forma de control social que crea necesidades de consumo y las satisface en una especie de viciosa hipnosis.

Pero, a decir verdad, no es posible discernir hoy una frontera infranqueable entre cultura y entretenimiento. Por el contrario, se hace evidente que en uno y otro campo se encuentra una de las principales fuentes del intercambio económico global a la vez que uno de los escenarios de trabajo que en creciente proporción acogen procesos de transformación productiva, tecnología e innovación.

Para empezar el siglo XXI, las exportaciones de la industria cinematográfica de Estados Unidos alcanzaron 14.690 millones de dólares. En 2013 la taquilla interna en ese país generó ingresos de 10.900 millones de dólares, mientras que en los mercados internacionales su industria vendió entradas por valor de 25.000 millones2. Aunque impresionante, no resulta extraño si se tiene en consideración que para comenzar el siglo la participación de las industrias culturales en el PIB nacional fue de 7,8 por ciento.

Por otra parte, se estima que las diversas expresiones y productos de las industrias culturales generan alrededor de 7 por ciento del PIB mundial y un 3,4 por ciento del comercio global.

En la magnitud de esta industria, la posición de los países no es espontáneamente equilibrada. Las relaciones de intercambio se mueven en un entorno de condiciones económicas, sociales e históricas desiguales lo que se aprecia consecuentemente en la diferencia de tamaños de producción y mercado. Por esta razón, se dan múltiples fenómenos de adhesión e, inevitablemente, de imposición si se acude al precepto de que las industrias culturales se basan en ello: en obras de contenido simbólico.

Y hay que reconocer que las diferencias no se dan sólo entre el cine de Hollywood y el resto, ni entre el cine de los países desarrollados y aquellos en históricas condiciones de atraso social. La condición deficitaria de algunos países en la producción y comercio de bienes y servicios procedentes de las industrias culturales puede verse hacia adentro, por ejemplo, si se mira el entorno latinoamericano en donde resalta una enorme distancia entre las transacciones y balanza de estos sectores en un grupo conformado por México, Brasil, Argentina, Colombia y Chile respecto de los demás países de la región.

De manera que en cualquier contexto, bien en una economía desarrollada ora en el caso de aquellas que luchan frente a la emergencia y la condición periférica dependiente, considerar el cine como una industria supone en sí mismo una meta, a la vez que un debate sobre cómo interrelacionarse a través de un universo artístico cuya finalidad, desde el origen, es el mercado; en qué forma reservar allí espacios de independencia, cómo obtener una balanza económicamente favorable o cuándo avistar y confrontar los signos de colonización cultural. Cuestiones que se resuelven necesariamente en el estilo o el modelo como cada Estado garantiza la iniciativa creativa artística, cómo satisface derechos culturales y de qué manera interviene para potenciar las posibilidades de las industrias basadas en insumos simbólicos a partir de la consideración de que cuanto haga en este campo mediante instrumentos económicos, regulatorios o proteccionistas, incluso, tiene carácter de inversión social.

Por otra parte, considerar el cine como un patrimonio cultural de los pueblos y la humanidad supone valoraciones similares y consecuentes.

En cada sociedad los elementos culturales toman forma de costumbres, representaciones simbólicas, creaciones del intelecto, cosmovisiones, relaciones con el espacio o producciones artísticas que se asocian a su identidad y destino. Aquellos a los que cada grupo atribuye un valor especial de significación constituyen su patrimonio cultural.

Esa noción de identidad se transmite socialmente en el tiempo; no se funda apenas en valoraciones sobre la antigüedad o esteticidad, sino en esencia, en hechos del acontecer presente, en prácticas que posibilitan vínculos de identidad dentro de un entorno socioeconómico.

En el campo de expresión audiovisual, si una tendencia por razones de imposición de mercado copa los espacios de la producción y la divulgación, ocurre el fenómeno anodino de una sola fuente desde donde fluyen, de manera uniforme, las ideas y los sentidos sociales.

Puesto que se trata de un tipo de producción que a su impacto económico agrega valores simbólicos y modos de transmisión de conciencias sociales, es evidente que los países no productores, resignados al rol de consumidores pasivos, soportan costos sociales negativos. Por eso, al reconocer en el cine un valor patrimonial relativo al sentido anímico de identidad y memoria (el cine francés, el cine alemán, el cine colombiano o el cine de Hollywood), es obligación vislumbrar cuál es el espacio del que cada nación dispone, cuál la libertad y potestad humana para producir ese patrimonio.

Ya que no está sobre la mesa una visión ideologizada que considere al cine en cuanto industria como un instrumento de propaganda mercantilista, es evidente, por ejemplo, que incluso los países de hondo capitalismo y decisión integracionista comercial en Europa (Francia, España, Alemania) defienden el espacio audiovisual como instrumento estratégico en las cuentas nacionales pero, esencialmente, en la dimensión de ser un mecanismo de reserva de identidad idiomática y cultural hacia lo cual encaminan medidas indeclinables de subsidio.

En 1980 la UNESCO solicitó a los Estados salvaguardar el cine como patrimonio cultural. A este propósito debería llegarse por dos vías: la preservación archivística especializada y la producción audiovisual de contenidos locales, aspecto que constituye, con sentido de resistencia cultural en un contexto de gruesas dificultades sociales, la razón de ser de cuanto veremos en lo que sigue.

El telón político de los derechos culturales

Mucho se habla, en particular con renovado brío a partir de la última década del siglo XX, de los llamados «derechos culturales». Sin embargo, de manera equivocada y no ajena a intereses sectarios, el concepto acostumbra confundirse con el de legislación en materia de cultura o con un simple axioma moral.

Para el caso del cine, bien merece la pena detenerse por un instante a pensar por qué se reivindican o defienden con argumentaciones propias de los derechos humanos y, específicamente de derechos culturales, los asuntos de intervención, estímulo o regulación que luego abordaremos en detalle; si situaciones como el incentivo económico del Estado a la producción tienen soporte en la filosofía política de los derechos humanos; si lo hay para las cuotas de pantalla, las obligaciones de las salas como un servicio respecto del público, la defensa contra monopolios distribuidores o exhibidores, el acceso a Internet o las reservas estratégicas de la producción local en los tratados de liberalización del comercio mundial.

Es necesario, en toda política cultural, evaluar si esas modalidades de acción social-estatal tienen solidez filosófica, política y jurídica, o si consisten sólo en aspiraciones de piso deleznable. Si los instrumentos de regulación en este campo expresan una liberalidad de los gobiernos o si éstos vienen compelidos a actuar en desarrollo de marcos aceptados por la comunidad internacional en función de la dignidad humana.

Entre los elementos que se ponen en el centro del debate al tratar las relaciones de los derechos humanos con la cultura, hay razonamientos relativos a las garantías de expresión intelectual de los individuos, a los laberintos de la diversidad étnica, a los caminos colectivos hacia el conocimiento y la formación de capital humano, a la vez que asuntos de tamaño internacional pertinentes a la urgencia de buscar diálogos más equilibrados, menos monopólicos y dominantes.

Este es un foco para debatir la posibilidad o no de configurar nacionalmente reservas culturales estratégicas frente a esquemas de colonización simbólica generada en la circulación de productos culturales, dirigido a cuestionar en un sistema de tanta incidencia como el audiovisual si el paradigma del libre comercio determina que cada uno se defienda como pueda en el mercado, algo así como una condena a perpetuar la condición deficitaria de las cinematografías latinoamericanas, africanas u orientales respecto del cine de Hollywood o del cine procedente de países económica y socialmente más desarrollados.

Los derechos culturales, una teoría de antigua procedencia pero muy reciente precedencia mundial, proporcionan respuestas. Encontramos aquí una fuente de la filosofía política que da sustento a la razón de que los Estados salvaguarden y estimulen elementos de identidad.

No está en discusión si en asuntos cinematográficos los países periféricos tienen la misión de promover grandes industrias culturales para erradicar o superar en el mercado la taquilla y las preferencias del público a los filmes de Hollywood; es posible que de hecho la tengan pero, por razones históricas de una oceánica distancia, resultaría iluso fundar cualquier acción en ese propósito.

Lo que se vislumbra, al amparo de la teoría de los derechos culturales, es la posibilidad y el campo de intervención que tienen cada Estado y cada sociedad para expresar voces contra el aislamiento, contra las hegemonías simbólicas; para reivindicar la creatividad, la producción, el trabajo local o la diversidad de contenidos en función del conocimiento, la información y el deleite humano. Se discute la balanza de relaciones que en materia cultural maniobra entre personas, entre éstas y los Estados, entre grupos sociales minoritarios y las mayorías en cada país; entre naciones y Estados. En síntesis, el valor social de la cultura.

Al tratar esta cuestión no puede olvidarse que históricamente la cultura –cuyo contenido se asociaba a las bellas artes del renacimiento europeo, la música o la literatura clásicas– fue considerada prerrogativa de élites y aristocracia. En el ámbito latinoamericano fue un reducto exclusivo de conquistadores, criollos y, al paso de los procesos de independencia, de los burgueses feudales que trajo consigo el modelo de propiedad de la tierra y de gelatinosa democracia.

En ese pasado, dicho sea no tan lejano o superado como para que sus desatinos no generen todavía agonías, se hablaba de la gente culta, un selecto grupo diferenciado del grueso de la población (el pueblo). Era frecuente, no solo en la faena de fundaciones de beneficencia, sino en la propia política pública social, hacer brigadas para «llevarle cultura al pueblo», lo que traducido significaba esporádicamente montar espectáculos de cine, teatro o danza y regalar algunos libros de descarte o de urbanidad en poblaciones aisladas de las capitales.

Desde la filosofía y las ciencias humanas, esa raquítica visión se legitimó conceptualmente en fórmulas académicas de privilegio a la perspectiva cultural de expresiones europeas y hegemónicas, noción que apenas admitía en las ritualidades, las lenguas, las tradiciones, el comportamiento social o la creación artística latinoamericana, simples expresiones de curiosidad folclórica.

En tiempo reciente una renovada visión reivindica en las manifestaciones populares, en la diversidad étnica y lingüística o en la creación artística contemporánea, un pilar de las naciones, por ello, necesario para preservar la compleja armazón de los Estados; a la vez, un factor de reconciliación, de convivencia, incluso de desarrollo social y económico.

Los derechos culturales atraen paradigmas de la filosofía política sobre los derechos humanos en sus diversas vertientes o «generaciones», por lo tanto preceptos pertinentes a la dignidad humana. Dialogan en el mismo escenario la libre expresión y pluralidad del pensamiento, la facultad de recibir y transmitir informaciones y expresiones de la creatividad, la diversidad lingüística, el arbitrio de escoger nacionalidad, el disfrute del patrimonio simbólico, la autonomía de crear bienes, productos y servicios culturales y de reivindicar su autoría. Así mismo, el derecho a defender los hondos significados de la tierra para los grupos sociales, el acceso a una educación garantista de la lengua de cada pueblo, los sistemas de justicia tradicionales, la libertad de profesar religiones y cultos o las prerrogativas de las minorías.

La descripción permite, de inmediato, observar distintas categorías de derechos humanos: una primera generación relativa a las libertades civiles y políticas (derechos fundamentales de todas las personas) mediante las cuales pretende garantizarse el libre desarrollo de la personalidad (facultad de elegir el modo de vida que cada uno quiera), fundamento del amplio espectro de las demás prerrogativas individuales como sucede con las libertades de locomoción, de opinión, o de participación en el poder estatal.

Se trata de una generación de derechos de protección del individuo, a la vez que de clara limitante a la acción pública. Aquí, el aparato estatal debe abstenerse de interferir en la órbita privada (por ejemplo, la no censura de expresiones y obras; la inviolabilidad del domicilio y las comunicaciones; la imposibilidad de restringir la elección libre de residencia o la libertad de locomoción; la proscripción de la tortura), al tiempo que queda forzado a proveer medios para que aquellos derechos puedan ejercerse.

Si aplicásemos un cedazo así a la cinematografía, hallaríamos aquí preceptos relativos a la protección de autores y obras; a la libertad de ver, criticar o gozar sus contenidos sin intervención o dirigismo estatal.

Una segunda generación se refiere a los derechos económicos, sociales, y los explícitamente denominados «culturales», los mismos que exigen, antes bien, actuaciones del Estado (intervenciones, regulaciones, controles) en función de reequilibrar las brechas del sistema político y económico liberal. La estructura de poder está llamada a garantizar, pero también a restringir en casos de demanda social, las libertades absolutas de los individuos y las empresas sobre la propiedad o el ingreso y, en general, respecto de las libertades reconocidas en la primera generación de derechos.

Allí tienen razón de ser las intervenciones en el caso del trabajo, la función social de la propiedad, la primacía del interés general sobre el particular, la injerencia en el sistema educativo, o las medidas necesarias para garantizar el acceso de las personas a bienes y manifestaciones de la cultura, concepto que implica no sólo la posibilidad de crearlos (primera generación), sino la facultad de percibirlos y alimentarse de ellos.

Se hallan aquí fundamentos para que el gobierno, en el ámbito que nos concierne, invierta recursos y aporte estímulos a la producción o circulación de obras nacionales y genere incentivos a la iniciativa privada; para que intervenga en la política de precios, en la calidad del servicio al público que deben suministrar las salas y pantallas; que lo haga en la clasificación de contenidos; para que interfiera en la libre empresa imponiendo cuotas de pantalla cuando hay abusos de posición dominante, competencia desleal de las salas o menosprecio de mercado de las obras locales frente a las extranjeras.

Una tercera generación de derechos, también llamados de solidaridad, colectivos o de pluralismo cultural, busca proteger la presencia y acción de los colectivos minoritarios (por ejemplo grupos étnicos o religiosos), o sectores en condiciones de fragilidad relativa como la infancia o la tercera edad. Quiere blindarse, en este caso, de desventajas comparativas, la interacción entre grupos sociales o raciales de un mismo país, o en el diálogo entre países. Tal es el alcance de conceptos sobre diversidad cultural o protección del ambiente.

Se parte de la premisa del desequilibrio de las relaciones de intercambio en el ámbito económico o en el diálogo internacional. Como reacción, se requiere una labor política y jurídica que, mediante intervenciones por razones estratégicas y de equidad, reequilibre los diferentes grupos sociales.

En el ámbito externo, esa respuesta intenta balancear la relación entre centro y periferia, entre países desarrollados y países con características estructurales de atraso en el entorno de internacionalización del comercio, de modelos de moldeamiento de la identidad propiciados por la comunicación de masas, la tecnociencia o las migraciones.

Los derechos colectivos, de grupo y, en general, los derechos de tercera generación proclaman la autodeterminación de los pueblos y la aceptación de su identidad diferenciada. Basadas en esta generación de derechos en nuestro terreno aludimos a las reservas culturales, a la inaplicación de principios de libre comercio a los subsidios nacionales hacia películas locales y a la imposibilidad de asignarlos a la producción extranjera; asuntos pertinentes a la restricción de que las empresas locales sean apropiadas por capitales exclusivamente foráneos, a la definición de mínimos artísticos, técnicos o económicos para nacionalizar una película o, en general, a toda protección de la industria local.

Se vislumbra en esta generación de derechos la estrategia de vida en un ambiente que proteja lo que queda de recursos naturales, las prerrogativas de las minorías étnicas, las potestades y garantías que deben darse al consumidor frente a los excesos monopólicos de las empresas; se trata de la persecución internacional del genocidio y la dictadura. Busca garantizarse el libre acceso de la humanidad al acervo cultural o la atribución de los pueblos para salvaguardar y recrear su propio patrimonio cultural y riqueza artística; también el derecho a no recibir, o a negarse a toda cultura impuesta.

Algunas teorías afirman la ineficacia de esta tercera generación, pues sostienen que una rigurosa aplicación de los derechos fundamentales (primera generación) es suficiente en la finalidad de rodear de protecciones al ser humano. Consideran, así mismo, que la doctrina de los derechos colectivos invade aspectos del individualismo liberal protegido en las sociedades capitalistas (por ejemplo la situación de que la propiedad o la libertad económica y de empresa sean progresivamente limitados y sujetos a satisfacer demandas de los consumidores).

De modo satisfactorio, este debate se reserva cada día más al espacio académico, entretanto las organizaciones civiles, los gobiernos y las estructuras jurisdiccionales reconocen esta primacía del interés general sobre el patrimonio privado.

Incluso reclama lugar la teoría de una cuarta generación analítica de la relación de las diferentes actividades humanas y económicas, con las transformaciones propiciadas por la ciencia y la tecnología, la manipulación genética, o el mundo virtual masivo a través de Internet.

Así, el uso democrático, libre, diverso, sin censura en términos de precios o contenidos se valora como otra forma de los derechos culturales. Ante usuarios, lectores, videntes o proveedores de contenidos virtuales, empieza a debatirse cómo se garantiza el derecho de expresión y opinión a través de la Red; el alcance absoluto o no del derecho de autor allí; la posibilidad de intervenir contenidos por parte del Estado; el arbitramento de Internet como instrumento del sistema educativo.

Se discute, en otras esferas académicas e incluso gubernamentales, si los tratados internacionales que consagran las escalas nombradasalcanzan por sí mismos para que cada territorio quede en obligación de animar los derechos reconocidos o si, para hacerlos efectivos, se requiere que cada uno los fije en normas internas.

La conclusión más generalizada se centra en que lo que cada gobierno haga con sus ciudadanos y pobladores le incumbe al resto de la humanidad. En forma simultánea la discusión transita hacia segundo plano dado que buena parte de las constituciones políticas en el mundo consagran la preeminencia de los tratados internacionales de derechos humanos sobre sus propios ordenamientos políticos internos.

Más importante resulta pues concentrarse en cuáles son los alcances de la obligación estatal con la perspectiva de garantizar los derechos culturales (derechos humanos, fundamentales y sociales), universalmente reconocidos.

Valga decir que éstos, en las distintas generaciones comentadas, imponen a los gobiernos y órganos legislativos proveer los medios (regulatorios, intervencionistas, económicos, comerciales, de estímulo) tendientes a satisfacerlos. No es admisible la inactividad legislativa, la desatención de mínimos sin los cuales el derecho reconocido no pueda desarrollarse4.

Por otra parte, se consagra la teoría de la prohibición de retroceso social o de involución, lo que significa que a los poderes estatales les está vedado desmontar las medidas o instrumentos dictados cuando quiera que éstos ya hayan activado el derecho social protegido. Encontraremos, por ejemplo, que las legislaciones de estímulo económico o de cuotas de pantalla no pueden desmejorarse por normas posteriores, so pena de resultar inconstitucionales.

Cándido, a todas luces, sería sostener que la preeminencia y la validez internacional de los derechos culturales, como derechos humanos que son, garantiza por sí sola total respeto a la dignidad humana o una inmediata acción social-estatal dirigida a estimular todo aquello relacionado con los bienes y expresiones culturales, como ingenuo sugerir que al hablar de derechos humanos no existan en el mundo violaciones aberrantes.

Pero no puede desconocerse su trascendencia en niveles internacionales de discusión (foros, cortes, tratados), ni en niveles políticos o jurisdiccionales nacionales, toda vez que progresivamente en Estados de características democráticas, o en vías de serlo, hay evidencias de respeto.

Haciendo memoria para ejemplificarlo, veríamos que pocos años atrás no era creíble por ellos mismos, por las sociedades sometidas o por la comunidad internacional que dictadores y violadores de derechos humanos como Pinochet, Karadzic o Hussein afrontaran el juicio internacional; y quizás una larga lista esté en fila. Además de la tortura y la muerte, fueron muchos los asuntos culturales que intentaron destruir mediante la censura al derecho de expresión, la opresión de minorías y el genocidio.

Acaso con este breve recuerdo se haga evidente otra de las características de los derechos que hemos tratado: el paso del tiempo no exime de responsabilidades por violaciones u omisiones.

Lo acontecido con la cinematografía en Colombia en lo que corre de este siglo tiene razón de ser en la interpretación de derechos culturales. No perdamos de vista que el cine, aunque industria, es ante todo un modo mágico de la expresión humana en un concierto cultural.

*

1. Aunque no hay definiciones unívocas, en el sentido acogido por la UNESCO y la UNCTAD las «industrias culturales» se refieren a los sectores productivos donde se conjugan creación, producción y comercialización de bienes y servicios basados en contenidos intangibles de carácter cultural, protegidos por el derecho de autor.

2. Datos: Motion Picture Association of America.

3. Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), ideológicamente basada en las concepciones de los países vencedores en la Segunda Guerra Mundial, en particular en el liberalismo individualista a partir de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la Carta de Derechos de los Estados Unidos de Norteamérica y las obras de la Ilustración referentes a los derechos naturales, sin embargo, posteriormente fortalecida con nociones colectivas, de grupo y de solidaridad presentes en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales; Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; Convención Americana sobre Derechos Humanos; Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos; Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial; Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales.

4. Concepto descrito como «mínimo existencial».

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