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El pueblo de Longyearbyen, Noruega, a 620 millas del Polo Norte. Foto: Chris Jackson / Getty

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El milagro de las sociedades nórdicas

Con trabajadores sentados en las juntas directivas de las empresas, niveles de desempleo mínimos y altas expectativas de vida, los países escandinavos se han convertido en un modelo a seguir para muchos. ¿Cómo lo lograron? Un fragmento del libro ‘¿Dónde queda el Primer Mundo?’, publicado este año por Aguilar.

Hinde Pomeraniec y Raquel San Martín
31 de mayo de 2017

Diego sonríe y pasa con su bandeja con minigalletitas de chocolate, ofreciéndoles a los viajeros. Algunos aceptan la oferta, otros lo miran con desconfianza, otros ni lo miran. Diego es Diego Crespo, tiene treinta y un años y es gallego. Es ingeniero, especialista en diseño y en España no consigue trabajo. Meses atrás llegó a Oslo tras la promesa de un empleo: en el Duty Free Shop del aeropuerto de Gardermoen trabaja cuatro días a la semana, nueve horas por día. Le pagan 3000 euros al mes. Dice, igualmente, que si consiguiera un trabajo de unos setecientos euros en su Vigo natal, ahí donde vive toda su familia, se volvería sin dudarlo. Le cuesta el frío —sonríe—, pero no el frío del clima, sino el frío de la gente y de las relaciones sociales. “Estoy aquí un tiempo más, solo para ahorrar, tía, y me largo”. No es el único español en Oslo. Junto con él son ocho los españoles que llegaron contratados por la misma empresa que gerencia los free shops en Noruega. Son todos trabajadores universitarios y no es casualidad. El Estado noruego paga una determinada cantidad por esos inmigrantes calificados, es decir, un plus por calificación. Son universitarios que atienden una tienda, un trabajo por el que cobran un dineral, pero porque es la compañía la que también recibe un dineral de las arcas estatales. “Win-win”, dirían por ahí.

Mark Giménez Westmacott, de veinticinco años, es analista de riesgos y trabajó seis meses en Noruega, para el Banco Santander. Ahora está en Helsinki, haciendo el mismo trabajo. Forma parte de un grupo de jóvenes egresados en Economía que circulan por distintas casas del Santander en Europa. Mark es de Madrid y se anotó para salir de su país en cuanto supo que existía esa posibilidad. “Quedarte en España hoy es deprimirte, y eso no va conmigo”, dijo durante una modesta caminata por Kamppi, en el centro de la capital de Finlandia. Ni Diego ni Mark piensan en quedarse para siempre en los países nórdicos, ni siquiera sabiendo que el Estado de bienestar les garantiza prosperidad y cuidados indispensables, algo de lo que hoy carecen en su país de nacimiento. Extrañan su casa, su gente, su lengua. Mark ni siquiera se esfuerza por aprender noruego ni finlandés: “Son lenguas que no sirven más que en el propio país, no tiene sentido poner la energía ahí”.

Al mismo tiempo que España —que aún no logra pilotear la peor crisis en décadas— expulsaba a sus mejores jóvenes (los más formados y emprendedores), al norte de Europa, Noruega y Finlandia figuran liderando los rankings de desarrollo humano. Ambos países eran pobres y dependientes (Noruega, de Dinamarca, y Finlandia, de Suecia y Rusia) y su crecimiento radical y sostenido se dio durante el transcurso del siglo XX. Mientras Finlandia se destaca por su talento en innovación y por su sistema educativo, Noruega muestra al mundo cómo pasó de ser un país sin dinero ni recursos (apenas el 2,7 de su suelo es cultivable) a convertirse en multimillonario gracias a la aparición de petróleo a fines de los años sesenta, pero básicamente gracias a su manejo de la exploración, primero, de la producción, luego y, finalmente, de la inversión de los dividendos, un modelo de ingeniería económica, transparencia política y espíritu emprendedor y con mirada estratégica hacia el futuro.

Para tener una idea, las ganancias por el petróleo que los noruegos invierten en diversas áreas fuera del país es de más de 800.000 millones de dólares. De ese fondo de inversiones, el gobierno noruego solo utiliza el 4% al año para políticas públicas. El resto sigue invirtiéndose con miras al futuro (tienen acciones en unas 9000 compañías, ubicadas en setenta y cinco países), ya sea por lo que será el final del petróleo, ya porque el envejecimiento de la población los obliga a imaginar cómo cubrirán el déficit cuando no haya suficiente fuerza laboral para pagar las pensiones o algún otro problema de esa índole, que son los que acostumbran a pensar estratégicamente en ese país de 5,1 millones de habitantes, a un promedio de 55.000 dólares de PBI per cápita. La baja abrupta y persistente del petróleo alteró el esquema y provocó una ligera caída en las cifras de empleo y en las reglas fiscales: en enero de 2016 el gobierno debió retirar casi 800 millones de emergencia, por primera vez. Sin embargo, hay plata para rato. “El petróleo es a la tierra como los peces al agua. Es de todos, lo compartimos. Fuimos muy inteligentes en el manejo de las reservas de pescado. Cuando llegó el petróleo, llegó a un país con gran experiencia en el manejo de recursos naturales. Supimos manejar las crisis, además”, explica Adne Capellen, investigador y experto en estadísticas. ¿Existe en el mundo un lugar mejor que Noruega en términos de bienestar e ingresos?

La pregunta resuena en la pequeña oficina blanca de la Confederación Nacional de Trabajadores de Noruega, donde Diis Bohn ejerce como responsable de relaciones internacionales. Periodista de profesión, Diis piensa unos segundos apenas y responde mirando a los ojos: “No creo. Es la totalidad que tenemos aquí lo que hace que este país sea tan bueno: el lugar del Estado, la participación de la mujer en la economía, y salud y educación de calidad y para todos”. Para Diis, la base del éxito está en la personalidad y la cultura del pueblo noruego, un pueblo protestante luterano cuyo principal mandato en la tierra es trabajar duro para merecer las cosas. No obstante, y pese a ese acento fuerte sobre las características de la población, la Iglesia no tiene tanto poder en los países nórdicos como en los países católicos, de manera que habrá que poner el foco en una razón más pragmática que aquel pasado religioso para explicar el desarrollo y esa razón podría ser el modelo que construyeron juntos a lo largo de los años empleadores y sindicatos, una receta que tiene como ingredientes el consenso, la consulta, la participación, la discusión y el respeto y la confianza entre las partes.

Un ejemplo: en Noruega, y por ley, en cualquier empresa con más de treinta empleados, los trabajadores tienen derecho a formar parte de la junta directiva. Cuando se promulgó la ley, en los años setenta, había temor entre los empresarios por semejante atrevimiento. Hasta que se dieron cuenta de que, por el contrario, como los trabajadores —y entonces los sindicatos— comenzaban a formar parte del grupo que tomaba las decisiones, ya no era tan fácil criticar medidas o decisiones u obstruir. En Noruega no hay salario mínimo y todo se resuelve por negociaciones colectivas: “No queremos que los políticos decidan ni que tengan un rol tan activo en la vida laboral”, explica Diis con naturalidad. En Noruega, solo los ministros son políticos, de ahí para abajo son cuadros técnicos. Tampoco hay pauta fija para las indemnizaciones en ese país, aunque hay seguridad social que se ocupa en caso de despido, dando un porcentaje del sueldo. El desempleo subió un punto en 2015 por la crisis del petróleo, ahora está en 4,6%. La inflación subió casi un punto, y actualmente es de alrededor del 3%. “Tenemos un acuerdo básico desde 1935 que regula las relaciones entre la patronal y el trabajador. Aquí las negociaciones se hacen sobre la base de la situación económica en el sector, en cada momento. Puede no haber aumento de sueldos por seis años, por competencia del exterior o falta de producción, por ejemplo. Cuando mejora la coyuntura, el sindicato está ahí para exigir. Y en general, cuando la situación mejora, los patrones aumentan los sueldos. Todo se hace basado en la confianza entre unos y otros”.

Katarina Saetersdal se sorprende y sonríe cuando responde: “Por supuesto que confiamos en los políticos”. Desde este lugar del mundo nos cuesta aceptarlo, pero es así, nomás. “Los políticos son personas que trabajan mucho y que buscan lo mejor para todos nosotros. Creo también en la policía y en los vecinos y este mismo nivel de confianza se da en toda la sociedad y también en Suecia, Finlandia, Dinamarca. Pago mis impuestos justamente porque tengo confianza en lo que van a hacer con mi dinero. En nuestros países, nadie entra a la política para hacer dinero: es absolutamente al revés. Todo tiene que ser transparente. Confianza y transparencia: el secreto está ahí”, explica Katarina en el salón de la NHO, la Confederación de Empresas Noruegas, un edificio con espacios cómodos, luminosos y al mismo tiempo austeros, al oeste del centro de Oslo y justo frente a una de las entradas del Parque Vigeland que, con sus treinta y dos hectáreas de verde y flores y la muestra permanente de sus esculturas, es seguramente uno de los paisajes más singulares y hermosos del mundo.

La expectativa de vida en Noruega es alta: ochenta y tres años para las mujeres, setenta y nueve para los hombres. La jubilación llega a los sesenta y siete años y con el 66% del sueldo. Es posible también retirarse a los sesenta y dos con menos plata, pero con la posibilidad de seguir trabajando medio tiempo. Los noruegos trabajan treinta y siete horas a la semana y tienen cinco semanas de vacaciones. Viviendo de este lado del Atlántico, definitivamente despierta curiosidad saber cómo vive un pobre en Noruega, pero para eso primero hay que saber a quién se considera pobre en ese país. Una vez más, Diis Bohn se queda pensando unos segundos antes de responder: “Por ejemplo, una mujer soltera con dos niños y que trabaja en la limpieza va a tener problemas para irse de vacaciones. No puede comprar nuevos esquíes cada año para los niños, tiene que ir a comprar ropa de segunda mano. Claro, es una pobreza relativa: no va a faltarle para comer, ni van a faltarle salud ni educación porque son gratis. No sé de ninguna persona en Noruega que no tenga para comer. Prefiero usar otras palabras y no ‘pobre’. No sé bien cuál, creo que sería algo así como ‘personas con bajos ingresos’”. Adne Capellen explica algo parecido: “No tenemos oficialmente una línea de pobreza, sin embargo se considera de bajos ingresos una familia cuyos ingresos son el 60% del promedio. Claro que el ingreso en este país creció tanto que el más bajo hoy equivale a lo que era el promedio de unas décadas atrás”.

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