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Imagen tomada de la FNPI

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"Corea: apuntes desde la cuerda floja"

Arcadia presenta un adelanto de la más reciente obra del novelista y cronista bogotano Andrés Felipe Solano.

4 de mayo de 2015

INVIERNO

El bus salió a las siete de la mañana del terminal de Busan. Sentí que nos deslizábamos por la autopista de Gyeongby como un brochazo de pintura sobre una pared blanca. La carretera apenas si tiene curvas. Habíamos hecho el trayecto un par de veces en KTX, el tren rápido que atraviesa Corea del Sur, pero desde ahora la idea es ahorrar hasta el último centavo mientras conseguimos trabajo. Fueron cinco horas de trayecto hasta Seúl, con una parada de quince minutos. En uno de los puestos de comida, Cecilia pidió una orden de jumokbap. Le he tomado gusto a esas bolitas de arroz recubiertas por una capa de algas, con un corazón hecho de atún y mayonesa. La primera vez que las comí, mi mujer me contó que el jumokbap era un alimento común en los campos de refugiados después de la guerra de Corea. Comida fácil y rápida de preparar, quizás porque en aquel entonces la receta era solo una bola de arroz y sal. Pero yo quería algo grasoso para espantar el frío del invierno, así que elegí la versión local de un perrito caliente: una salchicha atravesada por un largo palillo y envuelta en una esponjosa masa de maíz. Al tiempo que le daba el primer mordisco a mi perrito caliente vi en una pantalla la temperatura. Era como escuchar una sentencia en un tribunal. Estábamos a 15 grados bajo cero.

Llevaba puesto mi uniforme para esta batalla silenciosa contra el frío. Gorro de lana, dos pares de medias, botas de caña alta, saco, abrigo y, como si fuera poco, una camiseta interior hecha de una tela especial, regalo de mi suegra. Es brillante, se pega al cuerpo como si fuera una prenda interior femenina. Lo importante es que cumple su cometido a la perfección. El problema eran las piernas, sobre las que sentí por momentos horribles dentelladas. Nunca me ha mordido un perro pero asumo que la sensación debe ser parecida. Mientras fumaba después de acabar mi salchicha, recordé lo que me contó un veterano de la guerra de Corea, una historia sobre la que escribí alguna vez. Fue hace unos cinco años, durante mi primera temporada en este país. El sargento Yu me estaba esperando al final de uno de los tantos callejones del distrito de Eul Ji-ro, la zona de Seúl donde se consiguen baldosas, tubos, espejos, todo lo necesario para remodelar un apartamento. Llevaba una gorra con escudo de su regimiento, un cinturón con una chapa conmemorativa y una tira de cuero azul al cuello que hacía las veces de corbata. En ese entonces lo contacté a través de la asociación que depende del Ministerio para Veteranos, una organización gubernamental dedicada a los asuntos de los ex-combatientes. Quería cerrar un círculo, hablar con un coreano que hubiera estado más de sesenta años atrás en el mismo terreno lleno de nieve por el que había caminado el cabo Danilo Ortiz, un veterano que conocí hace una década. Ortiz hizo parte del contingente que envió en 1951 el gobierno colombiano a pelear en la guerra de Corea. Pasó la mitad de los tres años que duró el enfrentamiento con un radioteléfono al hombro y el resto del tiempo en un campo de prisioneros administrado por los chinos. Recuerdo que tenía un tigre de color azul tatuado en el antebrazo y una timidez algo sombría. Esta mañana en la estación, con el frío atacando por oleadas, pensé otra vez que Yu y Ortiz compartían muchas cosas. Ambos habían nacido en pueblos pequeños y habían llegado al ejército muy jóvenes, después de terminar el colegio. La pobreza los había arrastrado a las filas. Ambos habían formado parte del escuadrón de comunicaciones. Yu había perdido en la guerra de Corea la falange superior de su índice izquierdo y Ortiz el ojo derecho. Al final de la contienda, el sargento Yu había estado a punto de quedarse sin los dedos de los pies, congelados por un frío de 15 grados bajo cero, pero una prisionera norcoreana, que pasó una noche entera con ellos entre sus manos, se los salvó.




Corea: apuntes desde la cuerda floja
Andrés Felipe Solano
Ediciones Universidad Diego Portales
205 páginas

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