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Fragmento literario

Una carta sobre el amor y la destrucción, de Luis Eduardo Hoyos

ARCADIA presenta una de las 'Cartas sobre el amor y la destrucción', del filósofo Luis Eduardo Hoyos: un texto que se mueve entre la ficción y la autobiografía. El libro se lanza mañana, 10 de octubre, a las 6:30 de la tarde en el Gimnasio Moderno.

Luis Eduardo Hoyos
9 de octubre de 2019

Querida Teresa:

Han pasado ya varios meses desde la última vez que te escribí. Espero que, entre tanto, hayas comprendido los motivos de mi silencio. Tal como te lo dije en mi última carta (¿de noviembre tal vez?), nuestra comunicación había llegado a un punto en el que se me estaba tornando demasiado dolorosa y opresiva. Por eso creí necesario interrumpirla, al menos provisionalmente; a lo mejor –pensé– de forma definitiva, para dar tiempo a la sanación de ciertas heridas. Pero estos meses de nuestra incomunicación también han sido dolorosos y opresivos. He pensado últimamente que con mi silencio forzado quería dar tiempo a que muriera en nosotros esa pasión que tanto se ha agitado y tanto ha denunciado a gritos el absurdo de nuestra separación. Y entonces me he dado cuenta de que no he hecho más que enterrarla viva en estos meses. Y a veces siento revolcarse nuestro amor bajo la tierra de mis pies. Y no sé qué hacer.

Hoy es un día normal como todos aquellos en los que me levanto pensando en ti. Solo difiere de los otros de estos últimos meses, en que el día de hoy sí creo haber sabido qué hacer al pensar en ti, al sentir tus pasos por mi memoria temblorosa. He decidido escribirte. Antes que nada quiero adelantarte que no quiero forzarte con esta carta a que me respondas. Tú has respetado un silencio que yo, hasta donde puedo ver, propuse de manera unilateral. Ahora ya no sé si también consideras conveniente ese silencio y si lo deseas prolongar. Sea lo que fuere, no respondas a esta carta obedeciendo al acto cortés de responder. Sí quisiera, de cualquier modo, que al menos me acusaras el recibo de este correo.

Me anima mucho la esperanza de que con solo recibir esta carta, y aún sin leerla, comprenderás por qué he decidido escribirte de nuevo. Se me antoja ver en esa esperanza no solo una proyección fantasiosa y subjetiva, sino también la persistencia del mismo núcleo de comunicación que nos ha unido.

¿Por qué he decidido volver a escribirte? No estoy seguro de que pueda decirlo.

Creo no poder más que apelar a eso que llamé núcleo de comunicación entre nosotros para que comprendas la razón, si es razón, por la que te escribo. Digo el núcleo, también podría decir la semilla como queriendo obligarte, por medio de una quizás mala metáfora, a una asociación de ideas relacionadas con la vida que se desenvuelve a partir de algo, con el centro invariable de un fruto, con un foco vivificante. Y así como simple y ligera la metáfora, así mismo es premeditada. Porque al elegir la expresión “núcleo de nuestra comunicación”, pensé en aquello que ha habido en común entre los dos (y que espero aún haya) y de lo cual no se pueden dar razones, como no se pueden dar razones de la rosa de Angelus Silesius (¿la recuerdas?):

Die Rose ist ohne warum, sie

blühet, weil sie blühet; sie acht

nicht ihrer selbst,

fragt nicht ob man sie sieht.*

A eso mismo apelo cuando juego con la idea de que comprendas que te escriba tan solo con que encuentres un mensaje mío, con un anexo colgado, en tu bandeja de entrada. Quizás haya esferas de nuestra experiencia en las que irremediablemente tenemos que desistir en el intento de explicar por qué, y a lo sumo podamos aspirar a comprender que. A una de esas esferas pertenece, supongo, la vida de los afectos. Pero aún tratándose de esta comprensión que, también me parece imposible que ella tenga lugar sin la existencia de algo común inexplicable y quizás por ello mismo incomunicable. No lo sé. O mejor, no lo sé por medio de razones. Así como tampoco sé explicar por medio de razones lo que busco al escribirte. Apelo por eso a ti y confío el recibimiento de esta carta a la existencia de ese núcleo de comunicación que, según mi deseo, debe haber aún entre los dos.

No creas que me preocupa de manera ociosa o maniática este asunto de las razones (o sinrazones) de mis actos, de mi acto al escribirte. Te pedí hace más de medio año que interrumpiéramos nuestra comunicación, que nos “dejáramos en paz”. Decidí hacerlo por ti y por mí. Y ahora, meses después, sin saber qué ocurre en ti o si sigues considerando conveniente o no nuestro silencio, te escribo. Así, sin ton ni son. No quiero ser tenido por un ser caprichoso, un ser incapaz de sobreponerse a sí mismo, que abandona territorios ajenos cuando nadie le pide que se vaya (es más, en los que ha logrado –no de buenas a primeras– ser bien recibido); o que los invade de modo inesperado e irrespetuoso cuando ya nadie desea que esté en ellos. Mi necesidad de pensar sobre las razones de un acto; mi necesidad de que, surgiendo este aparentemente sin razones, se comprenda entonces por sí mismo, tiene su origen en esa preocupación de actuar sobreponiéndome a mí mismo, y no solo refiriendo mis actos a mí mismo o evitando la reflexión, con el objeto de medir su alcance en relación con los otros (contigo, pero no solo contigo).

Cuando se desea tender un puente de comunicación, se está asumiendo ipso facto una actitud de sobreposición de sí mismo, algo así como una “trascendencia” de sí mismo. Esto está muy ligado a una convicción que cada vez se arraiga más en mí; a saber: la convicción de que la existencia humana tiene ante todo una significación moral. Por eso creo que estamos confinados a sobreponernos a nosotros mismos cuando actuamos, y más aún cuando nuestra actuación es una actuación tan claramente orientada a comunicar. De ahí que me parezca necesario que no tomes mi acción de escribirte como algo caprichoso, así me vea en aprietos al explicarte mis razones o, mejor aún, así tenga que confesar una suerte de fe en la existencia de nuestro núcleo común y fructificador de la comunicación como último recurso que garantizaría, o posibilitaría, la comprensión de mi acto. “Sobreponerse a sí mismo por medio de la comunicación”. Creo que ese es el tema central de esta carta, de esta nueva propuesta para reparar el puente entre los dos. Si no, esa fórmula es al menos muestra del espíritu que la anima.

Necesito sobreponerme a mí mismo; necesito que cada uno de nosotros lo haga, para que podamos entrar de nuevo en contacto. Me angustian mucho las noticias que llegan de Colombia. Creo que nuestra sociedad se despedaza. Y quisiera mucho hablar contigo sobre ello. Pues no es lo mismo hacerlo aquí con gente (todos preguntan, con todos hablo de ello) que no ha crecido en una sociedad que se autodevora, que con alguien que comparte, por así decir, el campo de referencia.

La falta de comunicación contigo en este año me ha hecho sentir que casi me reviento. Solo que tú y yo, aparte de la experiencia orgánica de haber crecido en medio de una sociedad que se destruye y de necesitar hablar del fracaso colectivo, tenemos algo más en común... ¿Será aún cierto que tenemos algo más en común?

Pues sí, además de eso en común que me agobia (que nos agobia, creo poder afirmar sin equivocación), tenemos otro terreno compartido: la indomable pasión. De ahí que hoy, tal vez casi como ayer, siga sintiéndome oprimido por un dilema al disponerme a escribirte. Se trata del dilema entre la pasión y la comunicación. Dije que ese dilema me oprime “tal vez casi como ayer”, pues, con todo, no es como ayer. Y eso se debe a la simple y radical decisión para la cual fue necesaria la interrupción de nuestra comunicación. A ese dilema le hemos de cortar el primer cuerno, si es que queremos conservar el segundo. Si no, toca prescindir de los dos, y entonces yo me reviento. ¿Y tú?

Seguir haciendo lo que veníamos haciendo en nuestras últimas cartas (llorar la ausencia del otro y denunciar el absurdo de la separación con un clamor a veces re sentido) me parece poco menos que imposible. Conservar nuestro puente de comunicación solamente asido al fundamento de la pasión es otra forma de reventarse. Pues la distancia es el peor veneno del amor. No simplemente porque lo mate, sino porque lo mata después de una enfermedad larga y penosa. Y como a nuestro amor no solo lo entorpece la distancia, me he dicho (y te lo digo ahora a ti, después de estos meses) que a lo mejor ya es tiempo de renunciar a la pasión y conservar la comunicación. De ahí que haya hablado de “sobre ponerse a sí mismo”. Solo así la situación de hoy podrá ser distinta a la de ayer. Estoy decidido a ello.

Ser racional implica en no poca medida sobreponerse a sí mismo, trascenderse. De lo que hablo es de un acto de reflexión o de conciencia de sí gracias al cual uno se detiene, hace una suerte de alto en el camino y observa el curso de su vida. Entonces toma las riendas de ella. No hablo de una autonomía completa, de una absoluta independencia con respecto a todo aquello que impulsa interiormente la vida humana, pues eso es ideal e irrealizable. Me refiero más bien a una capacidad de detener o de maniobrar situaciones a las que nos hemos visto llevados de forma irresistible, pero que sabemos de hecho inconvenientes sobre todo porque en ellas no solo está implicada nuestra búsqueda personal de felicidad, sino también la de otros. Hay en ese acto de sobreposición de sí mismo algo de sacrificio, es verdad. En el caso nuestro, creo que se trata de un sacrificio no solo posible sino necesario. No es un acto de control absoluto y autónomo respecto de una pasión que nos ha dominado al punto de hacernos olvidar nuestra responsabilidad respecto de los otros, sino un simple freno de cara a la mera posibilidad de causar dolor ajeno. Por eso es y será un acto posible. Ha sido ya, de suyo, un acto real. Eso lo confirma nuestra separación. Pero sobreponernos a nosotros mismos es, ha sido, y debe seguir siendo, también necesario. Y esto tiene que ver, así mismo, con la existencia de los otros, a los que también amamos. A esa necesidad se suma, por supuesto, la de querer conservarnos uno al otro, o la de seguir alimentando el núcleo de comunicación del que he hablado.

Suelo recordar con alegría aquella tarde en Manizales en la que nos conocimos, durante ese extraño y muy azaroso simposio sobre conocimiento y libertad. Azaroso para mí, pues no había terminado aún de escribir mi ponencia y no sabía cómo terminarla. Era, además, un simposio muy arriesgado. De hecho, al recibir la invitación para participar en él me pareció una locura, y casi no asisto. Tú estabas, en cambio, muy bien preparada. No traigo esos momentos a mi memoria para torturarme, sino para extraer de ellos la fuerza que tiene mi convicción acerca de nuestra (aún, para mí) indispensable comunicación. Ella se impuso sin remedio desde el primer momento que cruzamos palabra. Y desde ese primer momento no pudo ya detenerse. Todo ocurría de un modo, digamos, muy profesional; pero todo ocurría con inusual intensidad. Creo que te amé desde que te vi. Pero cuando pienso en todo el tiempo que transcurrió (¿año y medio tal vez?) desde ese primer momento hasta aquella noche en la que... bueno, aquella noche. Cuando pienso en todo ese tiempo, me digo:

“Pero si ya sabemos lo que significa sobreponerse a sí mismo; ¿por qué no aceptar entonces que tenemos que hacerlo de una vez por todas y seguir conservando lo que en última instancia nos unió y aún nos debe unir; a saber, la comunicación?”

Presumo que si no hubieran mediado nuestras respectivas circunstancias nos hubiéramos acercado en cuerpo y alma desde mucho antes. Pero no me interesa darle muchas vueltas a esa presunción. No tiene sentido, me parece imponderable. Lo cierto es que fue por esas circunstancias de cada uno que nuestra relación, que se basó sobre todo en la comprensión verbal y en el intercambio intelectual, omitió sin pena el amor, lo clausuró. Y entonces a esa forma de relacionarnos le dimos el nombre de la amistad. Y es eso lo que pienso que no sería justo detener entre nosotros. Solo que la capacidad de sobreponernos a nosotros mismos debe ser ahora más fuerte que antes, porque ahora conocemos nuestro amor mutuo. Pero también su imposibilidad, que ya ha hecho bastante daño. ¿O fue más bien aquel, el amor mismo, el que hizo tanto daño? No lo sé. En todo caso, no veo más que un camino, Teresa (casi digo: “Teresa mía”, pero sé que es absurdo): reaprender de la antigua sobreposición de nosotros mismos y evocar esa amistad que nos permitió tejer una fuerte comunicación clausurando sin tanta pena la pasión.

Un abrazo,

Antonio

* “La rosa es sin por qué / ella florece porque florece; / no se ocupa de sí misma, / no pregunta si alguien la ve.” (En alemán en el original. Traducción del editor).

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